Diálogo con Jorge Rodríguez Padrón seguido de Aquello en lo que todavía no se cree

Un diálogo con el académico Rodríguez Padrón y una reflexión sobre libro Modernism & Translation

Daniel Barreto

Doctor en Filosofía. Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias (ISTIC)

Diálogo con Jorge Rodríguez Padrón

Tu último libro publicado Modernism & Translation (A partir de “Gerontion” de T. S. Eliot), en la colección Sobrescritos de la editorial Mercurio, tiene su origen en una ponencia que impartiste en el seminario Modernismo. Literatura y traducción, coordinado por Nilo Palenzuela en la Casa-Museo del Poeta Tomás Morales en Moya, Gran Canaria entre el 6 y el 8 de noviembre de 2019. Lo que a primera vista podría parecer una reflexión erudita sobre la traducción de poesía en los diferentes modernismos europeos, se descubre después como una meditación sobre la crisis de la cultura contemporánea y sus paralelismos con la Europa de entreguerras. El modernismo y la misma idea de traducción se convierten en puntos de arranque para preguntar por la relación entre el lenguaje literario, la poesía y el bloqueo civilizatorio en que nos encontramos. Y, sin embargo, en el libro apuntas que esta deriva comienza con la intención de comparar al Alonso Quesada de Caminos dispersos con el Eliot de los años veinte. En tu libro anterior (Alonso Quesada. Los otros. El mismo, Polibea, 2019) ya habías trazado proximidades entre Quesada y autores como Vallejo, Mansfield, López Velarde o Pessoa. ¿Qué te conducía a leer, superpuestos, a Eliot y Quesada?

A ver si consigo explicarme; ya te he dicho que ando torpe de reflejos. Las cuestiones que me planteas no solo son capitales para entender la modernidad en su conjunto, sino cuanto esa modernidad nos dejara en su momento y que, todavía hoy, padecemos… Hablo de estos últimos años… Ante todo, debo agradecerte que me digas que -en ese ensayo mío que citas- se propone un “reflexión erudita” sobre la traducción… No me creo capaz de haber conseguido una cosa así; ni considero que mi experiencia como traductor dé para tanto; y menos, si hablamos de abarcar “los diferentes modernismos europeos”. ¡Qué más quisiera! Pero, mira, esto sí: el esfuerzo que he hecho ha sido mayúsculo -sobre todo porque llevo años apartado del oficio- para pensar en la crisis de nuestra más próxima modernidad que, yo entiendo, reproduce -tal cual- la de hace ahora un siglo (1918-1939), lo mismo en el ámbito socio-político que -esto en particular- en lo cultural y en la creación artística y literaria… Porque, a mi entender, se trata de una crisis de lenguaje, como fuera entonces la que propició la aparición de las vanguardias, en las que tanta fe pusimos, engañados, tal vez, por los profetas de su prestigio… Eso -te decía- considero que se reproduce ahora, tal cual: hemos regresado a ese mismo punto y nos precipitamos (a la vista de lo que sucede, no de lo que pasa: ten en cuenta el discrimen que hace José Bergamín); nos precipitamos -decía- hacia similar derrumbamiento. Basta anotar síntomas y situaciones de ahora y hacer un simple cotejo con los de entonces…

En cuanto al lenguaje, como decía, yo me veo -y cada día más- imposibilitado para utilizar una lengua que no reconozco como mía, pero que se me impone a la fuerza; y, al propio tiempo, percibo que -a mi alrededor y entre quienes nos dedicamos a estos menesteres de la palabra- tampoco se entiende la lengua que yo hablo (o escribo)… Es descorazonador… Esta pamema de las mascarillas, para mí mordazas, refleja muy bien este estado de cosas. No. No me voy por las ramas: todo tiene que ver. Así que, cuando me planteo esa traducción, me detengo en “Gerontion”: ese breve poema (de un libro que Eliot publicara en 1920) me permite llegar adonde ahora me encuentro, a la misma encrucijada en que me veo obligado a detenerme y pensar un poco… Tiempo atrás -digo décadas, eh- pretendí traducir The wasteland, pero me vi absolutamente incapaz. ¿Lo podría traducir hoy? Tampoco estoy muy convencido…

Y está ese otro asunto. En el comienzo de mi ensayo, advierto cómo sentí la necesidad de superponer la trayectoria de Eliot a la de Alonso Quesada, en esos años veinte de Los caminos dispersos; como ya había hecho con otros poetas no españoles, en ese libro de Polibea… Pero hube de dejarlo todo pendiente, para cuando me hallara mejor dispuesto. Cierto es que los leo, al uno y al otro, y oigo notables coincidencias; que algo podría decirse al respecto y que sería bueno explicar qué… Hasta ahora -debo confesarlo- no he podido. Y más que superponer a ambos escritores en esa lectura; lo que creo necesario establecer es un diálogo entre ellos, entre sus dos escrituras. ¿Tendré fuerzas en algún momento? Dejémoslo estar…

La posibilidad de romper con todo “formulismo expresivo”, como lo llamas, y la apertura de la existencia hacia lo nuevo y desconocido van juntos. ¿Por qué vinculas esa ruptura con las fuerzas de la oralidad que empujan en la escritura literaria? Por ejemplo, consideras que esa es una de las claves de la “voz libre” o liberada de James Joyce.Y sin él, como sin Eliot, por cierto, es imposible comprender el modernism.

Debo decir, ante todo, que yo no entiendo la escritura literaria (y mucho menos la poesía) sin el movimiento y palpitaciones del habla del sujeto que escribe; sin que me transmita una respiración… Pues, de no ser así, y es lo que lamentablemente ha sucedido siempre en literaturas como la española y la francesa clásicas, aferradas al modelo renacentista italiano (en ambas, la defensa e ilustración de la lengua por encima de todo); en ellas -intentaba decir- lo que hace el escritor (y hoy es lo que hace; en España, cuando menos) no va mucho más allá de cumplir, aplicadamente, con un modelo… Nuestra poesía, dada su imposición clásica, quedó aferrada al compás silábico y al redoble sintáctico; se impidió siempre que el habla impusiera, en cada caso, su ritmo natural, esa forma personal de respirar la lengua que hubiese abierto un camino propio a lo nuevo, a lo diverso, a lo diferente… Como no se hizo así, en la literatura (y en particular en la poesía) la gramática, y la retórica construida sobre la gramática, han hecho imposible todo lo anterior. Pero también, por cierto, en lo que llamamos nuestra vanguardia. No tuvimos, por ello, modernismo; y tanto se desconfió de él que apenas se prestó oído a las voces que procedían del modernismo insular. Más grave aún: hoy, escritores, críticos y hasta editores creen -a pie juntillas- en lo bien que resultan esos torpes pies de foto que la poesía (y más, la más joven) ponen a la realidad, a las emociones o sentimientos, y hasta reducen la memoria a la mera sucesión de recuerdos de tiempos idos… Tamaña torpeza.

Hablas de la voz libre o liberada de James Joyce, como la de Eliot, para comprender el modernism. Yo he pensado siempre en que la clave de todo se halla en la asunción, con toda normalidad, de ese principio occidental de la memoria europea que, hacia fines de la Edad Media, se desliza desde su límite atlántico para fundirse con el principio oriental mediterráneo, en las universidades o estudios de París, por ejemplo; o que alimenta la corriente provenzal que dio voz propia a la nueva poesía en el norte de Italia… Algo que quedó al margen de la reflexión crítica posterior; o que se entendió ajeno o extranjero en el caso de la literatura española, fuera clásica o moderna. De manera que, cuando llegamos a la modernidad (desde el romanticismo, digo) en España, sobre todo por lo que atañe a la poesía, la ruptura se asume también como una nueva retórica que se maneja para que, quien escribe, lo haga sobre seguro, no quede desplazado, ni lleve las de perder.

¿Puede hablarse entonces también de una experiencia afín ante el lenguaje entre Quesada y Joyce?

Si hay una experiencia afín -que la hay- entre Joyce y Alonso Quesada, no es tanto por lo que sus escrituras puedan parecerse entre sí (en mi libro de Polibea que citas, el capítulo que titulo “Miradas hacia el Norte” de ese asunto trata), sino porque ambos escritores parten de un mismo principio: la escritura como aventura existencial y poética; y por ese camino transitaron los dos, en tanto insulares y en tanto usufructuarios de una lengua a la que no tenían por qué respetar gramaticalmente, como traté de decir hace un momento. Es una simple anécdota, lo sé; pero creo que valdrá: visitaba en Dublín, hace algunos años y durante la celebración joyceana, la casa en donde se conserva la habitación (de una atmósfera algo sórdida, por otra parte) en donde vivió y escribió Joyce: la cercanía humana que me transmitió vino a remitirme, inmediatamente, al que siempre imaginé contexto en el cual Alonso Quesada viviera sus días y, en particular, sus noches. 

En el libro afirmas con contundencia que no puedes encontrar en el español literario canonizado la aventura existencial y poética que brilla en la ruptura romántica europea y que revive en el modernismo. ¿Por qué ha sido así en España? ¿Crees que el pensamiento de Américo Castro podría ayudar a comprender esta situación? ¿Qué opinión te merece la tesis de Castro? La literatura escrita en español, según tu lectura, da la espalda a las corrientes que darán lugar a la modernidad literaria. Para Castro, como luego para Jiménez Lozano y Juan Goytisolo, la expulsión de judíos y moriscos, así como la omnipresencia de la Inquisición, construyen lo español como desconfianza y sospecha frente al diferente. La identidad española parece constituirse entonces sobre una cadena de exclusiones. Se impone entonces la ansiedad de denostar y denunciar al diferente porque se teme la alteridad dentro de uno mismo. Creo que hay paralelismo entre el diagnóstico que haces tú desde Cernuda sobre el ausente romanticismo español y la visión de fondo sobre la historia y la cultura española de Américo Castro. ¿Cómo ves esto? Eso, por un lado. Por otro, me gustaría preguntarte lo siguiente. En esa tendencia a lo que llamas el “autoabastecimiento” y la sumisión al canon de la literatura española, ¿qué lugar ocupan Juan de la Cruz y Teresa de Ávila? Según una observación del poeta Antonio Martín Medina, la “mística española sería la tradición secreta de la modernidad literaria europea”. Así parece deducirse del proyecto de tesis no realizado por José Ángel Valente. La amplia circulación en Inglaterra de traducciones de Teresa de Ávila habría sido decisiva para el universo de los poetas metafísicos ingleses como John Donne.

Con todo lo anterior, me parece, queda explicada (hasta donde alcanzo) esa carencia del español literario. Tú añades, ahora, un elemento que creo fundamental, si bien con algunos matices. Por ejemplo, fui lector de Américo Castro en mis años universitarios; no he profundizado, sin embargo, en el estudio de sus propuestas; tal vez, porque he sido siempre muy escéptico en cuestiones de historia. Me ha parecido otra retórica a la que se avienen los discursos críticos: su orden interesado de los hechos, su sumisión a modelos ideológicos, han venido muy bien para fijar criterios y no arriesgar más… Así, lo que me dices de Américo Castro y de José Jiménez Lozano (escritor, éste, más que interesante, pero menos celebrado públicamente, si te fijas) no se halla condicionado por un discurso político previo; algo que sí sucede con Juan Goytisolo, que está en eso, y su prestigio le viene de ajustar el suyo a un planteamiento previo y previsible. Por descontado: cierto es que la expulsión de judíos y moriscos (¿religiosa, política, económica?) sería decisiva para que se abriera una brecha cultural -insalvable ya- en nuestra personalidad histórica y, mucho más, cultural (incluyendo aquí lo religioso en tanto ingrediente fundamental del pensamiento). Ahora bien, cuando reflexiono en esto, me pregunto: ¿el obligado exilio se produjo sin dejar nada detrás? Porque mi memoria -y de la forma más natural-se ha nutrido de toda esa concurrencia de corrientes y caminos de pensamiento; y cuando, ahora, el discurso correcto obliga a mirar en una sola dirección, me digo qué ignorancia mueve a estos presuntos conversos… Sí, me preocupa, y mucho, cómo se ajusta la cultura a un dictado doctrinal; porque ése fue también el ajuste de cuentas religioso, y nunca se quiso entender la religión como religatura (valga la palabra) a la memoria que nos ha hecho, a su pluralidad.

De ahí que, como dices y tienes toda la razón, los místicos vengan a ser los raros de nuestra literatura clásica; aunque desde dentro mismo del ámbito religioso, que no abandonaron y en donde siempre se sospechó de ellos. No se plegaron al canon poético y literario dominante, a aquella retórica a la cual me refería al principio de nuestra conversación: la suya no es una escritura sujeta a un orden previo; pero sí cuenta con una voz y con una respiración propias. Citas a Antonio Martin que habla de los místicos como de “la tradición secreta” de nuestra modernidad literaria… ¿Secreta? Bien que se supo siempre de su presencia; bien notoria que fue su influencia y hasta buen ruido crítico generaron; bien seguidos y perseguidos que fueron… José A. Valente, sí, se detuvo en el ser y razón (y sinrazón) de los místicos; pero yo diría (si leemos con atención, queda claro) que amaga pero no da; como Goytisolo, antes, procura eludir conflictos y ajustar su reflexión al modelo… De Valente, me ha importado más, siempre, lo que explica acerca de la conexión literaria entre España e Inglaterra en el siglo XVII: en lo referente a la poesía metafísica, con Donne en primer lugar, cuyas “influencias directas resultan indemostrables” -así dice; y opta por el término influencias, algo que, desde el punto de vista de la crítica, elude muchos compromisos… Pero también en lo referente a la prosa, sea en la literatura de devoción, sea en la narrativa (la picaresca o Cervantes) que alimentaría después -y de qué modo- la novela inglesa del XVIII… A estas cuestiones, por cierto; y a la ausencia de un escritor como Milton en la poesía española del Siglo de Oro, me refiero con detalle en mi Lectura de Europa que, espero, llegue a publicarse algún día.

Aquello en lo que todavía no se cree

La crisis de sentido global se inscribe en nuestra relación con las palabras. La demagogia, el imperio del eslogan y la degradación del lenguaje a mero instrumento se abren paso en el vacío creciente de la “cultura”. A tomar conciencia y a la vez distancia de ese agujero negro ayudan los poetas y sus mejores lectores, entre quienes contaremos siempre al crítico literario Jorge Rodríguez Padrón (Las Palmas, 1943). Lo demuestra una vez más en su último libro, Modernism & Translation (A partir de “Gerontion”, de T. S. Eliot), publicado en la colección de Eugenio Padorno, Sobrescritos, de la editorial Mercurio. La lectura nos conduce desde el inicio a lo que Nilo Palenzuela ha llamado la “palabra desplazada”, aquella que por su descuadre podría recusar las jerarquías establecidas y conjurar la sumisión que exigen “los empoderados” (p. 21)

La escritura desplazada es discreta. Tiende a adoptar formas presuntamente menores, como el comentario y la traducción. Solo presuntamente, pues en realidad la traducción toca aquel nervio de la experiencia poética por el que puede circular el resto no dicho y, con ello, reabrir el pasado. Rodríguez Padrón condensa toda una filosofía de la traducción cuando declara «ser fiel a la palabra antes que al significado; mi traducción será traslación del inglés al español, claro; pero, también, traslado de aquel a este momento; como si desde allí yo hablara aquí» (p. 16). No consiste única ni principalmente en transferir ideas entre códigos. La reducción de la palabra a informática es precisamente parte del problema. La sociedad de la información apunta a la extinción de la palabra viva, respirada. Por eso se trata de oír las voces de los otros, y de otro tiempo, dentro de la propia voz. E incluso del propio cuerpo. Porque, como explica y hasta confiesa el autor, el eclipse social del habla afecta a la conciencia y el organismo de cada uno.

Y junto a la traducción así concebida, el comentario. Este se descubre como condición necesaria para el despliegue de la obra de arte que, si es tal, guarda un potencial inagotable. Lección aprendida en Friedrich Schlegel, Novalis y, sobre todo, en El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, de Walter Benjamin, a quien nuestro autor leyó con tino en su libro a mi juicio más importante, En la patria perdida (Huerga y Fierro, 2013). Para aquellos teóricos alemanes, hablar del rendimiento de la obra suponía focalizar su carácter objetivo, su autonomía. No consiste, por tanto, en proyectar sobre ella los significados que al intérprete le vengan en gana, sino atenerse a la iniciativa de sus leyes internas. La crítica deja de ser prioritariamente el juicio sobre la obra para convertirse en el médium de su expresión. Solo así puede el presente acoger el resto no realizado del pasado, como sucede en la traducción lograda. De ese resto depende que el futuro del arte no sea una repetición asfixiante de lo mismo.

En ese sentido Rodríguez Padrón comenta y traduce el poema de Eliot, escrito hacia 1920. A partir de “Gerontion”, como si apoyase las hojas en la ventana para calcar un dibujo, el crítico superpone dos momentos históricos: la Europa de entreguerras y nuestro presente. Eliot asistía entonces a «la descomposición de la memoria cultural que nos sustenta» (p. 30). Rodríguez Padrón observa esta época a la luz de aquella para calar su fisonomía y comprueba que poco o nada hemos aprendido aunque nos empeñemos en agrandar la amnesia bajo el recuerdo protocolario de la efeméride. Hoy aquella debacle se ha agudizado en una crisis de civilización. ¿Hay tiempo todavía para entender los signos que deberían hacer saltar todas las alarmas y echar el freno de emergencia a la maquinaria ciega que nos arrastra? 

Requisito primero es renunciar al autoengaño. Por eso el anciano meditabundo del poema afronta el “vértigo del vacío”. No lo enmascara con “significantes flotantes” y estratégicos, sino elige el cara a cara con la confusión. Reivindicar el propio límite, la debilidad, es un inicial gesto de resistencia: « ¿Qué esperar entonces, qué esperar ahora mismo, cuando se nos niega aquello que nos enfrenta a nuestras humanas limitaciones?» (p. 21). A la búsqueda de alternativas, «aquello en lo que todavía no se cree», dice Eliot, podría ayudar la palabra fuera de lugar: «el mismo desplazamiento del sujeto a los márgenes, el que reconozco, debo soportar en este momento» (p. 14). Pues el secreto para cambiar los tiempos que corren es precisamente la memoria de la debilidad y los márgenes. Recordar no es contar cómo le fue a cada uno en la fiesta, una versión del pasado que se arrima frente a la autoridad científica de la historia, sino una forma de conocimiento empecinada en señalar lo que falta. Por eso la memoria tiene que ver con nuestro acceso a la realidad. Y recuperar la memoria fue el desafío del escritor desplazado, el propio Rodríguez Padrón, cuando decidió orientar la mirada a la literatura europea después de haber buscado su identidad durante décadas en una lectura minuciosa de la poesía hispanoamericana. Confiesa haber descubierto que «el español literario (y esto desde su mayoría de edad clásica) ha estado en manos, por lo general, de autores y estudiosos empeñados en perpetuar el autoabastecimiento y la fidelidad a los cánones dominantes en cada época« (p. 10). 

Pero es también muy posible que no baste rescatar esa tradición a punto de fenecer, que Rodríguez Padrón sitúa “desde los amenes del Medioevo” al primer cuarto del novecientos. El rescate conlleva quizá otra indagación. Una pregunta que también haríamos a T. S. Eliot a propósito de su comprensión de Europa, nutrida en última instancia de contenidos cristianos secularizados que esta no puede justificar sirviéndose únicamente de la razón. Es preciso averiguar si la semilla de la amnesia no estaba ya en la corriente que acabó siendo predominante en Occidente, la que viene de Atenas y redujo la memoria a un mero “sentido interno”, como la define Aristóteles. ¿De dónde viene entonces esa otra concepción en que fiamos “aquello en lo que todavía no se cree”? ¿La que asocia la novedad del futuro al pasado pendiente? Europa necesita revisar por qué soterró la estela de Jerusalén. De ahí procede el genio de la memoria que nos falta.