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Roberto Gil Hernández
Universidad de Las Américas, Quito (Ecuador)
Reconstruir el concepto de raza […] no es hablar de una antigualla decimonónica, es hablar de las interconexiones entre ciencia, poder e ideología que atraviesan los dos últimos siglos de la historia canaria.
Fernando Estévez. Determinar la raza, imaginar la nación
La raza es una demostración de saber y de poder. Por eso, en su acepción moderna, esta no se entiende si no va de la mano del avance del sistema mundial capitalista. Simboliza la complejidad que caracteriza a los seres humanos a razón de su cultura, origen o aspecto físico, atribuyendo de manera alegórica tales diferencias a la sangre. Sin embargo, pensar en la raza como la matriz donde se gesta el racismo no es un planteamiento acertado, pues es el racismo, en realidad, su condición de posibilidad.
El proceso de racialización de los cuerpos que habitan el Archipiélago Canario comienza en los albores del siglo XIV. Desembarca en sus costas de la mano de los emisarios de la supremacía europea que convierten a sus antiguos moradores en uno de sus recursos económicos fundamentales. Puede afirmarse, incluso, que el racismo legitima las razias esclavistas que merman su población indígena, facilitando, un siglo más tarde, el inicio de su ocupación colonial. De hecho, la raza se convierte, junto al sexo/género, la clase y la episteme, en la principal expresión de la colonialidad que desde entonces ordena a la sociedad isleña.
Las retóricas racistas, además de operar sobre el color de piel, la “pureza de la sangre” y la lógica extractivista impuesta por el colonialismo, abarcan también el sofisticado ámbito de la producción y transmisión de conocimientos. De ahí que la raza, tras el influjo de la Ilustración y los preceptos positivistas, también pueda entenderse como la objetivación de una “verdad superior” acerca de la diversidad humana. Ello quiere decir que el racismo adquiere una vocación totalizante, o lo que es lo mismo, que se esencializa al ser concebido como fuente universal de toda distinción social. Es más, podría afirmarse que el idealismo que se apodera del concepto de raza no solo intenta ocultar la historicidad de sus múltiples formas de sumisión, sino también de cualquier experiencia de alteridad que amenace con develar su contingencia, su incompletitud.
Debido a este cambio de perspectiva el siglo XVIII, conocido popularmente como Siglo de las Luces, puede apodarse también como el Siglo de la Esclavitud debido al aumento que experimenta durante dicho periodo la trata de personas a nivel planetario. Paradójicamente, cuanto más se detalla el papel del Hombre y del Ciudadano en las sociedades europeas de entonces, más mujeres y hombres son vendidos en calidad de esclavos. De modo que se podría aceptar la tesis que considera imprescindible el impulso de la colonialidad para explicar la conversión paulatina del etnocentrismo europeo en racismo científico.
Es posible que sea este el motivo por el cual el ilustrado canario más reconocido, José de Viera y Clavijo, se niega a reconocer la pervivencia guanche en sus Noticias de la historia general de las Islas de Canaria (1772). El autor de la primera historia del Archipiélago escrita en términos protopositivistas certifica en sus páginas la desaparición de los antiguos isleños a causa del trato dispensado por sus conquistadores. Aunque esta aseveración bien podría obedecer al ánimo de inscribir a sus coterráneos junto a quienes disfrutan del privilegio racial en lugar de entre los que sufren su opresión.

Imagen tomada por el fotógrafo noruego Karl Norman durante su visita a Gran Canaria en 1893. En ella aparecen un grupo de mujeres, niñas y niños posando en la puerta de una cueva habitacional situada en La Atalaya, un caserío rural del municipio de Santa María de Guía, en el Norte de la Isla. Esta localidad adquirió una elevada notoriedad durante el siglo XIX a causa de las peculiaridades morfológicas de sus viviendas campesinas, excavadas en sus laderas, repitiendo el patrón establecido por la cultura indígena sobre la que José de Viera y Clavijo decreta, con un siglo de antelación, su «lamentable extinción» (Viera, 1016: 271). La necesidad de certificar la continuidad racial de los guanches puede observarse en esta instantánea no solo en la manera que posan sus protagonistas, detallando sus rasgos físicos e interacción con el medio, sino también a través de su indumentaria o de las numerosas piezas de loza que los acompañan, otra industria tradicional concebida como punto de encuentro entre la sociedad canaria contemporánea y la precolonial.
Fotografía perteneciente a la colección de José A. Pérez Cruz depositada en el archivo de fotografía histórica de Canarias de la Fundación para la Etnografía y el Desarrollo de la Artesanía Canaria (FEDAC).
El Siglo de la Raza, sin embargo, definido así por la preponderancia que asume el racismo al infiltrarse en la esfera científica es, sin ningún reparo, el siglo XIX. Durante dicha centuria, de la mano de disciplinas como la historia natural, la arqueología, la biología y, sobre todo, la antropología, se ponen los cimientos del aparataje epistemológico de la raciología. Esta perspectiva, además de ratificar que ni el clima, ni la mezcla de razas, ni siquiera el progreso civilizatorio o el genocidio alteran los caracteres físicos de los “pueblos”, justifica la división internacional de la riqueza y el trabajo propiciada por el capitalismo mediante la clasificación racial de la humanidad.
El historiador natural de origen galo Jean-Baptiste Bory de Saint-Vincent, y el naturalista y explorador prusiano Alexander von Humboldt acogen de manera indiciaria esta idea. Ambos sugieren en sus respectivas publicaciones sobre el Archipiélago, Ensayos sobre las Islas Afortunadas y la Antigua Atlántida (1803) y los primeros capítulos de Viaje a las regiones equinocciales (1807), que las antiguas poblaciones insulares están emparentadas con los habitantes del vecino continente africano. No obstante, el primero en aplicar de manera integral los cánones del racismo científico en Canarias es el etnólogo francés Sabin Berthelot junto al naturalista inglés Philip Barker Webb en Etnografía y anales de la conquista (1835) y, más tarde en solitario en obras como sus Antigüedades canarias (1879). En ambos trabajos se certifica, por un lado, la persistencia del linaje indígena en las zonas rurales del Archipiélago durante el siglo XIX. Mientras que, por otra parte, también atestigua que sus orígenes deben situarse entre las “poblaciones blancas” del Norte de África, concretamente entre los bereberes o imazighen con los que estos compartirían, además de un mismo tronco racial, un idioma similar, ciertas pautas culturales e, incluso, determinados atributos morales.

Representaciones contenidas en la edición original de Etnografía y Anales de Sabin Berthelot que encarnan, a la izquierda, a los habitantes decimonónicos de la isla de La Palma y, a la derecha, a un descendiente de sus primeros pobladores. A este respecto, el autor asegura en Antigüedades Canarias que «los representantes de la raza ibérica o celtibérica en el África septentrional serían los bereberes: unos de piel, ojos y cabellos castaños, los otros más o menos rubios, piel de un blanco mate o muy coloreada y marcada de pecas. […] las mismas observaciones son también aplicables a los antiguos habitantes de Canarias, que debieron pertenecer a la misma raza, puesto que, en la época de la conquista de este archipiélago, sus poblaciones hablaban todas dialectos derivados del idioma bereber» (Berthelot, 1980: 75-76). «Cuando hoy se examina con atención la población moderna de este Archipiélago», insiste Berthelot en Etnografía y Anales, «el tipo africano se nota en un gran número de individuos con una fisionomía nacional y característica que los distingue esencialmente de los españoles» (Berthelot, 1979: 176). «Se le reconoce de golpe entre los pastores de las montañas y entre las poblaciones agrícolas de los altos valles, y se le vuelve a encontrar en las familias de los habitantes de la ciudad» (Berthelot, 1979: 174).
Imagen tomada de Berthelot, Sabin; Barker Webb, Philip (1979 [1835]). Etnografía y Anales de la conquista de las Islas Canarias. Tomo III. Las Palmas de Gran Canaria: El Museo Canario, p. 465.
Lo defendido por Berthelot supone un antes y un después para el pensamiento antropológico canario del siglo XIX. Tanto es así que otros investigadores con el mismo afán de descifrar la génesis de la sociedad canaria asumen sus mismas posiciones, dando por inaugurada la que hoy se conoce en el ambiente académico de las Islas como la escuela raciológica francesa. Este es el caso, sin ir más lejos, del antropólogo canario Gregorio Chil y Naranjo, autor de los tres volúmenes de Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las Islas Canarias (1876, 1880, 1898), imprescindibles para explicar la consolidación de la antropología física en el Archipiélago. Y lo mismo hace el escritor andaluz Carlos Pizarroso y Belmonte en Los aborígenes de Canarias (1880), el historiador canario Agustín Millares Torres en Historia General de las Islas Canarias (1881), el médico y etnógrafo insular Víctor Grau-Bassas en Usos y costumbres de la población campesina de Gran Canaria (1888) y el etnólogo francés Rene Verneau en Cinco años de estancia en las Islas Canarias (1890). No en balde, todos ellos son responsables de que cobre fuerza la idea de que una parte sensible de la población canaria decimonónica es portadora de la esencia racial de los guanches.

Detalle de uno de los aguafuertes que aparecen en Cinco años de estancia en las Islas Canarias de René Verneau. En él se retrata a tres campesinas de la isla de La Palma claramente delimitadas a partir de los dictados de la raciología. Los distintos rasgos que estas poseen podrían responder al carácter multirracial que este autor explicita como génesis de la sociedad indígena. Según sus propias palabras, el «pueblo que jugó el papel más importante en Canarias, es sin duda, la raza guanche. Esta raza estaba establecida en todas las islas […]. La piel era bastante clara […]. Los cabellos […] deberían ser rubios o castaño claro y sus ojos azules […]. Junto a los guanches se establecieron numerosos semitas [… con] los cabellos y los ojos negros y la piel un poco morena […] que debía parecerse singularmente a la de los árabes actuales de Argelia […]. También existió un tercer tipo, bastante diferente de los dos precedentes. Era de pequeña estatura, tenía el cráneo corto, la cara bastante baja, los ojos, sin embargo, muy abiertos y la nariz larga. Ignoramos cuál podía ser el color de sus cabellos, de sus ojos y de su piel. […] Estos son los colores que todavía se encuentran entre los descendientes de los antiguos habitantes que han conservado los rasgos de sus antepasados» (Verneau, 1981: 26-29).
Imagen tomada de Verneau, René (1981 [1890]). Cinco años de estancia en las Islas Canarias. Traducción de José A. Delgado Luis. Notas históricas y mapas de Manuel J. Lorenzo Perera. La Orotava: Ediciones J. A. D. L., p. 349.
Afirmar esto tiene consecuencias en la sociedad isleña. Tras varias centurias de negación erudita de cualquier tipo de influencia precolonial, se aboga científicamente por la pervivencia de los antiguos canarios. Ello supone la activación de un ejercicio inédito de racialización de las canarias y canarios contemporáneos, los cuales, al ser entroncados con los primeros insulares, también lo son con una porción de la población del continente africano concebida como parte de la historia evolutiva de los “pueblos europeos”. Asimismo, no conviene olvidar que los presupuestos que caracterizan a la escuela raciológica francesa no solo se asientan en el Archipiélago. Sus valedores importan tales planteamientos directamente de los estudios desarrollados por el colonialismo antropológico francés en sus posesiones norteafricanas. Es más, conforme a tal hipótesis, guanches e imazighen poseen un mismo ancestro común: el Hombre de Cromañón, descubierto en Dordoña en 1868. Luego, se podría concluir que el parentesco descrito entre ambas sociedades, a la vez que legitima en términos raciales la presencia imperial de Europa en África, también refuerza la posición de Francia en el Archipiélago, donde el propio Berthelot, cónsul de dicho país en las Islas, no duda en apoyar incluso algunas de las demandas que la élite isleña eleva al poder metropolitano 1.
1La satisfacción de estas demandas se sustancia en el pacto suscrito en 1852 entre la oligarquía canaria y la metropolitana para la implantación de los Puertos Francos, una medida que propulsa la vocación comercial y extractivista de la economía del Archipiélago, perpetuando la supremacía de la minoría criolla que hace posible su suscripción. Este acuerdo, además, escenifica la consolidación de «la españolidad de Canarias en lo político y la extranjera en lo económico», prolongado el espinoso asunto de su dependencia colonial (véase más en Macías, 2009: 95-146).