
Julio Antonio Yanes Mesa
Universidad de La Laguna
Introducción
Como sucediera en todos los ámbitos sociales de las Islas Canarias, las publicaciones periódicas editadas a iniciativa privada también acusaron el antes y el después que, en 1852, introdujo la Ley de Puertos Francos de Bravo Murillo (Bourgón, 1982). Hasta entonces, aunque el periodismo isleño atesoraba una experiencia de unas seis largas décadas, dado que había iniciado su andadura en fechas tan tempranas como el año 17851, todavía no había rebasado los confines de La Laguna, su cuna natal, y Santa Cruz, toda vez que seguía sin dar señales de vida en el resto del Archipiélago. Además de su reducida y localizada presencia en la Región, los rasgos más compartidos por aquellos primeros periódicos habían sido las cortas tiradas, la fugacidad de los ciclos vitales, la dilación con la que concurrían al mercado y, entre la edición de unos y otros, los largos períodos de holganza en los que no circuló cabecera alguna2. Pero a partir de mediados del siglo XIX, con el establecimiento de las franquicias, el sector entró en una etapa expansiva a remolque, inicialmente, de la bonanza económica traída por la exportación de la cochinilla (Macías, 1990: 239-258) y, cuando ésta entró en crisis a finales de los años sesenta, de la actividad portuaria y, en la última década de la centuria, los inicios de la producción frutera. El proceso conllevó la revitalización de la actividad editora, la paulatina extensión de ésta a las otras islas y la gestación de productos informativos cada vez más estables, regulares y mejor acabados. Sobre tales bases, la prensa se convirtió para la minoría ilustrada isleña en un cauce privilegiado para cultivar los patrones culturales autóctonos y, una vez consolidadas las libertades, para articular la dinámica sociopolítica insular.
Al margen del desarrollo socioeconómico, la variable que más directamente condicionó, y encauzó, el crecimiento del periodismo isleño en la media centuria larga que va desde la instauración de los Puertos Francos, en 1852, al estallido de la I Guerra Mundial, en 1914, fueron los cambios del marco legislativo (Seoane, 1989: 242-243, 266-267, 285-288). En un principio, hasta la huida de Isabel II en 1868, las altas fianzas exigidas para tratar asuntos políticos, cuyas cuantías eran prohibitivas para los editores canarios, con el propósito de acallar las voces disidentes de los sectores sociales menos favorecidos con el sistema, obligaron a los periódicos generalistas a constreñir sus contenidos a los llamados asuntos materiales 3. Esas anodinas ofertas informativas hacen explicable, en buena medida, la diversificación de la prensa especializada en el tramo final del régimen isabelino en base al tratamiento monográfico de los temas despolitizados más diversos, desde la literatura a las milicias, pasando por la enseñanza y la temática que en la época se consideraba propia de la mujer. Pero luego, con la entrada en vigor de la permisiva legislación del sexenio democrático (1868-1874), la irrupción de los novedosos órganos políticos y las controversias ideológicas suscitadas por estos absorbieron el interés del mercado lector, hasta el extremo de casi hacer desaparecer a los restantes productos informativos. La historia volvería a repetirse tras la restauración de los Borbones en 1874, de tal manera que a una primera década de restricciones informativas en la que sobresalieron las revistas especializadas en la cultural en el sentido más excelso del término, sucedió, tras la libertad de prensa promulgada por el gabinete de Sagasta con la ley de 26 de julio de 1883, la etapa más boyante del periodismo político en Canarias. En tal estadio proseguiría hasta bien avanzada la tercera década del siglo XX, cuando empezaron a fraguarse, al calor del crecimiento económico de los «felices» años veinte, las primeras empresas informativas autónomas en las ciudades de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria (Yanes, 2003: 443-550).
Los editores, redactores y colaboradores
En un principio, la edición de prensa privada en el Archipiélago corrió a cargo de los propietarios de las imprentas, de las instituciones culturales o de algún personaje o colectivo más o menos organizado entre la minoría ilustrada isleña, a los que luego se sumaron, cuando llegaron las libertades, los embrionarios partidos políticos. Salvo los impresores, a quienes la publicación del periódico les dinamizaba las vías ordinarias de ingresos de sus talleres, los demás editores no estaban motivados por afán lucrativo alguno. En el caso de las revistas especializadas, detrás de tales proyectos latía una acusada vocación cultural y literaria junto a unas buenas dosis de altruismo no exentas, en muchas ocasiones, de una cierta vanidad, porque los tiempos del negocio de la información aún estaban muy lejanos en Canarias. Por su parte, las facciones políticas promovían sus órganos en prensa, más que para hacer proselitismo ideológico con una argumentación racional en una sociedad preñada de tantos arcaísmos estructurales, para mantener la cohesión interna de los correligionarios, desprestigiar a sus rivales sin el más mínimo reparo ético y alardear de la influencia que, supuestamente, tenían en Madrid para demostrar su poderío.
Los redactores solían ser, en el caso de los periódicos de asuntos materiales y las revistas especializadas, los propios promotores de la publicación y, en el de los voceros de las facciones políticas, uno o dos amanuenses reclutados entre la minoría letrada de las clases populares. En los años de la Restauración, los órganos de los dos partidos del sistema canovista, el conservador y el liberal, retribuían con una pequeña gratificación a los redactores, que solían estar pluriempleados en el sector servicios, lo que no estuvo al alcance de los republicanos hasta los inicios del siglo XX, cuando El Ideal (1901-1904) de Santa Cruz de Tenerife empezó a hacer lo mismo (Yanes, 2003: 285). Por su parte, los colaboradores procedían del espectro más intelectualizado de los suscriptores, lo que, en el caso de la prensa despolitizada, solía traducirse en literatos aficionados y, en el de los órganos políticos, en correligionarios, sin que una y otra condición fueran excluyentes entre sí. Algunas colaboraciones llegaban a través del correo postal, tanto desde dentro del Archipiélago como de alguna ciudad peninsular o europea en la que residía algún estudiante o profesional conocido, así como de Latinoamérica, en este caso remitida por alguno de los escasos emigrados ilustrados. Todos estos textos originales llegaban manuscritos al taller, donde los cajistas componían las planchas, letra a letra, que luego imprimían en prensas planas con palancas accionadas a mano o, desde 1879, en la de manubrio importada por la imprenta Isleña de Santa Cruz de Tenerife4. El resto del paginado se colmataba con las noticias estatales e internacionales y con los anuncios de las casas comerciales afines o de aquellas otras que, como las navieras, solían estar a bien con todos los periódicos. Hasta el amarre del cable telegráfico Cádiz-Tenerife en 1883 (Pérez González, 1997), la información foránea era extractada por los redactores de las publicaciones peninsulares que recibían con los días de demora que imponía la navegación de la época. Luego, los que pudieron permitírselo, contrataron con algún agente de Madrid el envío de un sucinto telegrama con las primicias del día, cuyo contenido estiraban con añadidos siguiendo el conocido recurso de «hinchar el perro» para que su frescura cundiera en la mayor medida posible en el paginado.
Los productos informativos
Para ilustrar la paulatina implantación de la prensa no oficial desde la zona Santa Cruz-Laguna a todo el territorio insular, basta con detenernos en las fechas que, a partir de mediados del siglo XIX, registraron la aparición de las primeras cabeceras. El pionero de los grancanarios, El Porvenir de Canarias (1852-1853), aparecería en Las Palmas el 10 de octubre de 1852, esto es, el mismo día en el que entró en vigor el real decreto de Puertos Francos. Casi una década más tarde salían al mercado Crónica de Lanzarote (1861-1863), en Arrecife5, y El Time (1863-1870), en Santa Cruz de La Palma (León Barreto, 1990), con lo que el sector ya había brotado en cuatro de las siete islas del Archipiélago. El proceso culminaría a inicios de la centuria siguiente, cuando La Aurora (1900-1905) en la entonces Puerto Cabras de Fuerteventura y, seis meses antes del estallido de la I Guerra Mundial, La Voz de Gomera-Hierro (1914), hicieron que todos los espacios insulares dispusieran de prensa propia. Mientras tanto, dentro de Tenerife, Gran Canaria y La Palma, el sector había rebasado las capitales insulares para dar vida a La Asociación (1869) en La Orotava, El Dinamo en Aridane (1894) en Los Llanos, Iriarte (1896-1901) en el Puerto de la Cruz, La Voz de Icod (1897), La Pluma (1900) en Moya, La Reforma (1901) en Telde, La Voz del Paso (1901-1902), El Norte (1904) en Guía de Gran Canaria, La Voz de Arucas (1905), Tazacorte (1910-1913) y Puntallana (1912). A poco de comenzar el siglo XX, el número de títulos editados en Canarias sobrepasaba el medio millar (Maffiotte, 1905; Régulo, 1948: 337-413; Saavedra, 1972) dentro de un proceso expansivo que no invertiría su curso hasta los años veinte, cuando el desarrollo socioeconómico traído por la exportación frutera permitió al sector adquirir una dimensión empresarial que conllevó su concentración en las capitales de las dos islas centrales del Archipiélago6.
Mientras tanto, conforme avanzaron las décadas y, con ellas, los recursos disponibles para los editores, los productos informativos habían adquirido un mayor empaque. En el caso de los periódicos generalistas, los formatos evolucionaron desde el de revista al espacioso conocido como sabanoide; las columnas del paginado, de las dos iniciales con corondeles hasta las cinco con corondeles ciegos; y, aunque todavía raramente en los diarios, las ilustraciones irrumpieron merced a la xilografía (Estévez, 1999) y, en algún caso muy puntual, la fotografía7. Paralelamente, la periodicidad semanal de las primeras publicaciones generalistas o, en el mejor de los casos si descontamos al diario El Noticioso de Canarias (1851-1855)8, bisemanal dio paso en los años de la Restauración a la diaria, con cuatro páginas en las ediciones ordinarias. Las tiradas, a su vez, aumentaron, grosso modo, desde los dos centenares de ejemplares que, por ejemplo, declaró El País (1863-1869) de Las Palmas cuando, en 1864, era un periódico de asuntos materiales (Yanes, 2017: 194-196), a los setecientos cincuenta y cuatrocientos, respectivamente, de los órganos republicanos tinerfeños La Federación (1869-1874) y El Pueblo (1870-1874) en marzo de 1870, al calor del interés que a inicios del sexenio democrático suscitó la novedosa prensa política (Yanes, 2003: 151). Aunque las cifras cayeron tras el recorte de las libertades en la primera década de la Restauración, luego recuperaron la tendencia alcista desde el restablecimiento de las libertades hasta llegar a rondar, en el caso de Diario de Tenerife (1886-1917), el millar de copias (Yanes, 2003: 230-236). Una evolución similar experimentó la publicidad, que, de ser gratuita para los suscriptores e, incluso, para los particulares en el período isabelino, pasó a convertirse en una vía paralela de ingresos, aunque todavía testimonial y, en muchos casos, con concesiones gratuitas para los suscriptores (Yanes, 2003: 185). Tales mejoras también incidieron, con sus especificidades, en las revistas especializadas, que, como dijimos, conocieron su momento más boyante cuando, habiendo alcanzado el contexto insular el desarrollo suficiente, la legislación restringía el margen de maniobra de la prensa generalista.

Por entonces, en las cuatro décadas anteriores al estallido de la I Guerra Mundial, los diarios de las ciudades punteras del mundo occidental, caso de Nueva York, Londres o París, ya habían alcanzado tiradas millonarias al calor del desarrollo socioeconómico y la masiva alfabetización de sus mercados lectores, incluidas las clases populares, lo que les reportaba unos jugosos ingresos publicitarios que rebasaban, de largo, a los de las ventas9. Estas empresas informativas, además de constituir negocios muy lucrativos para sus propietarios, monopolizaban el servicio de la noticia en sus respectivos ámbitos de difusión al no acusar aún la competencia de la radio, lo que, unido a la independencia que les brindaba su autonomía financiera, hace explicable que estas décadas hayan sido catalogadas como la «edad de oro de la prensa» (Weill, 2007: 203-227). En España, sin embargo, donde el desarrollo socioeconómico era muy inferior y las tasas de analfabetismo tendían al 70 por 100 (Botrel, 1993: 303-379), el diario de mayor tirada a finales del siglo XIX, El Imparcial de Madrid, apenas colocaba en el mercado unos ciento treinta mil ejemplares (Seoane y Saiz, 1996: 30), al tiempo que su cartera publicitaria era insignificante frente a las de sus coetáneos estadounidenses, británicos y, en menor medida, franceses (Sánchez y Barrera, 1992: 171-177; Fuentes y Fernández, 1997: 135-183). En el caso de Canarias, el simple hecho de que ningún periódico, incluidos los diarios con mayor respaldo social, dispusiera de talleres propios a no ser que fuera propiedad de un impresor, habla por sí solo del retraso que sobrellevaba el sector en el, de por sí rezagado, contexto estatal dentro del internacional. Como en otras regiones periféricas, el periodismo seguía enfocado hacia las élites10 por la ruralización e incultura imperantes en la sociedad insular, al tiempo que la publicidad estaba a años luz de convertirse en un recurso comercial rentable para los negocios. Aún así, con unos ingresos tan parcos que apenas daban para cubrir los costos de producción y distribución de los ejemplares, los editores isleños supieron sacar al mercado una gama de publicaciones periódicas de tanta calidad que en nada desmerecen a las editadas en los enclaves más desarrollados de la Península.
Las ofertas informativas
Aunque es verdad que el minifundismo fue uno de los rasgos más característicos del periodismo decimonónico isleño, hasta el extremo de que más de la mitad de los títulos no pudo celebrar, ni siquiera, su primer medio año de vida, no es menos cierto que un buen número de ellos alcanzó cotas periodísticas realmente relevantes en aquel contexto tan adverso. Incluso en los tiempos del período isabelino, cuando la prensa generalista tenía vedada la política por las restricciones legislativas11, las Islas incubaron cabeceras de tanta altura discursiva como El Porvenir de Canarias (1852-1853) desde que asumió su dirección Agustín Millares Torres. Empeñado el acreditado historiador12, desde inicios de julio de 1853 hasta el cese de la publicación a finales de octubre del mismo año, en apoyar la reciente descentralización de la Región en dos subgobiernos con argumentos históricos, al ser replicado por la prensa de la isla rival en los mismos términos, pero con orientación antagónica, elevó a la Historia del Archipiélago al primer plano en las tertulias de la minoría letrada y, a través de las lecturas colectivas, en los mentideros de las clases populares. Otro tanto harían el también grancanario El Ómnibus (1855-1868) y el tinerfeño El Guanche (1858-1869) en el corto paréntesis en el que, a finales de los años cincuenta, estuvieron vigentes por segunda y última vez los dos subgobiernos13, a lo que, en el haber del segundo, hay que añadir el esfuerzo por llegar a todo el lectorado de Gran Canaria con la estrategia de ofrecer páginas especializadas sobre todas las comarcas de la isla al objeto de captar suscriptores en todas ellas. El afán informativo también había sido el aliciente de Pedro Mariano Ramírez de Atienza al promover, previamente, El Noticioso de Canarias (1851-1855) en Santa Cruz de Tenerife (Yanes, 2003: 118-119). Su escrupuloso análisis de los pros y contras de los Puertos Francos cuando el anteproyecto de ley, estando en estudio en Madrid, había desatado una irracional controversia entre los partidarios del proteccionismo y del librecambismo a través de pasquines anónimos, anunciaba una vocación que, luego, apuntaló con la adquisición de periodicidad diaria con carácter matutino al objeto de llegar, aprovechando la inminente generalización del correo diario en la isla, el mismo día de edición a las principales localidades de Tenerife.

Si relevantes fueron las cotas alcanzadas por la prensa generalista cuando ésta estaba condenada, por las restricciones legislativas, a ocuparse sólo de los intereses materiales, más lo fueron desde que las libertades permitieron a los editores tratar todos los asuntos de interés público, incluida la política. A ello contribuyó la débil polarización ideológica que, en contraposición a la radicalizada de la Península, experimentaron los órganos de los partidos políticos isleños al reflejar las especificidades de la idiosincrasia insular (Yanes, 2003 y 2017). Así, a finales de sexenio democrático, Las Palmas alumbraba un bisemanario masón y republicano, La Afortunada (1873-1874), con un ideario marcado por el progresismo atemperado, el racionalismo y el aperturismo al exterior, lo que unido a un cierto tirón regionalista y una acusada vocación de servicio público, le hizo granjearse un enorme predicamento en el espectro progresista de la sociedad grancanaria. Gestado en el seno de la masonería insular y, por lo tanto, sin atadura alguna con las cúpulas de los partidos políticos nacionales con sede de Madrid, la notable publicación estableció, en un sistema informativo tan rezagado frente al inglés o el francés como el español, una relación comunicativa con sus lectores basada, estrictamente, en la racionalidad, sin hipotecar su autonomía ni hacer concesión alguna a los devaneos insularistas (Yanes, 2017: 141-154). Años más tarde, en la entonces capital de la provincia de Canarias, Patricio Estévanez ponía en circulación al órgano republicano templado Diario de Tenerife (1886-1917) con el apoyo de la intelectualidad y el comercio de la isla. Editado en un formato al gusto anglosajón y con un acusado cosmopolitismo, hasta el extremo de abrir algunas secciones y los anuncios a los idiomas inglés y francés14, el novedoso diario combinó su talante ecuánime, que no neutral, con una clara vocación informativa que le permitió ampliar la relación de los suscriptores con la captación, además de los correligionarios, de la minoría ilustrada isleña que en la época demandaba, simple y llanamente, información.

Pero más destacados aún fueron, quizás, los logros de las revistas culturales que, en un generoso esfuerzo solidario, gestó la intelectualidad canaria con la finalidad de cultivar y difundir los patrones identitarios de la sociedad insular. La etapa más boyante del género, sin embargo, fue tan fugaz que, nada más emerger después del sexenio democrático, entró en declive desde la promulgación de la permisiva ley de imprenta de julio de 1883. Ello se debió a la irrupción, tras la supresión de las fianzas y demás trabas para tratar asuntos políticos, de unos editores organizados, las facciones políticas, cuyos órganos en prensa hegemonizaron, desde entonces hasta bien avanzado el siglo XX, el sistema informativo insular. Junto a la temática específicamente cultural, otro de los rasgos reseñables de los contenidos de estas revistas especializadas fue la resistencia a perder vigencia con el paso del tiempo, lo que hace explicable la numeración correlativa entre las páginas de los sucesivos números con vistas a su encuadernación en volúmenes a posteriori, esto es, a su ulterior reconversión en libros. También difirieron estas publicaciones de los órganos políticos por la amplitud de miras, de tal manera que mientras las primeras se abrieron a toda la Región, los segundos, al estar dirigidos a clientelas insulares parceladas por distritos electorales, constriñeron sus agendas informativas a la isla en la que residían sus candidatos y potenciales votantes. Tal circunstancia, unida a la rentable utilización del pleito insular para incrementar las tiradas, tanto en Tenerife como en Gran Canaria15, hizo que la prensa política generara, en una y otra isla, sendas visiones encaradas del Archipiélago al ser ambas tributarias de sus respectivas perspectivas insulares, lo que atemperaron las revistas culturales, aunque sin poder sustraerse a la pugna insularista en sus coyunturas más efervescentes16, con una visión más integradora de la Región.
1 Para confirmar la pronta aparición de Semanario Misceláneo Enciclopédico Elementar (1785) dentro del contexto estatal, basta con recordar la tardía incorporación del Archipiélago a la Corona de Castilla y, sobre tal retraso, las escasas veinticuatro ciudades peninsulares que habían dado vida, como La Laguna, a algún periódico impreso a finales del siglo XVIII (Sánchez y Barrera, 1992: 63-65). Más allá de las fronteras estatales, también resulta significativo el lanzamiento coetáneo, tan sólo nueve años antes, del primer periódico de Noruega escrito en lengua finesa, Suomenkieliset Tietosanomat (1776), uno de los países del llamado «paraíso de la prensa» por sus altos índices de lectura (Maestro Bäcksbacka: 1997).
2 En las casi siete décadas comprendidas entre 1785 y 1852, se editaron veintisiete cabeceras privadas en la zona Santa Cruz-Laguna, ninguna de las cuales circuló, al margen de otros vacíos que duraron meses, en los años comprendidos entre 1787-1807 y 1811-1834 (Yanes, 2005: 593-594).
3 Excepcional en todo el Estado fue el breve paréntesis de libertad de prensa que, entre inicios de enero de 1841 y mediados de marzo del mismo año, estuvo vigente en las Islas Canarias debido a la lejanía y las precarias comunicaciones de la época. Ello se debió a que la junta gubernativa constituida en Tenerife tras la huida de la regente de Isabel II, su madre María Cristina, restableció por su cuenta la permisiva ley del trienio liberal, lo que posibilitó la aparición, el 5 de enero de 1841, de dos bisemanarios en Santa Cruz de Tenerife, el progresista Folletín de Noticias Políticas y el moderado El Daguerrotipo, que entraron en polémica hasta el cierre de ambos por orden gubernativa (Yanes, 2003:110-112).
4 En este taller, el más moderno de los isleños en la época, «para moler tinta, impregnarla en los rodillos primero y en la lámina luego, tomar el papel y devolverlo impreso en el cilindro, sólo tarda tres segundos; arrojando por consiguiente una impresión de mil doscientos ejemplares por hora» (Yanes, 2003: 183).
5 Con el precedente del manuscrito El Crisol (1858) y, aunque sin poderse confirmar documentalmente, de otro previo intitulado La Crónica (1852) que citan fuentes diversas (Ferrer, 2014: 82-84).
6 En consecuencia, el número tan alto de publicaciones que circuló en el Archipiélago a caballo de los siglos XIX y XX, en lugar de hacernos pensar en una edad dorada del periodismo, nos debe hacer reflexionar en lo engañosos que pueden resultar los datos cuantitativos cuando no están matizados con las debidas valoraciones cualitativas.
7 La primera fotografía inserta en una publicación diaria isleña la localizamos en noviembre de 1894 en Diario de Tenerife (1886-1917), a más de tres décadas antes de la llegada del fotograbado al Archipiélago. Con el mismo procedimiento artesanal que requería días de trabajo, Patricio Estévanez promovería a inicios de 1903 el quincenario ilustrado Arte y Letras (1903-1904), del que consiguió editar veinte números con un repertorio fotográfico sobre las Canarias de la época (Yanes, 2003: 183-184, 361-362).
8 Tres lustros antes que El Noticioso de Canarias había circulado el primer diario editado en Canarias, El Atlante (1837-1839) del propio Pedro Mariano Ramírez de Atienza, con tanta antelación en el contexto estatal que, por ejemplo, precedió en dos décadas al primer diario editado en una ciudad tan importante como Bilbao, que no salió al mercado hasta 1858 (Fernández Sebastián, 1986: 587-601).
9 El proceso conllevó la gestación de los tres modelos de prensa contemporánea a partir de lo acaecido en los Estados Unidos: el sensacionalista con The New York World de Joseph Pulitzer, el amarillista con The New York Journal de William Randolph Hearst y el de élite con The New York Times, sobre todo, en las casi tres décadas en las que Carr Van Anda se hizo cargo, entre 1904 y 1932, de la jefatura de redacción (Álvarez Fernández, 1992: 52-75).
10 El elitismo del sector iba de la mano del lenguaje retórico y ampuloso de los redactores, tal y como ilustran los términos con los que el periódico tinerfeño El Teide (1865) anunció, en octubre de 1865, la inminente puesta en marcha de una empresa de vapores interinsulares: «El día de nuestro triunfo se acerca; la patria de los Iriarte, los Viera y los Lugo cantará triunfante al consignar en su Historia los nombre de los vapores Rita, Guanche y Canario al surcar las aguas de nuestro mares para llevar a todas nuestras islas la antorcha de la civilización» (Yanes, 2003; 88).
11 De ahí que, antes del cometido ideológico que abrió la libertad de prensa, el periodismo canario y, en general, español, estuviera inmerso en una etapa esencialmente literaria, lo que hace explicable el interés científico que ha despertado ésta entre los estudiosos de dicha materia (Martín Montenegro, 1990).
12 Pionero del estudio histórico de la época aquí tratada y por él mismo vivida en carne y hueso (Millares, 1977: 27-100).
13 En concreto, los dos subgobiernos de la provincia de Canarias estuvieron vigentes desde el 17 de marzo de 1852 hasta el 3 de marzo de 1854 y, luego, desde el 27 de enero de 1858 hasta el 12 de febrero de 1859 (Yanes, 2019: 28-119).
14 Tales rasgos, que evidencian la vocación cosmopolita de la que siempre ha hecho gala la prensa isleña, se pueden constatar desde otras perspectivas a la vista de la edición del semanario The Tenerife News (1891) en el Puerto de la Cruz (Yanes, 2003:268) y, con el cambio de siglo, de la revista The Canary Islands Review, luego titulada The Canary Islands Gazette (1903-1904) en Las Palmas (González Cruz, 2003); ambas publicaciones promovidas por la colonia británica y escritas íntegramente en inglés.
15 Hasta tal extremo de que un modesto semanario literario editado en Santa Cruz de Tenerife, El Álbum (1887-1893), cuya tirada apenas rebasaba el centenar de ejemplares, agotó en abril de 1893 el millar que sacó en una edición extraordinaria con artículos que defendían el mantenimiento de la Capitanía General de Canarias, cuando estaba en estudio su posible división, en la entonces capital de la provincia (Yanes, 2003: 252).
16 Por ejemplo, a pesar de su inequívoca vocación regional, la Revista de Canarias (1878-1882) de Elías Zerolo, en lugar de mantenerse neutral, se vio obligada a alinearse del lado tinerfeño cuando la prensa de las dos islas centrales del Archipiélago se intercambió en bloque, a inicios de los años ochenta, sendos manifiestos de condena en uno de los capítulos más convulsos del pleito insular (Yanes, 2003: 183).