La idea generalizada que se tiene sobre este escritor, Premio Canarias de Literatura en 1986, es la de un profesor que dedicó su vida al ensayo y a la crítica literaria quedando en un segundo plano, cuando no en el olvido, que fue también editor y poeta. Como investigador se centró, desde muy joven, principalmente en la producción literaria y artística de Canarias sin dejar de lado las publicaciones y los movimientos culturales europeos. Colaboró con Juan Manuel Trujillo en la creación de la Colección para treinta bibliófilos (1943–1945) y Cuadernos de poesía y crítica (1946), que dieron voz a los jóvenes poetas de la posguerra. Dirigió las colecciones poéticas Los Dioscuros (1949) en colaboración con Agustín Millares Sall y El Arca a partir de 1951 con Pedro Lezcano, si bien esta colección había nacido en 1947 con la publicación de Antología cercada en la que se implican Juan Manuel Trujillo y los poetas Agustín Millares, Pedro Lezcano y el propio Ventura Doreste al que siempre encontramos en todas las aventuras culturales de los años de la posguerra, unas veces como actor principal, otras como colaborador o animador. Su paso como director-conservador de la Casa de Colón en 1964 dejó la «creación de un centro de investigación americanista de carácter científico» con la inauguración de la Biblioteca Ballesteros. Con la llegada de Alfonso Armas Ayala en 1966 se desarrolla una política de publicaciones –a través de las ediciones del Cabildo y de los Anuarios de Estudios Atlánticos– que abarca antologías, monografías y manuales en los que «se presentan y estudian aspectos relativos a nuestras Islas y además se reeditarán obras que, por su rareza, por su importancia o por su antigüedad merezcan ser divulgadas». A Ventura Doreste se le debe el inicio de las Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria según testimonio de Alfonso Armas Ayala. También le debemos en esta etapa la divulgación de la obra de Fernando González, Clavijo y Fajardo, Agustín Espinosa y Pedro Perdomo, entre otros autores. Ya desde los años del Instituto fue el aglutinador de una generación de jóvenes escritores en torno a la singular biblioteca familiar que durante esos años era el paraíso imaginado por Jorge Luis Borges, un refugio para todo tipo de inquietudes culturales y vitales. Su conocimiento del mundo clásico –cargaba con el sobrenombre de Tito Livio– y su caudal lector les abre a sus compañeros de estudios ventanas a un mundo de lecturas inalcanzables en aquellos años de intrasigencias y prohibiciones. Ese magisterio se lo reconoce explícitamente en la Antología cercada Agustín Millares con el poema «El martillo del minuto» por haberle ofrecido unos versos de Louis Aragon. Si hacemos caso a Sebastián de la Nuez de él partió la idea de reunir a un grupo de poetas preocupados por la realidad social, política y existencial del momento. Alfonso Armas Ayala le reconoce «su celo como editor» en la mencionada antología y «el rigor y la tesonería» que hizo posible dar a luz un libro tan emblemático para la llamada poesía social de posguerra.
Los que lo conocieron personalmente y los que se han ocupado de su obra, lo tienen por un verdadero intelectual que para Domingo Pérez Minik siempre «funcionó por libre» y era «nuestro Alain», el pensador francés Emile-Auguste Chartier (1868-1951), conocido por los Propos, su pacifismo militante y por sus estudios sobre la estética, los cuales se alejaban de la concepción romántica de la belleza para centrarse en los aspectos técnicos que sostienen la obra de arte. Nunca ocultó Doreste su admiración por la obra de quien creía que el artista tiene la necesidad y la obligación de fijar sus pensamientos y que la poesía es el mejor vehículo para ello puesto que «todo pensamiento empieza por un poema». Ya en sus primeros trabajos de investigación apunta Doreste sus reflexiones sobre la literatura y el arte en general. Así en El periódico más antiguo de Canarias (1945) podemos leer una observación, todavía vigente, que define muy bien el pensamiento de nuestro autor y su concepción sobre la creación literaria y artística que aplicará a toda su obra tanto ensayística como de creación:
Siempre ha producido Canarias dos tipos de escritores: los que se refieren constantemente a los sucesos insulares, así generales como menudos, escritores que abundan; y escritores de tendencia universalista, cuyo número es escaso y para quienes las islas son una parte cualquiera desde donde se puede otear, con admirable curiosidad intelectual, todo el vasto orbe del espíritu. Hasta en nuestros días se dan estos dos tipos de escritores.
En su estudio sobre la obra de Plácido Fleitas (1950) afirma tres ideas definitorias de su pensamiento: Que el hombre y su destino son temas persistentes en la historia del arte. Que el arte contribuye a salvar a las personas. Que la obra de arte igualmente, y no entra en contradicción con lo anterior, es un comienzo en sí misma y un fin:
El hombre y su destino –no me canso de volverlo a escribir– son temas perennes para el arte auténtico. Y el arte absoluto, cuya autenticidad tampoco puede negarse, contribuye también, como individual y universal expresión, a salvar a la persona humana. La realidad, cuando sea necesario, debe resucitar bajo especie artística. El modelo, casi nunca seguido, perece, y queda la obra de arte, que es lo que importa, en definitiva. Pero la obra de arte muchas veces, en lugar de ser un resultado superior, es también un comienzo en sí misma y un fin: una creación absoluta.
Doreste creía en el valor moral de la cultura y lo pone de relieve en muchos de sus escritos. En su ensayo sobre Alonso Quesada, prosista (1960) refiriéndose a las Crónicas de la ciudad y de la noche podemos leer:
Hay más verdad en un libro de intención artística que en las menesterosas páginas de los periódicos. Alonso Quesada, además de ofrecer los más relevantes caracteres de los individuos en la isla, además de trazar con incisiva certeza unas costumbres, pone de manifiesto, como de paso, una de las causas del desnivel espiritual: la ascensión, mediante el dinero o los títulos académicos, de ciertos personajes internamente ínfimos. Esa baja calidad de alma producirá los más graves trastornos: el trastrueque de la verdadera jerarquía, el desdén hacia los mejores.
Para Juan Manuel García Ramos es un autor de cabecera, «es nuestro Alfonso Reyes» y podría ser también «nuestro Borges». Pero el mismo García Ramos advierte que esos paralelismos no pueden «debilitar» la singular personalidad de quien ha escrito Ensayos insulares y Análisis de Borges y otros ensayos. Resalta, además, su faceta de poeta y afirma que es un autor imprescindible en «cualquier historia digna de nuestra lírica insular». Sin embargo, tanto para Pérez Minik como para García Ramos es un intelectual de nuestro tiempo, comprometido «con la historia de nuestro país», con un sentido de la universalidad que lo hacía sentirse isleño y cosmopolita a la vez. Como intelectual y profesor desempeña un tipo de saber y de análisis que se enseña y recibe en la universidad, «modificando no solo el pensamiento de los otros, sino también el suyo propio[1]«Sobre el concepto de intelectual» por Christophe Prochasson en la revista Historia contemporánea, n.º 27 (2003). Universidad del País Vasco (UPV/EHU)». Y en esa tarea de modificación reside, según Michel Foucault, la razón de ser de los intelectuales. Asimismo, la función del intelectual es la de provocar la toma de conciencia por parte de la comunidad sobre la realidad en la que vive. En el prólogo a Cuatro conferencias de tema canario –edición de 1977 al cuidado del propio Ventura Doreste– le agradece a su autor, Gregorio Salvador, que haya estudiado con precisión y brillantemente, unos temas relacionados con Canarias para concluir que lo ha hecho «no según la perspectiva regional, sino universal, o sea, universitaria de modo absoluto». Doreste nunca renunció a este compromiso. El escritor Carlos Pinto Grote lo reconoce también como un verdadero intelectual, un pensador capaz de transmitir sus conocimientos de «alta docencia»:
Ventura Doreste nos aparece –en suma– como verdadero intelectual, raro e infrecuente espécimen en este mundo incoherente que nos ha tocado vivir, enseñándonos –he aquí una alta docencia– que el espíritu humano puede, frente a los avatares del destino, mantener la razón creadora que asegura al hombre con plena claridad la construcción de su universo. («Perfil de Ventura Doreste» a modo de presentación en Veintiún poemas)
Ventura Doreste nos aparece –en suma– como verdadero intelectual, raro e infrecuente espécimen en este mundo incoherente que nos ha tocado vivir, enseñándonos –he aquí una alta docencia– que el espíritu humano puede, frente a los avatares del destino, mantener la razón creadora que asegura al hombre con plena claridad la construcción de su universo. («Perfil de Ventura Doreste» a modo de presentación en Veintiún poemas)
Como ensayista y crítico literario dejó su huella en revistas tan prestigiosas como Ínsula, Papeles de Son Armadans, Revista de Occidente, Espadaña. También en L’Herne, de París; en La Torre y en Asonante, de Puerto Rico. En Unicornio, de Argentina y en Al-Motamid, publicada en Larache. En Canarias encontramos su firma en la prensa y en revistas literarias como Mensaje, Millares, Alisio, Planas de poesía y Fablas, entre otras. Ciertamente el ensayo y la crítica constituyen su mayor y primera ocupación como confiesa él mismo en el citado prólogo a Cuatro conferencias de tema canario:
En la niñez yo empecé a componer relatos y evocaciones a la manera de Azorín, y tímidas glosas al margen de los libros viejos según el modo de Jules Lemaitre. En las horas iniciales de la adolescencia, la lectura de los estudios de Taine y de las Cuestiones gongorinas de Alfonso Reyes, el descubrimiento de El espectador orteguiano y de Las máscaras de Ramón Pérez de Ayala dibujaron —tal vez para siempre— mi vocación de ensayista. […] No mucho más tarde, repasando en la vasta biblioteca paterna la colección total de la primitiva Revista de Occidente, hube de experimentar otro deslumbramiento decisivo. En dos números hallé sendos artículos de Dámaso Alonso, en los que se estudiaban «Espadas como labios» y «La destrucción o el amor» de Vicente Aleixandre; estos dos ensayos y un tercero del mismo crítico, «Claridad y belleza de las Soledades», reafirmaron mi vocación de incipiente filólogo.
A esa vocación de filólogo le debemos la primera traducción –seis poemas– de la poeta Emily Dickinson en España, editada por la colección El Arca en 1954, si bien fue Juan Ramón Jiménez el primero que introdujo la poesía de esta autora al incorporar algunos versos suyos en Diario de un poeta recién casado.
A pesar de su dedicación a la investigación, nunca dejó de escribir poesía. Así la Revista de Occidente lo incluye entre los poetas actuales en el Diccionario de Literatura (1949) en el que es citado, además, como ensayista y crítico «colaborador asiduo de Ínsula». Su obra poética, dispersa por revistas y periódicos, apenas tiene presencia en las antologías de la lírica, aunque Enrique Azcoaga lo pone en su antología Panorama de la poesía moderna española de 1953 (Editorial Periplo, Buenos Aires) con tres poemas –«Soneto», «Guerra en la paz» y «Elegía»–. Manuel González Sosa lo elige para Siete poetas canarios (Ediciones Poesía de Venezuela, 1967) y Lázaro Santana lo incluye en Poesía canaria (Tagoro,1969) con tres poemas: «Palabra de Agustín» aparecido en el libro La estrella y el corazón (1949) de Agustín Millares; «Poema» y «La realidad», dos composiciones de 1966 publicadas en Cartel de las letras y las artes, el suplemento literario de Diario de Las Palmas. Muchos años después lo volveremos a leer en dos antologías de poetas canarios elaboradas por el poeta Javier Cabrera que homenajean la figura y obra de Federico García Lorca (Mercurio, 2016) y Antonio Machado (Mercurio, 2019). Su obra poética es breve y está formada por los siguientes libros: Ifigenia. Fragmento de la Anagnórisis (1943), Dido y Eneas (1945), Sonetos a Josefina (1946), Seis décimas a sus amigos (1951) y Veintiún poemas (1984). Los dos primeros constituyen un ejercicio lleno de virtuosismo poético que resalta su conocimiento del mundo clásico, la perfección métrica y el manejo de los recursos poéticos. Con Sonetos a Josefina –escrito entre los años 43 y 46– se libera del corsé del clasicismo para perderse en los sentimientos verdaderos que provoca el amor. Son versos en los que se intuye la influencia de los poetas del 27, en especial de Vicente Aleixandre y de Miguel Hernández a quien, sin nombrarlo –pesa la censura del régimen– dedica en ese mismo año el soneto «Mudo, Dios mío» publicado en el número 16 de la revista Mensaje un año antes de la Antología cercada. Presentes todavía los rescoldos de la guerra, se resalta con un tono elegíaco que su poesía y sus ideales permanecen vivos iluminando a las nuevas generaciones:
Mudo, Dios mío, mudo y demudado por la presión aleve de la muerte, amigo, ¿no verás cambiar la suerte del hombre sobre el suelo mancillado? Ay, aquel rayo tuyo ¿ya ha cesado de quemarte en pasión y de encenderte el breve cuerpo que hoy descansa inerte bajo el estéril campo acribillado? Sin ti, sin tus potentes llamaradas que la meseta hubieran encendido hoy se duermen las filas fatigadas. Mas no toda tu fuerza se ha perdido, que a las aves sostienen enramadas hijas de tu fervor y tu latido.
Pero su verdadera personalidad poética aflora en la Antología cercada que, como ya se ha dicho hasta la saciedad, es todo un manifiesto de una nueva generación de poetas que marcarían el inicio de una nueva poesía comprometida con la sociedad de su tiempo. Poesía para la disidencia y poesía para colectivizar los sentimientos. Hay algunos indicios vehementes que dejan entrever la mano de Ventura Doreste en el resultado final de la antología que consta de nueve poemas. Agustín Millares y Pedro Lezcano participan con dos cada uno, José M.ª Millares y Ángel Johan con uno. Ventura Doreste incluye tres poemas. En cuanto a la extensión, los poemas de Agustín Millares y Ventura Doreste ocupan respectivamente ocho páginas frente a las cuatro de Lezcano o las tres de J. M.ª. Millares y A. Johan. Otra curiosidad para ser resaltada: Doreste ocupa la parte central del poemario. Son cinco poetas y él aparece en el centro, lo que sugiere que fue Doreste el que propuso reunir en una antología a unos poetas preocupados por la situación política y humana dentro de un estado en el que se sienten cercados y vigilados. Alfonso Armas Ayala lo certificaba así: «Su celo como editor había quedado demostrado en la Antología Cercada […] El rigor y la tesonería de Ventura hizo posible dar a luz un libro, estigmatizado por la censura y premonitorio dentro de la poesía social española». Sobre el orden de los poetas hay que hacer notar, como señala Carmen Ruiz Barrionuevo, que nuestro autor gusta «de ordenar sus ensayos orquestándolos en busca del libro unitario en lo que hay también un cierto fetichismo numérico» tal como él mismo reconoce en su contestación a los presentadores de Análisis de Borges y otros ensayos (1986) en la que hace gala de esta obsesión:
Si Ensayos Insulares ofrece sus distintos capítulos articulados en torno al número dos y sus múltiplos, como hube de explicar en sazón oportuna, y si Veintiún poemas brinda asimismo una particular simetría, según advirtieron algunos críticos –Sebastián de la Nuez, José Luis Cano–, yo pretendí que Análisis de Borges estuviera organizado en torno al número tres y sus múltiplos.
De los poemas de este cuaderno poético se han ocupado certeramente Sebastián de la Nuez, Lázaro Santana y Jorge Rodríguez Padrón, entre otros estudiosos. Los tres destacan de Doreste la técnica poética y la originalidad en el planteamiento de los temas. Sus poemas tienen una fuerza insólita que ofrecen, en palabras de Jorge Rodríguez Padrón, «un testimonio crítico de mayor dureza» con respecto a los otros poetas y con un despliegue de recursos poéticos que subrayan la firmeza de la denuncia: «son los hombres lobos de los hombres» y la certeza de la esperanza liberadora: «será la libertad el hombre mismo». Plantea Doreste temas atemporales y universales por estar deslocalizados. Los tres poemas ( «Un puerto del Oriente», «Guerra en la paz» y «Las dos ciudades») poseen una fortaleza poética que se hace evidente por el manejo del ritmo, la disposición de los elementos temáticos y la belleza de las imágenes que no restan contundencia a los temas planteados: la denuncia del capitalismo, las injusticias en las que viven los trabajadores, el antibelicismo y el sueño esperanzador de la libertad materializado «en la ciudad esperada, ciudad libre/ donde los corazones no palpiten/ consumidos por odios invisibles». Los tres poemas se sitúan claramente en el contexto de una España en la que están todavía presentes los efectos de una guerra en la que triunfó el fascismo. Por otro lado, desde 1945 Europa está supurando las heridas de la Segunda Guerra Mundial. En Canarias, tal como señala José Alcaraz (1995), la situación política e internacional había dejado hundido el comercio y la actividad portuaria por la caída en picado de las exportaciones y «la paralización del comercio de importación y la reducción de la renta real hasta límites cercanos a la pura supervivencia». «Un puerto del Oriente» es un extenso poema de cincuenta y ocho versos, pensado para ser recitado en voz alta frente al público, que combina endecasílabos y heptasílabos repartidos en trece estrofas. En los primeros versos aparece la denuncia:
Un puerto del Oriente
es como un hormiguero gigantesco
que está a punto de ahogarse;
un puerto del Oriente
tiene diez mil obreros desnutridos
que trabajan cruelmente para una
Reina invisible y dura: el Capital.
Un puerto del Oriente
es como un estercolero del negocio,
o como una autopsia de miseria humana.
Esta introducción descriptiva, con unas figuras retóricas en las que la hipérbole queda encerrada en el símil, es impactante por la fuerza expresiva que se mantiene a lo largo del poema y consigue atrapar al lector por la plasticidad de las imágenes. Los trabajadores, los diez mil obreros desnutridos, están deshumanizados, son despojos, «una autopsia de miseria humana». Animalizados y cosificados por el Capital que impone sus leyes sobre la economía. El puerto, que se convierte en el símbolo de la explotación y de la injusticia, nos remite a alguna colonia de Asia. La mención de los parias, el arroz y los elefantes nos sitúa en un puerto de la India dependiente todavía de Gran Bretaña. Los obreros trabajan cruelmente para una Reina invisible y dura que se identifica con el capital. La tensión dramática en el poema aparece en forma de sueños dominados por la lujuria. El vino y el sexo como evasión de una realidad marcada por el látigo: «Pues no siempre de arroz viven los hombres, /ni para fardos ni elefantes viven». No hay idealización de estos trabajadores cruelmente explotados:
Podridos cargadores cuyo vino
enciende sueños de sirenas dulces,
con senos como flores levantadas
por un furioso viento…
Podridos cargadores que anhelan dormir con las mujeres de los rubios pilotos extranjeros quienes son vistos como serpientes o medusas, fríos y distantes, ante la miseria humana. Dos mundos enfrentados, radicalmente opuestos. Por un lado, la realidad mugrienta del puerto y el sueño lujurioso de los portuarios; por otro, las mujeres blancas y los pilotos, representantes simbólicos del poder de la metrópoli:
En un puerto de Oriente
también puede crecer la flor del sueño
con sirenas lejanas, de apretadas caderas
y ojos fosforescentes, y una risa de oro,
y un fuego por los flancos:
esperadas sirenas
con los senos celestes, erguidísimos.
Pero el látigo, símbolo de la esclavitud colonial, rompe el deseo sexual y fermenta el odio del Oriente. Cuánto nos recuerda a Alonso Quesada. Hay mucho de ese desprecio quesadiano hacia lo inglés y también de su ironía. Para Jorge Rodríguez Padrón el poeta utiliza un lenguaje muy quesadiano al enfrentar el «mundo exótico de una colonia oriental y la delicada belleza occidental con la doliente explotación del hombre por el hombre».
El segundo poema «Guerra en la paz» formado por siete estrofas de cinco versos endecasílabos no da respiro al lector, no hay aquí atisbo de ironía ni de esperanza. La paradoja del título se resuelve con la presencia de la muerte y el estribillo machacón y pegajoso: «Son ya los hombres lobos de los hombres». Ventura Doreste parte de una idea muy actual, «la paz es mucho más que la ausencia de guerra», puesto que la paz es el respeto a los derechos de las personas, es justicia social y es convivencia. Todo lo contrario de la paz de los cementerios. España había terminado una guerra de trincheras, de simas y pozos, pero bajo la dictadura continuaría la violencia y el terror. Las heridas que dejó la guerra siguen abiertas. La paz impuesta solo deja muerte porque hay una guerra silenciosa en la que «no reconoce el hijo al padre», «donde son los hermanos enemigos», «donde son libres los puñales negros». Una paz en la que andan sueltas «balas asesinas», «donde los niños mueren solitarios/ y andan las madres con los pechos muertos». Todo nos lleva a un espíritu de venganza y esta impone el miedo. Se confunde el día con la noche y el mar, «cuerpo vastísimo de cólera», nos remite a los barcos prisión, a las sacas con cadáveres arrojados al mar. Los elementos naturales y necesarios para la vida se han corrompido: «las aguas queman la garganta», «los vinos saben como sangre». Se impone el silencio y la muerte: «muere la voz guillotinada». En palabras de Rodríguez Padrón es una poesía «que arrastra a quienes la oyen» con el propósito «de soliviantar, de arrastrar, de sacar de sus casillas a conciencias dormidas». Denuncia Doreste una guerra silenciosa propia de los regímenes totalitarios que atentan, como la guerra, contra la vida. Dictadura y guerra suspenden el Estado de derecho y por tanto los derechos más elementales de las personas:
Donde respiran sangre los pulmones;
donde la boca exhala mil blasfemias;
donde los niños mueren solitarios
y andan las madres con los pechos muertos:
son ya los hombres lobos de los hombres
Parte de la idea de que no puede haber paz sin el ejercicio y disfrute de los derechos humanos. Las imágenes, rotundas y violentas, están reforzadas por el ritmo de los endecasílabos, la anáfora, el paralelismo, las hipérboles y la gradación de los elementos enumerados. Toda esta exhibición desinhibida de recursos literarios persigue conmocionar a los lectores. Contribuye a ello el tono de letanía remarcado por las repeticiones y el estribillo «son ya los hombres lobos de los hombres». Según confesión del propio poeta a Sebastián de la Nuez esta composición está inspirada en los poemas bíblicos del poeta francés Pierre Emmanuel. El poeta describe una realidad con las enumeraciones de los elementos que la componen y un coro imaginario repite constantemente el estribillo al final de cada estrofa:
Donde las aguas queman las gargantas;
donde los vinos saben como sangre
y está sangre con aire confundida;
donde muere la voz guillotinada:
son ya los hombres lobos de los hombres
En el tercer poema «Las dos ciudades» no renuncia Doreste a la esperanza, al sueño de la libertad materializado en «la ciudad esperada, ciudad libre/ donde los corazones no palpiten/ consumidos por odios invisibles». Recurre una vez más al endecasílabo, veintiséis tercetos de rima asonante monocorde que a Sebastián de la Nuez le sugieren «un tono de angustiada voz profética que plañe su salmodia en el desierto». El poema cargado de simbología –Sodoma, ángeles flamígeros, látigos, fuego, paloma– contiene todos los elementos denunciados en el anterior, pero vislumbra en forma de canto la libertad soñada y siempre esperada. La ciudad utópica, la ciudad universal, intemporal, la ciudad de la fraternidad es la ciudad de todos, «de las cándidas doncellas», «de la desnudez y la pureza», la ciudad «de la libre primavera»; en definitiva, la ciudad de la belleza, la armonía y de la justicia social. La ciudad deseada es la ciudad del futuro, la reencarnación de un mundo utópico y divino. Al mismo tiempo representa, idealizado, el mundo interior del ser humano. Frente a la putrefacta Sodoma apegada a las riquezas materiales emerge «de la altura más hermosa» la ciudad –una Jerusalén que no se nombra– que encarna la existencia eterna, la plenitud. El triunfo de un mundo ideal contrasta con el mundo real simbolizado por Sodoma cuyo final es morir bajo la llama liberadora. El sueño, la utopía, consiste en construir una ciudad en la que la belleza y la armonía acompañen a la palabra y la libertad de sus habitantes:
Oh ciudad esperada, ciudad libre
donde los corazones no palpiten
consumidos por odios invisibles.
Oh ciudad de las cándidas doncellas,
y de la desnudez y la pureza.
Oh ciudad de la libre primavera.
Ven a nosotros, ven, como paloma
que viene de la altura más hermosa.
Ven, ciudad, con el verbo que enamora.
Y besarán tus pies los libres mares.
Te regará, libérrima, la sangre,
oh ciudad de los hombres incansables.
La palabra será como respiro.
Sera la libertad el hombre mismo:
su espíritu, su cuerpo, su suspiro.
Sin duda, estamos ante un poeta auténtico que se muestra como tal en pensamiento, sentimientos y en el manejo de las herramientas poéticas. La brevedad de su producción, y su escasa presencia pública como poeta, no puede dejar en un segundo plano la calidad de su poesía en lo formal y en lo ideológico. Después de Antología cercada, Ventura Doreste no abandonará la escritura creativa. Nos deja una obra dispersa en revistas y periódicos a la que podemos seguir el rastro gracias a la bibliografía elaborada por la escritora y compañera de vida, Josefina Zamora. En su último libro Veintiún poemas (1984) reúne una parte de esa obra desperdigada a la que le da un sentido unitario al estructurarla en cinco partes: «Elegías», «Poemas de andar y ver», «Poemas amorosos», «La realidad» y «Metafísicas». No corresponde ahora entrar en detalles analíticos de los poemas seleccionados, aunque sí apuntar algunas ideas que definen su discurso poético. Supone este poemario un recorrido existencial, a modo de recapitulación, por los temas que han ocupado su vida: la poesía, el amor, el poder de la palabra, la libertad, el paso del tiempo, la amistad, la infancia, la memoria y el dolor por España. Los poemas seleccionados obedecen al ritmo del tiempo en que son reunidos y publicados. Aunque por los temas abordados, por las formas poéticas elegidas y sobre todo por el lenguaje poético se puede afirmar que son atemporales. Pero hay que situarlos en el contexto de quien se encuentra en la atalaya de la vida y recopila con la claridad de la experiencia aquellos elementos definitorios de su existencia sin abandonar su conciencia social. Estamos en 1984 y todavía persisten los temores sobre el futuro de un país que se resiste a dejar atrás el pasado más reciente. En este contexto, al poeta le duele España y Veintiún poemas está traspasado por este dolor. Si en Antología cercada sus poemas constituían una denuncia desgarrada de una realidad humana y social, que estaba alimentada por el sueño platónico de la ciudad libre, ahora hay una mirada reflexiva sobre el pasado y el presente. Una mirada que explora a través del discurso poético lo que hemos sido y donde estamos o, como lo expresa Emilio Lledó en El silencio de la escritura, poetiza «la simbiosis del lenguaje que somos y el lenguaje en el que estamos». Me dejo llevar por el filósofo para observar que Ventura Doreste cree en la palabra, «el logos, el instrumento esencial de la convivencia» y por tanto «el logos es la posibilidad de arrancar al hombre del horizonte de la inmediatez». Solo así se entiende la selección de los poemas en esta su última publicación. De esta manera, las «Elegías» son para Federico y Miguel Hernández, que simbolizan un pasado marcado por las trincheras, el odio y la muerte. Sin embargo, la palabra de los poetas es inmortal. No se olvida el poeta de la infancia perdida y de la amistad. La temprana y repentina muerte del amigo Antonio Padrón –«pintor, soñador, músico»– convierte la elegía en un retrato del artista a la vez que es un bello y sentido canto a la amistad y al arte. Antonio Padrón es visto como un demiurgo, como el creador de un universo que con sus pinceles armoniza la isla: «colores de alegría sorda y honda/ levantaban: creaban nuevamente/el mundo de la isla». La cuarta elegía es para Chona Madera. Su admiración por la mujer y la poeta queda patente desde el mismo título, «Tránsito de Ch. M.» y en los versos finales: «Vives ya en plenitud, todo palpándolo, / definitivamente enmudecida». Para Sebastián de la Nuez «la constante vertebral de los veintiún poemas es la dualidad o antítesis entre la palabra y la nada» ya que «solo por la palabra podemos luchar contra la nada, solo por la palabra alcanzar la permanencia»
«Poemas de andar y ver» consta de tres composiciones que dan cuenta de un viaje por tierras de Andalucía y que le sirven al poeta para exponer la preocupación y el dolor por España con un cierto tono quevedesco y melancólico en «Itálica»:
Pisamos las hierbas vivas
y las piedras y el tiempo.
Pisamos a los otros,
nos pisamos también.
Historia, cielo, sol.
Nos vamos deshaciendo.
(Ay España, Pre-España
y España de mañana.)
Desilusión por la realidad y necesidad de creer en un mañana de libertad que cuesta soñar entre las ruinas: «Vamos entre las ruinas/y venimos de ruinas. / ¿Seremos solo ruinas?». En esa primera persona del plural se colectiviza la pena y también las dudas sobre el futuro. Hay desencanto y pesar pues el presente no era lo esperado para una generación que sufrió y luchó por un futuro exento de odios y en libertad. El futuro es y se ve incierto: «Pisamos, nos pisamos, /nos vamos construyendo/penosamente libres». Los otros dos poemas, «No solo la Alhambra» y «Visita», persisten en el mismo tema, con una intensidad lírica, en el primero, que llena de color la memoria y el alma del poeta bajo un cielo azul que no oculta un recuerdo –«Y en esta fuente clara/ se ven rastros de sangre»– que como una sombra se proyecta «a lo largo de España». Con ironía y un humor amargo se da cuenta de la visita al palacio de Las Dueñas de Sevilla, lugar de nacimiento del poeta Antonio Machado. El deseo de visita y de homenajear al gran poeta cuyos restos reposan en Francia se ve impedido por una «verja española» y un «uniforme español» que tanto nos recuerda a Alonso Quesada:
Vano intento:
el hombre de uniforme,
el español portero de uniforme,
el que está en todas partes
uniformado siempre,
el dictador de entradas y salidas
dice, nos dice, terca y firmemente:
– Lo siento, profesores. No se admiten visitas.
Desilusión, frustración y resignación:
Y tras ella miramos,
sentimos, consentimos,
inventando las sombras,
rehaciendo esta tarde
la sombra de Machado.
Cuando ya son conscientes de que la visita es imposible aparece «el breve sonido aristocrático de imperiosa bocina» y entonces «cede la verja, suave y prestamente» para que penetre «un auto deportivo». La melancolía de la tarde sevillana se ve acrecentada con «una amplísima verja inmune y española» que divide a la sociedad en dos mundos encontrados. El atardecer se hace lentísimo en la primavera sevillana como lentísimos son los cambios en una España que quiere dejar atrás un pasado de sombras. En el aire de esta visita se respiran los versos de Machado de los poemas VI y VII de Soledades y la misma tristeza.
Los «Poemas amorosos» resaltan el amor y la palabra, pilares que sostienen la existencia. El amor que vence a la nada, al vacío, cuando se mira en el otro al igual que los sonidos se convierten en palabras y adquieren sentido cuando alguien las escucha:
Maravillosa perfección: oh nido
en que vibran palabras que no tienen
ni espiritu ni nada y que convienen
a la paz de ese mármol consentido
En inefable música asonada
ya dentro de mi ser en luz resuenas,
y eres luz vencedora de la nada.
En «Insomnio», la soledad, la ausencia de la amada y su recuerdo mantienen en vigilia al poeta y transforma la noche en claridad de «absoluto diamante». Tal es la fuerza del amor que llena de luz y de resplandor el alma del poeta. La imagen íntima de la amada construye la memoria y el conocimiento para «hacer transparentes las tinieblas». En «Irma» recuerda y celebra el nacimiento de su hija, el gozo más grande que da sentido a una vida y llena de luz –«Alba eres tú»– la existencia.
Las dos últimas partes de este poemario, «La realidad» y «Metafísicas», contienen los poemas más extensos e intensos y consta de cinco poemas cada una. Se aborda el poder de la palabra transformadora pues son las palabras las que dejan constancia de la existencia. El verbo que enamora y la palabra que libera constituyen el eje de «Palabras para Agustín»:
La libertad del hombre sois vosotras,
palabras sin cadenas, puros cuerpos de luz,
palabras de desnudas alas blancas.
Libertad y palabras: sois una misma cosa
cuando la luz sonora se derrama,
cuando al fin se repliega
el silencio mordido
y del sueño renace la aurora presentida.
Estos poemas de «La Realidad» se asientan en la idea –ampliamente desarrollada por Emilio Lledó– de que «no hay tiempo humano sin ‘antes’, sin memoria, sin lenguaje». Sugieren estos versos aires quesadianos con añoranza de la infancia. El alma del poeta se identifica con el paisaje isleño:
Este mar me contempla,
inmenso y absoluto,
mientras navego solo:
huerfano suspendido
de tu recuerdo,
patria diminuta.
Cierro entonces los ojos
y penetro en mi alma:
tiempo interior, abismo
de la propia memoria.
Lo que no le impide reconocerse en «otra piel», y en «otros surcos», en España, «única patria mía», bética o castellana, la patria de la lengua común, de los poetas amados. En «Realidad» se insiste en la remota infancia, el «paraíso perdido», y en la búsqueda de la luz imposible:
Entonces (todavía con esperanza niña)
quise buscar la luz en las alturas.
Pero el cielo, plomizo y distanciado,
sin amor gravitaba
sobre mi alma desnuda,
sobre
mi patria
entera.
En el poema «1936» el poeta se traslada a un tiempo feliz, una infancia en libertad, repleta de imágenes que conforman un mundo de sueños que de pronto se oscurece. Se cierra esta parte con «Sepharad», el mito, el sueño de una España en paz en la que las variadas lenguas compondrán una voz «unimismadamente» y «sobre la liberada piel de toro/ se alzará Sepharad» y será la patria de todos, la tierra prometida.
Para Sebastián de la Nuez es «en los poemas metafísicos donde estalla la lucha entre el ser y el tiempo, entre la palabra y la nada». «Metafísicas» está dedicado al poeta Pedro Lezcano, con quien mantiene una fuerte unión en las ideas y comparte una profunda amistad. El primer poema, «Fuego», parte de un poema de Lezcano –«Canción de Empédocles»– que celebra los cuatro elementos (aire, fuego, tierra y agua) que constituyen los principios del vivir: «La vida es volar, arder, / soñar, cantar y morir». Doreste no cierra el ciclo de la vida y rechaza el agua –«El agua, no: que transcurre» –, el río del tiempo que apaga el fuego. Profundiza en la teoría del filósofo que señalaba que los cuatro elementos materiales tenían reacciones diversas según se mezclaran o se separaran a través de los principios del amor y de la discordia para finalmente triunfar el ser:
¿Fuego los dos? Alegría.
Fuego y viento: dos amantes.
El agua, no: que transcurre.
Fuego y viento: ventanales.
Nadie. Ni tú ni yo. El ser,
¿límites precisos? Nadie,
nada. El ser no se define:
cristal, sol, cielo que arde.
Solo la palabra escrita permanece, resiste a la nada y vence al tiempo. En este convencimiento se asienta la poesía de Ventura Doreste y en particular estos veintiún poemas. Al final queda el logos que sustenta la vida y la luz, que combate la noche, la nada, el vacío. La búsqueda de la luz, de la armonía, sostiene la existencia y acerca al poeta a la eternidad. Prevalece, pues, la palabra y el pensamiento a pesar de las dudas:
¿Y cuánto durará al alba figura
que diariamente alzo
tan solo con la nada y con la pluma
entre los dedos leves del espacio?
¿Y para qué construyo lentamente
este desnudo ser de solas sílabas,
este perfil de sones no perennes,
bajo las raudas ondas de la hidra?
Me construye y deshace el dios del tiempo
en diamantes de espacio.
Aquí la isla, el sol, el mar y el viento:
aqui lo oscuro y el más limpio blanco.
Sobre estos veintiún poemas y su obra poética escribió Sebastián de la Nuez que en Ventura Doreste «hay un anhelo constante de perfección formal que comienza siendo clásica y termina superando todos los ismos, sin dejar nunca su equilibrio entre la palabra organizada y el pensamiento apasionado». En su poesía hay un derroche de recursos poéticos que nos resulta natural porque en todo momento nos resulta creíble su anhelo de perfección a través del amor y la palabra creadora, buscando una perfección casi mística. Así lo supo ver y expresar Chona Madera con clarividencia poética en el poema que le dedicó, «Hasta que tú no eres pocos somos» perteneciente a La voz que me desvela (1965), y que no me resisto a reproducir:
Oh tú, dimensión -la más trascendente- que
nos desbordas
una vez conocido el rumoroso ser,
que “Amor” se llama.
Que apenas si soñada, si presentida
a pesar de ir tan dentro,
surgiendo al nuevo “conocimiento”
sin posible medida, inmensa ya, incalculable.
Que tan sólo te basta el feliz “encuentro”
para que empecemos a crecer, a revelarnos
el que hasta allí no fuimos.
Mas el que por tus espacios
(insospechada inmensidad) llegue a ascender,
a remontar sus alas
una vez liberado,
rotos por ti sus menguados límites y de pronto,
descender se sienta (imprevisible es su ley),
inútil le serán las fuerzas de su espíritu
a sostenerle,
ya que a su corporal pequeñez
se precipita.
Pero bástele haber llegado a tan diáfana altura,
que si breve en el tiempo
y aunque regresado y ya su pecho
sepultura se sepa
de esa muerte,
el “Amor” -la máxima ventura le
fue dable.
Que aquí, ser despertado (por esta condición
de eternos Lázaros,
la plenitud
lograda es sólo
en la pareja)
pronunciando palabras nuevas, distintas,
alumbradas desde lo más profundo;
desde el más entrañado “yo”
hasta allí aprisionado
como jamás pudo cárcel alguna,
ya
nada más alto,
aunque la vida dure, y el corazón a sus mil cosas
nos convoque.
La poesía de Ventura Doreste Velázquez (1921-1986) resiste manifiestamente el paso del tiempo y además tiene la suficiente identidad, a pesar de la brevedad de su obra, como para merecer un lugar destacado dentro de su generación poética. Posee un estilo singular que lo diferencia de sus compañeros de generación tanto en las formas poéticas como en la manera reflexiva de abordar los temas. Carmen Ruiz Barrionuevo lo ve como el ensayista y crítico literario que formula «nítidamente las pautas de su juicio literario: universalismo, ponderación, superioridad de espíritu frente al chascarrillo anecdótico y la mera acumulación de datos» lo que convierte su obra ensayística en obligada referencia para conocer la literatura escrita en Canarias a la que siempre pone frente al espejo de la universalidad. Ricardo Gullón lo reconoce ya en 1951 «como uno de los más destacados prosistas de la generación joven […] testimoniando una inteligencia que se complace en el manejo de las ideas». Con una visión universalista y con una prosa muy personal y rigurosa construyó un edificio literario cimentado en el mundo clásico, el siglo XVIII, lo hispanoamericano y la producción literaria y artística de Canarias. Como poeta siempre navegó en busca de la isla Utopía bajo la bandera de la palabra en un intento de construir una ruta hacia la luz, hacia el conocimiento, para ser y estar en libertad. Y esta es su verdad poética.