La emergencia del padre en Oda Al Atlántico

La figura del padre aparece de forma tardía y contundente en la obra de Tomás Morales con una doble característica

Miguel Pérez Alvarado

Poeta y ensayista

Para poder abordar el asunto que nos convoca, conviene que llevemos a cabo un doble movimiento interpretativo, solo aparentemente contradictorio[1]Este texto es un fragmento de un ensayo mayor, de próxima publicación, dedicado a interpretar la emergencia del padre en la obra de Tomás Morales y Alonso Quesada. En concreto, se adelanta aquí el primero de sus apartados, destinado a situar la … Seguir leyendo. En primer lugar, y a partir de una lectura general, proponemos constatar que la figura del padre aparece en su obra con una doble característica: lo hace de forma tardía, pero, al hacerlo, se presenta con una fuerte contundencia. Dicha irrupción sucedería en la forma de una apelación directa en el último fragmento de Oda al Atlántico. Como veremos a continuación, se trata de una auténtica emergencia del padre. En su doble acepción. Porque lo vemos, de golpe, aparecer ante nosotros; y también, porque parece ser convocado allí con carácter de urgencia, respondiendo a una imperiosa necesidad. Pero, para entender lo que verdaderamente está en juego en este asunto, conviene que a continuación realicemos una lectura más atenta, matizando la condición tardía y enfática de dicha aparición. Leyendo la emergencia a contrapelo. Vayamos por partes. 

Como acabamos de señalar, la aparición del padre en la obra de Tomás Morales no tiene lugar hasta el fragmento XXIV de Oda al Atlántico, escrito, como sabemos gracias a Sebastián de la Nuez (1973: 14-17), hacia 1919. La mención aparece en los últimos versos de un texto de especial relevancia para la tradición insular:

¡Atlántico infinito, tú que mi canto ordenas!
Cada vez que mis pasos me llevan a tu parte,
siento que nueva sangre palpita por mis venas
y, a la vez que mi cuerpo, cobra salud mi arte…
El alma temblorosa se anega en tu corriente.
Con ímpetu ferviente,
henchidos los pulmones de tus brisas saladas
y a plenitud de boca,
un luchador te grita ¡Padre! desde una roca
de estas maravillosas Islas Afortunadas…

Se trata de un gesto especialmente llamativo, porque oportunidades previas para hacerlo no le han faltado al poeta, que dedicó una parte fundamental del Libro I de Las Rosas de Hércules a los asuntos de evocación familiar. En aquellos poemas, de los cuales podemos citar como ejemplo la sección Vacaciones sentimentales o también el poema «Recuerdo de la hermana», los personajes familiares (los antepasados, los amigos de la infancia, la tía Rosa, la hermana, la madre…) se cruzan por la poesía de Morales sin que llegue a nombrarse nunca al padre. En «Canto subjetivo», Morales llega incluso a caracterizarse a sí mismo a través de la figura del abuelo («soy como un buen abuelo que ha robado un juguete / por contentar al niño que en nuestras almas vive…»), haciendo lo que, desde la perspectiva del tema que nos ocupa, podría considerarse un auténtico bypass que sorteara las complejas implicaciones de las relaciones paternofiliales. La única excepción se daría en «Serenata», en cuyo estribillo se le atribuye al Conde la paternidad de tres hijas («Tiene el Conde tres doncellas / rubias como el sol de mayo»). En todo caso, dicha mención no invalida el panorama general que acabamos de describir, ya que se trata de una alusión indirecta y de evocación ambiental dentro de un poema menor en el conjunto de la obra de nuestro poeta. 

Por otro lado, la condición de emergencia con que –arrebatadora– surge el padre en el último poema de Oda al Atlántico, queda también ratificada porque, drásticamente, su figura desaparece en lo que resta de la producción poética de Morales. Es cierto que en la «Alegoría del otoño» se atribuye al sol una condición paternal («El padre Sol retoza, robusto semental»); también que en el poema que celebra el centenario de la muerte de Luján Pérez los ciudadanos de la capital grancanaria son vistos como vástagos del imaginero, pues la ciudad «festeja al ausente por la voz de sus hijos»; o que los poemas que evocan la memoria de los antiguos maestros articulan el sentido de la relación de estos con sus discípulos a través del cauce alegórico de la relación paterno-filial (en el poema dedicado a Diego Mesa de León, los colegiales «hacia él íbamos todos en infantil allego / presintiendo una nueva paternidad en él», y en el dedicado a Fernando Inglott, el homenajeado, «a falta de hijos corporales, / miró en lo espiritual su descendencia»). Pero estamos siempre ante ejemplos en los que o bien se trata la figura del padre con cierta superficialidad, al modo de metáfora de uso común, o, si lo hacen con mayor profundidad, sirven para confirmar el sentido ya otorgado a la figura en la Oda.

Pero, como señalábamos más arriba, no sólo llama nuestra atención que el padre tarde tanto en llegar a la poesía de Morales, sino que, además, lo haga de la forma en que lo hace: después de haber permanecido entre bambalinas, aparece ahora adoptando la forma de un auténtico grito. No sólo porque así lo proclame literalmente el poeta, sino también por las circunstancias enfáticas con que se carga en ese instante su escritura: la palabra padre aparece entre exclamaciones, con la inicial en mayúscula a pesar de estar en medio de una frase y marcada por la anomalía tipográfica de la cursiva, que no había sido empleada en toda la Oda. Si estos elementos, internos al propio poema, fueran pocos, es inevitable añadir que el énfasis gana enteros cuando se constata que la aparición tiene lugar en los versos finales de uno de los momentos cenitales de la obra del poeta de Moya. 

Hasta aquí, el primer movimiento interpretativo al que aludíamos al principio, aquel que corrobora las notas de excepcionalidad y contundencia enfática con que el padre aparece –y desaparece– de la superficie poemática moralesiana. A continuación, nuestra lectura a contrapelo, aquella que nos obliga a matizar y complejizar excepcionalidad y énfasis. 

Para matizar la afirmación de que el padre no formaba parte del mundo poético del Morales hasta la irrupción del grito del poeta ante el Atlántico, conviene poner el foco en la estructura organizativa que subyace a Las Rosas de Hércules. En concreto, nos referimos al papel que en dicho conjunto cumple el papel del viaje (y el hogar). No se trataría aquí de proponer una exposición del tema del viaje (y el hogar) en los poemas que escribió Morales, sino de levantar una lectura que tenga a ambos como una de sus fuerzas estructurantes. Para poder llevar a cabo esa lectura, proponemos de entrada centrar nuestra atención en un poema muy significativo en la singladura creativa de nuestro escritor, «De sí mismo», colocado por Morales a modo de Preludio en el inicio del Libro II. La relevancia de este texto, situado en la clave de bóveda que une los dos libros de Las Rosas de Hércules, ya ha sido puesta de manifiesto por otros antes que nosotros. A modo de síntesis representativa podríamos citar aquí la opinión de Oswaldo Guerra Sánchez (2011: 123), quien, apoyándose también en lo dicho por críticos como González Sosa o Sánchez Robayna, considera que «el poema es toda una declaración de intenciones e ilustra de modo explícito la superación de una etapa de silencio poético, al menos en lo público, que se sitúa entre 1910 y 1914». Esto corrobora que «De sí mismo», más allá de los motivos que subyacieran al silencio que le precedió, es el resultado de una crisis y una voluntad de reorientación, es decir, que constituye un instante poético que proyecta su luz tanto hacia atrás como hacia adelante. Un verdadero quicio hermenéutico. 

En relación con ello, y dejando para el tercero de los apartados de este ensayo la exposición de lo que este poema significa a la hora de interpretar la evolución de la poesía moralesiana, queremos centrarnos ahora en un elemento que aflora explícitamente en sus estrofas y que conecta de forma directa con nuestro enfoque. Nos referimos a la sexta estrofa, en la que el poeta, que invoca a la Musa ofreciéndole a cambio su arrepentimiento por el modo de proceder en el pasado, declara lo siguiente: 

Iluminado de rubor interno,
me da vergüenza de la acción liviana
y vuelvo a ti, como al hogar paterno
el hijo, en la parábola cristiana…

Lo importante aquí no es tanto haber encontrado un antecedente de mención explícita al padre –aunque esta, a diferencia de lo que sucede en la Oda, sea indirecta, pues remite a la condición (paterna) del hogar, y no al padre mismo; lo importante es el motor alegórico que sustenta no solo dicha estrofa, sino el poema entero: la parábola del hijo pródigo. Sin entrar por ahora en la interpretación concreta que parece hacer Morales de ese pasaje bíblico, sí queremos destacar que dicha parábola expone precisamente una relación de fuerzas entre el viaje y el hogar, articulando el conflicto y las transformaciones de identidad entre un padre y sus hijos a través de las figuras de la huida y el regreso. La existencia de dicha estructura narrativa, si nos tomamos en serio el valor que en la poesía de Morales tiene lo que Oswaldo Guerra Sánchez (2011: 28-30) denomina «sintaxis mitológica», nos obliga a presuponer que esta mención a la parábola bíblica puede tener un valor proyectivo, aunque sea oculto, sobre el conjunto del poemario. Podemos así, guiados por este presupuesto, lanzar una mirada hacia aquello que el poeta coloca antes de su regreso (arrepentido) al hogar (paterno), y rastrear si en la obra de Morales se dan aquellos momentos mínimos que justificarían el valor interpretativo que según nuestra opinión dicha parábola aporta a nuestro enfoque. Dichos momentos deberían ser dos: el instante que propicia, en conflicto con el padre, la huida del hijo, y aquel en el que el hijo se ve a sí mismo ante la necesidad de la reconciliación con el padre a través del regreso. 

Quisiéramos abordar en primer lugar el segundo de ellos, pues creemos que no existe dificultad en identificarlo. De hecho, se encuentra en las páginas inmediatamente anteriores a «De sí mismo», cerrando el Libro I de Las Rosas de Hércules, en el célebre «Final» de la sección Poemas del Mar

Yo fui el bravo piloto de mi bajel de ensueño,
argonauta ilusorio de un país presentido,
de alguna isla dorada de quimera o de sueño
oculta entre las sombras de lo desconocido…

Acaso un cargamento magnífico encerraba
en su cala mi barco, ni pregunté siquiera;
absorta, mi pupila las tinieblas sondaba,
y hasta hube de olvidarme de clavar la bandera…

Y llegó el viento Norte, desapacible y rudo;
el vigoroso esfuerzo de mi brazo desnudo
logró tener un punto la fuerza del turbión;

para lograr el triunfo luché desesperado,
y cuando ya mi brazo desfalleció, cansado,
una mano, en la noche, me arrebató el timón…

El conocido poema es la culminación de una colección de sonetos estructurados precisamente en torno a la idea del viaje de ida, refiriéndose los doce primeros a los prolegómenos de la partida, en torno al espacio del puerto, y los que se suceden entre el decimotercero y el último a la descripción de un peculiar itinerario en barco que se caracteriza por acabar en suspensión: ni llegada a puerto final, ni regreso al punto de partida. El valor estructurante que tiene el viaje en Poemas del mar ya ha sido puesto de manifiesto, entre otros por Sebastián de la Nuez, Eugenio Padorno, Andrés Sánchez Robayna, Oswaldo Guerra Sánchez y, más recientemente, Belén González Morales. También ha sido reconocido el carácter abierto en que queda dispuesta la energía acumulada en los poemas anteriores por la aparición ambigua de esa mano que en la noche arrebata el timón al protagonista del poema. Oswaldo Guerra Sánchez (2011: 23-24), por ejemplo, ha referido que los sonetos que se refieren propiamente al periplo están vinculados con «la incertidumbre, la desorientación, el tránsito hacia lo desconocido, tal y como, a modo de conclusión, se resumirá en el broche de oro que es la composición “Final”», en cuyos últimos versos, queda el «yo poético (subjetivo), abocado a una posible fatalidad». La ambigüedad con que Morales cifra la posibilidad misma de que acontezca o no dicha fatalidad, localizada en los dos últimos versos del soneto e intensificada por el final del poema (y con ello de toda la sección y del Libro I), ha generado, de hecho, una interesantísima variedad de interpretaciones. Como ha sintetizado Belén González Morales (2015: 261) en su tesis doctoral, accesible en internet, algunas de estas interpretaciones presupondrían que tras los puntos suspensivos del verso final se sugiere una fatalidad realizada (una reinterpretación del destino del Palinuro virgiliano en la versión de Eugenio Padorno, o la propia muerte en la de Sebastián de la Nuez), mientras que otras, como la de la propia Belén González, se orientarían a considerar que la mano que emerge en la noche impide el desenlace fatal del sujeto lírico, pues su irrupción aludiría al «reemplazo del piloto, un relevo que garantiza la continuidad del viaje». 

Separándonos de las lecturas anteriores, aunque sin posicionarnos necesariamente en contra de su validez, la interpretación que proponemos aquí sostendría que, si bien dicha ambigüedad es inherente al texto en tanto soneto aislado, una lectura que tenga en cuenta la disposición que le otorga Morales en el conjunto de Las Rosas de Hércules nos permite proponer un sentido alternativo. En concreto, leído a la luz que le proyecta «De sí mismo», «Final» sería el momento en que la aventura que llevó al sujeto a alejarse del hogar ha alcanzado su punto culminante –y por ello también el más arriesgado y radical–, lo que le enfrenta a la necesidad de regreso. Como puede deducirse de lo anterior, nuestra propuesta supone interpretar que la mano que arrebata el timón al piloto expuesto a la deriva (y quizás a un fatal desenlace), no es otra, en sentido simbólico, que la mano del padre. 

Pero con esto solo habríamos identificado el segundo de los instantes que, como señalábamos más arriba, justificaría el valor proyectivo de la parábola del hijo pródigo sobre el conjunto de la obra de nuestro poeta. Tal y como venimos comentando, nuestra hipótesis no tendría sentido completo si no encontráramos el punto de arranque, es decir, la instancia en que se abre la posibilidad de interpretar el conjunto del Libro I a partir de un gesto de huida del hijo, en concreto, una huida originada en el conflicto con el padre. Una tarea que pudiera parecer difícil de cumplir, pues como hemos afirmado al principio, el padre no aparece mencionado en la poesía de Morales hasta Oda al Atlántico, posterior a los Poemas del Mar. Y, sin embargo, nuestra opinión es que basta una leve lectura a contrapelo para darnos de frente con él, y no escondido entre unos versos cualesquiera, sino en el propio pórtico del Libro I: «Canto inaugural». 

Como se sabe, dicho texto fue escrito con posterioridad al conjunto de los poemas que componen el Libro I y a los que, como hace «De sí mismo» respecto de los poemas del Libro II, preludia. Esto no hace sino enfatizar el papel estructurante que cumplen los elementos contenidos en él, pues ha sido escrito desde la conciencia del lugar que ocupa el poema en el propio libro. En ese sentido, y siguiendo de nuevo a Oswaldo Guerra Sánchez (2011: 55), debemos tomar en consideración que la elección que hace Morales de la figura de Hércules como personaje protagonista del poema (y del título del poemario entero) no se dirige tanto a ambientar su arte con un esteticismo de regusto clásico, sino que se constituye «como elemento vertebrador de este poema (y aun de todo el libro)». Eso sí, al hacerlo, el poeta «prescinde del grueso de los episodios que conforman el ciclo de los “trabajos de Hércules”, para escoger cuidadosamente aquellas secuencias que le permitirían ilustrar toda una declaración de intenciones para el conjunto de su obra: la pugna entre lo masculino y lo femenino, la fuerza y la belleza, el vigor y la intuición…». Oswaldo Guerra Sánchez abre aquí los puntos suspensivos, y nosotros aprovechamos la ocasión para añadir la sugerencia de una nueva pugna: aquella que se da entre el padre y el hijo. 

En concreto, consideramos que esa tensión puede localizarse en la peculiar manera que tiene Morales de transcribir y reinterpretar una de las acciones que tiene lugar en el curso del décimo de los trabajos de Hércules, cuando el héroe, que atraviesa el desierto, viéndose mortificado por el rigor de los rayos del Sol, acaba disparando sus flechas contra el sol, provocando su ira. Estos serían los tercetos que contienen la reinterpretación moralesiana del evento: 

Del calor estival los acontecimientos,
sobre las desnudeces del héroe, punzadores,
eran cual un enjambre de tábanos hambrientos.

Molesto, el Numen siente remover sus furores
y la ínclita soberbia requiere arco y aljaba
contra los ofensivos, celestes resplandores.

En el cenit, magnífico, el Magno Ardor brillaba,
fulminando en un rapto de paroxismo ardiente,
sobre el mar y la costa, la cabellera brava…

Tiende la cuerda el ágil mancebo; de repente,
del curvado artificio por la sutil garganta,
parte la aguda flecha vertiginosamente.

¡Fue tan fiero el impulso, fue la violencia tanta,
que al recobrar el arco la primitiva hechura,
sintió el arquero, un ápice, ceder la firme planta!

Enojado el profuso monarca de la altura,
ante el enorme agravio del argólida fuerte,
cubrió la faz pletórica con densa nube oscura.

En nuestra opinión, aquí se encuentran presentes en medida suficiente los elementos que nos permiten identificar el instante de la transgresión del hijo. Para ello no es ni siquiera necesario que Hércules sea el vástago del Sol, pues según la mitología clásica lo era de Júpiter y Alcmena. Lo que aquí nos importa no es tanto la fijación de una relación de parentesco genealógico, sino demostrar que Morales se vale de la relación conflictiva entre Hércules y el Sol para canalizar alegóricamente aquella otra relación de conflicto que también se da, al menos en la cultura occidental, entre el hijo y el padre. 

En ese sentido, consideramos fundamental el significado que cabe atribuir en este contexto a la figura del sol, pues si por un lado resulta evidente su vinculación con la fuente de la vida, en la escena narrada también amenaza, en la aplicación rigurosa de su poder, con quebrarla. Es precisamente contra esa amenaza contra la que se levanta la reacción del hijo, que trata, atentando contra su autoridad celeste, de salvar la propia vida. Asimismo, Morales atribuye al Sol otros elementos que podríamos considerar iconográficamente asociados con la imagen de la paternidad, como son su posición de superioridad vertical o su condición monárquica. Por su lado, el carácter rebelde de la reacción de Hércules queda enfatizado por el arma y el tipo de ataque empleados, que cabría interpretar como un auténtico intento, alegórico, por cegar el ojo único de la esfera solar, la cual, como nos recuerda Juan Eduardo Cirlot (2004: 420), ha sido en muchas tradiciones vista como un ojo que «lo ve todo y, en consecuencia, lo sabe todo». Por último, Morales enfatiza la trascendencia de la condición transgresora del acontecimiento al describir la reacción que provoca en el propio cuerpo de Hércules como un acontecimiento primigenio:  

Por vez primera en toda su iluminada suerte,
un estremecimiento y un hálito glaciales,
correr los duros miembros, el temerario advierte…

Obsérvese que no solo estamos ante una experiencia nunca antes vivida por el héroe, sino que, para Morales, es la vivencia interior de lo que esa experiencia significa –y no una reacción concreta del Sol plegándose a la voluntad de Hércules– la que introduce el elemento de compensación al ardor externo en la forma de la percepción de un hálito glacial. 

Tenemos, pues, la descripción de un escenario de transgresión contra una autoridad patriarcal. Pero, ¿y la huida? Morales no se hace de rogar y la introduce en los tercetos que siguen:

Vuelve la vista en torno; cabe los matorrales,
trazando una ancha faja de penumbra olorosa
corría un largo seto de silvestres rosales.

Sobre el azul, calcando su plenitud umbrosa,
la voluntad turbada del nómada atraía
con atracción jocunda, fresca y maravillosa.

Insólito entusiasmo promueve su energía
y, arrojando las armas, prendas de su coraje,
hacia el vergel lozano los rectos pasos guía.

No podemos evitar señalar las similitudes que esta escena muestra también con otro relato fundacional relacionado con la transgresión, en concreto, aquel que narra en el Génesis el instante en que Adán y Eva, tras haber comido del árbol prohibido, tratan de ocultarse entre ramajes de la vista de Yahvé. Pero lo que nos importa es destacar lo que, como consecuencia de ese gesto de huida, sucede en el poema. De acuerdo con Morales, Hércules sufre una auténtica transformación de su identidad, pues, arrojando sus atributos previos –sus armas–, atraviesa el umbral que lo lleva al encuentro con las flores que lo avocan a una nueva relación con el mundo, aquella que se sostiene en el principio poético que dominará la aventura poética moralesiana en el Libro I: la ensoñación. 

En ese sentido, no puede ser casual que la narración que justifica el inicio de la aventura poética inserta en Las Rosas de Hércules se desarrolle, una vez acometida la transgresión que provoca la huida del hijo, de espaldas a la figura paterna que hemos venido identificando con el astro solar: 

Serenidad… Triunfaba del horizonte abierto,
de nuevo, el Sol magnífico; y en el silencio daba,
más estridente ahora, su pertinaz concierto

la cigarra sonora, y el Cosmos caldeaba
en su crisol el vasto designio de las cosas…
¡Frente al joven dormido, el claro mar sonaba!

Tal, olvidando un punto las gestas azarosas
–crepuscular paréntesis en las heroicas lides–
bajo un cielo del Lacio y un lecho de rosas,
soñó su primer sueño de amor el gran Alcides…

El sol, que ha dejado de ser «monarca» para aparecer ahora tan solo como «magnífico», se limita a cumplir su tarea natural relacionada con el caldeo vital del cosmos, mientras que Hércules, al que Morales incluso cambia de nombre en el verso final, le da la espalda de la manera más efectiva que un hijo puede hacer para librarse del principio de realidad que impone la presencia de un padre tirano: soñando.  

Acabamos, por lo tanto, de mostrar cómo la presencia del padre, aunque velada, puede rastrearse más allá de su aparición explícita en el último poema de Oda al Atlántico. Corresponde a continuación justificar el segundo de los matices que proponíamos al principio, aquel que se refiere a la contundencia con la que irrumpe su figura. Como sugeríamos entonces, Morales introduce al padre acompañando su emergencia de varios elementos formales que multiplican el carácter enfático con que acaba siendo percibido. Y sin embargo, a pesar de la seguridad con que retumba el grito con el que es apelado, ¿resulta evidente ante qué padre estamos, qué rasgos paternales lo caracterizan o cómo ha llegado a presentarse de golpe ante nosotros? 

No se trata, sin duda, de un trasunto del padre biográfico del poeta, al que, por cierto, Morales había dedicado, junto a su madre, el Libro I. Ello resulta evidente porque en la Oda no se vincula la figura del padre con eventos que hubieran tenido lugar en la vida del poeta. De hecho, contrariamente a lo que ha señalado a menudo la crítica, cabe incluso afirmar que en los fragmentos inicial y final el sujeto lírico no hace sino referirse a momentos que se enuncian de forma general, sin que tomen fundamento en situaciones reales acaecidas en el tiempo histórico. 

Por otro lado, si interpretamos que el grito del poeta funciona a modo de vehículo metafórico para expresar un sentimiento de identificación con el océano el asunto tampoco queda despejado, pues aún habría que aclarar el proceso a través del cual el mar que en el poema inicial era «el gran amigo de mis sueños», tiene el poder de transformarse en padre, en un proceso invertido respecto del que se presupone natural, pues –en la vida– primero se adquieren las respectivas condiciones de padre e hijo y, luego, y sólo en determinados casos, surge entre ambos una relación de amistad. En ese sentido, no resulta fácil derivar de los acontecimientos del poema la naturaleza de la filiación que tan apabullantemente queda fijada en los versos finales del fragmento XXIV. Por su parte, no existe nada en el poema inicial que explique por sí mismo la mutación del Atlántico en padre del sujeto lírico. Tampoco es evidente que, en la sucesión de cantos contenidos entre los fragmentos II y XXIII, se contenga una descripción que justifique la transformación ni del mar en padre, ni del poeta en hijo del mar. De hecho, y contrariamente a lo que pudiera parecer razonable en una lectura más general, debemos retener que el contenido del grito que lanza el sujeto lírico no consiste en proclamar condición filial alguna, sino que lo que acontece sólo es la identificación del Atlántico con el Padre, en mayúsculas. Por eso creemos que resultan problemáticas afirmaciones como las que realiza Belén González Morales (2015: 360) cuando identifica que en los versos finales del fragmento, el sujeto lírico «inserta su declaración filial, pues se declara hijo del Atlántico». 

En nuestra opinión, es precisamente el carácter enfático a través del cual Morales ha presentado al Padre –la contundencia de su entrada en escena– lo que encubre o hace confusa la percepción de su naturaleza real y del papel que cumple en el poema. También creemos que es su aparición inesperada la que hace que todas aquellas interpretaciones que destacan el carácter circular del poema resulten insuficientes, ya que la novedad que constituye la emergencia de su figura en los versos finales hace difícil sostener un simple retorno al inicio. Sebastián de la Nuez, por ejemplo, afirma que «si en la estrofa primera [el poeta] lo saluda al mar como titán y amigo de su infancia, enlazando así con los Poemas del Mar de la primera época creadora del poeta, aquí lo saluda como a un Padre, casi divino, como engendrador de su vida y de su arte», quedando en apariencia satisfecho con la mera descripción de aquello que tendría precisamente que explicarnos. Oswaldo Guerra Sánchez (2011: 32), por su parte, considera el fragmento final como colofón del conjunto en el que se proyecta «una especie de “revelado” de todo el material previo, que se convierte en trasunto personal y literario: imbuida por impulsos marinos, la obra poética cobrará verdadero aliento en el plano real», para luego concluir, sin aportar una argumentación concluyente, que el poema final, que «por su contenido conecta con el Introito, permite un cierre circular del poema, lo que constituye, metafóricamente un vuelta al origen, según la teoría del eterno retorno». Para tratar de ofrecer una interpretación alternativa, proponemos a continuación hacer una lectura en dos fases, la primera centrada en atender cómo se caracteriza al Padre en el poema final, y la segunda indagando en aquellos elementos que explicarían su emergencia a partir de los fragmentos precedentes. 

Si, de entrada, nos centramos en hacer una lectura exhaustiva del fragmento XXIV, debemos concluir que en dicho texto el Padre se muestra desprovisto de cualquier contenido concreto, mostrando, a través de su trasunto oceánico, dos únicas cualidades: su condición infinita y, en vínculo aparentemente contradictorio, su capacidad para ordenar. Como hemos adelantado más arriba, no estamos ante una persona identificable que sea también padre, pero tampoco ante un ideal ético encarnado en la figura paterna; ni siquiera cabe entender que su apelación funcione aquí como metáfora que haga valer, para nuestra comprensión del mar moralesiano, la imagen que el sentido común o nuestras respectivas experiencias vitales nos heredan en torno a la figura del padre. Más allá de todas estas alternativas, estamos, sencillamente, ante una noción abstracta a la que Morales le atribuye la capacidad para propiciar la aparición de la forma, en este caso lírica: el Padre es el lugar en el que el infinito decide entrar en contacto y dejar huella en lo concreto a través de su capacidad para ordenar. Resulta aquí trascendental captar la ambigüedad constitutiva con la que Morales ha dotado al primer verso del poema final de la Oda al recurrir a la utilización de este verbo, pues, como con agudeza ha señalado Belén González (2015: 360), ordenar es «sinónimo de “disponer” y, en ese caso, el Atlántico ayudaría a colocar la materia poética; y, por otro lado, también puede remitir al mandato, es decir, este exigiría al creador que cantara». Coincidimos con esta valoración, a la que consideramos conveniente añadir dos conexiones adicionales que nos serán de utilidad más adelante. 

Por un lado, la evidente cercanía que una noción abstracta del Padre como esta tiene con aquellas que desde el inicio de la Modernidad se han propuesto para definir la idea de sujeto. Res cogitans, Sujeto trascendental, Yo, Espíritu absoluto o Voluntad son ejemplos de nociones abstractas que han servido, en el ámbito de la filosofía, para explicar la capacidad de mediación que existiría entre el pensamiento y la realidad. Aunque resulta obvio que entre ellas existen diferencias, lo que nos interesa aquí consignar es que todas tienen como objetivo establecer orden en el entramado infinito que amenaza con anegar a cada instante al sujeto, poniendo así la realidad a su disposición. 

Por otro lado, también conviene retener la conexión que la esfera de la orden tiene con la idea de origen en la cultura occidental. Como ha señalado Giorgio Agamben (2019: 82-83) «en nuestra cultura, el arché, el origen, también es siempre el mando, el inicio también es siempre el principio que gobierna y comanda», lo que, más allá de la coincidencia léxica, significa que «el origen es eso que comanda y gobierna no sólo el nacimiento sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación y la transmisión –en una palabra, la historia– de aquello que le ha dado origen». Leída esta afirmación del revés, ello explica el interés que existe en controlar la narración (y fundación) del origen, pues, «ya se trate de un ser, de una idea, de un saber o de una praxis, en ningún caso el inicio es un simple exordio, que luego desaparece en lo que sigue; al contrario, el origen no deja nunca de comenzar, o sea, de comandar y gobernar lo que ha puesto en ser». O dicho de otra forma, controlar la fijación del origen permite legitimar la propia orden. Es así como la aparición del Padre en el último de los poemas de la Oda, y no en sus fragmentos iniciales, cobra un sentido más claro, pues de la misma manera que es la orden la que explica la fundación del origen y no a la inversa, en términos moralesianos parece ser el Hijo (o, más bien, el Sujeto –lírico–) el que funda al Padre. 

Pero ¿cómo se justifica en el poema la necesidad de que aparezca el Padre, y no uno cualquiera, sino precisamente uno que adopta la forma de una noción abstracta vinculada con la capacidad de ordenar? Para aportar una posible explicación conviene avanzar ahora, como anunciábamos más arriba, hacia una lectura conjunta del fragmento en relación con aquellos que lo preceden. En concreto, proponemos reconocer en ellos la existencia de un dispositivo que sostiene y hace avanzar al mismo tiempo la estructura de la Oda: la exposición de sucesivas escisiones, en cuya cúspide final se situaría la que protagoniza el Padre. 

Dicho sintéticamente, las escisiones serían el mecanismo a través del cual Morales va introduciendo cada nuevo agente destinado a transformar la realidad narrada en su poema, haciéndolo avanzar contra un estado de amorfa generalidad inicial hacia una progresiva diferenciación e individuación. De hecho, el poema entero está plagado de momentos que escenifican escisiones, pero nos interesa identificar tan solo las tres principales. La primera tiene lugar en los fragmentos III-VIII y al dios Poseidón como agente. Consiste en la escisión operada, mediante la intercesión del dios, sobre la materia inerte o dotada tan sólo de fuerza potencial para convertirla en los elementos vivos o activos de la naturaleza. La segunda, que surge en el fragmento IX y se proyecta por lo menos hasta el XV, tiene como agente al hombre-héroe y da lugar a la transformación de los elementos naturales en instrumentos al servicio de la utilidad social, circunscrita en este caso al ámbito marinero. La tercera, que acontece en el fragmento final, es la que tiene al Padre como agente y opera transformando la infinitud inserta en la realidad circundante en la forma concreta del canto atribuible al sujeto lírico. Cada uno de estos acontecimientos presenta características propias, pero todos ellos tienen en común tres elementos: su violencia constitutiva, su condición autofundante y su sentido progresivo. 

De forma resumida, podríamos señalar que la violencia con que Morales rodea cada una de estas escisiones tiene su fuente en una experiencia de desgarro respecto de una ambigua condición previa de unidad. Ejemplo magnífico de esta ambivalente evocación es el fragmento II, en el que el mar, por un lado «diríase embriagado de olímpico reposo», pero por otro se encuentra «prisionero en el círculo que el horizonte cierra»; y en el que también el «equilibrio etéreo» se encuentra amenazado por «las potencias caóticas». Asimismo, el fragmento IX contiene una escena que alude a una tensa unidad primigenia en la que, sobre el acantilado, el hombre, «en las redes del estupor prendido, / sobre la costa brava, / no era más que un resalte de la roca», y sin embargo se encontraba «perdido / en la extensa vorágine que ante sus pies rodaba». Por último, el alma anegada en la corriente representa con claridad la unidad primigenia correspondiente a la escisión que acontece en el fragmento final. Estos ejemplos pueden servir para captar la complejidad que adopta en Morales la situación de unidad previa, que no es la mera evocación de una arcadia perdida, sino más bien un relato que explica –y justifica– a posteriori la condición de oposición que se da por sentada en la Oda entre el sujeto y el entorno que lo rodea. 

Así pues, las escisiones son conceptualizadas como desgarros, y el poderoso arsenal poético de nuestro autor se vierte para caracterizarlas usando un caudal de palabras e imágenes vinculadas con la semántica de la violencia y la fuerza, como mostramos en los subrayados de las citas que incluimos a continuación. En la primera de las escisiones, por ejemplo, el propio Poseidón emerge con su carro a través del «brutal desgarro / de una nube», y el dios lo hace avanzar encabritando a las bestias que lo arrastran «al sentir en las ancas las puntas del tridente». De hecho, es gracias al paso de su carro sobre el mar, hasta entonces un elemento estático, que el dios puede, introduciendo su cetro soberano con «apretada mano» en el agua, rasgar la materia líquida y hacer emerger las olas que dan nacimiento al océano vivo. También en el mundo resultante tras el paso del dios se mantiene el eco de la violencia fundante («el impulso fecundo», como lo llama el poeta), pues «aves de aliento enorme / rasgaron los espacios con repentino vuelo», «tropeles de gigantes cetáceos en celo / lanzaban imponentes, hasta horadar el cielo, / con ímpetu de tromba, líquidos surtidores…» y hasta el mar «entrenaba sus bríos / asaltando el granito de los acantilados».

Los fragmentos en que se plasma la segunda escisión están más cargados aún de violencia que en el primer caso, aunque para evitar una enunciación prolija nos bastará aquí con citar el instante en que el hombre adquiere consciencia de la transformación que le compete llevar a cabo, y que Morales describe al decir que el héroe «miraba en cada ola un agravio indiscreto, / y en cada gota, un reto: / un enemigo…» La consecuencia que se deriva de dicha percepción se menciona unos versos después, al señalarse que el héroe «con ímpetu agresivo / medía atentamente los límites adustos, / cuando hirió sus potencias, brioso y hazañero, / el deseo inmediato de encadenarlo, fiero, / entre los eslabones de sus brazos robustos…».

En el fragmento final, la violencia se constituye en punto culminante del poema entero a través del grito que lanza el sujeto lírico contra el Atlántico. Generalmente se interpreta este grito como un momento de comunión. Ciertamente, las referencia al «ímpetu ferviente» o a «la nueva sangre que palpita por mis venas» o la alusión al efecto saludable que tiene el océano sobre el arte del poeta vinculan el texto con la órbita semántica de la alegría y la plenitud, pero el hecho de que estos términos vengan acompañados por otras referencias más turbulentas (como el temblor del alma que «se anega», el señalado uso del ambiguo verbo «ordenar», el «grito» mismo o la consignación del sujeto como «luchador»), nos lleva a considerar que cualquier interpretación que se haga no puede ignorar la presencia de la violencia, al menos de ese tipo de violencia vinculada con la idea de victoria o de cierta forma de reconciliación. 

Las otras dos características –condición autofundante y sentido progresivo– con las que se aparecen las escisiones representadas en la Oda pueden ser abordadas de forma conjunta, ya que están íntimamente conectadas. Ambas aluden a la forma en que se relacionan los acontecimientos que pueblan los fragmentos del poema, que parecen transcurrir confirmando el despliegue de un plan. Obviamente no nos referimos al hecho evidente de que Morales haya trazado un esquema para estructurar los distintos cantos que componen el poema, sino al hecho de que la Oda no puede entenderse cabalmente si no se presupone que sus fragmentos forman parte de una unidad que los vincula haciéndolos evolucionar hacia una meta. En este punto, la crítica ha venido proponiendo distintas alternativas sobre las partes o etapas que conforman dicho plan. Sebastián de la Nuez (1973: 90-91) opta por dividir la estructura de la Oda en tres bloques que a su vez presentarían subdivisiones internas: Primera parte: I) Introducción: el poeta canta al mar de su juventud [fragmento I]; II) Los orígenes mítico-naturalistas del océano [fragmentos II-VIII] – Segunda parte: III) El Hombre y el Mar: la creación de la Nave [fragmentos IX-XV] – Tercera parte: IV) Salutación ditirámbica del poeta a los Hombres del Mar; y V) Invocación final: el poeta saluda al mar Atlántico divinizado y sublimado [fragmento XXIV]. Esta división en cinco partes ha sido mayoritariamente seguida por la crítica posterior, aunque casi siempre aportando matices nuevos. Oswaldo Guerra Sánchez (2011: 31-32), por ejemplo, propone un esquema general más simple, pero efectivo, dividido en las siguientes secuencias: 1ª. Introito (fragmento I) – 2ª. La Creación (fragmentos II-VIII) – 3ª. El héroe y los trabajos fundacionales (fragmentos IX-XVII) – 4ª. La odisea moderna (fragmentos XVIII-XXIII) – 5ª. Final (fragmento XXIV). Por su parte, Belén González (2015: 312) hace también una división en cinco partes, aunque con leves modificaciones respecto de la propuesta de Sebastián de la Nuez. Siguiendo sus propias palabras: 

La primera, condensada en el texto I, es el introito, que presenta el tema y contiene la invocación a las musas. La segunda, desarrollada entre las estrofas II y VIII, trata del poder de los dioses en el mundo y describe el reino de Poseidón. En la tercera, que se desliza entre las estrofas IX y XV, el héroe adquiere protagonismo y lidera los trabajos para dominar el mar, que se materializan en la nave. En la cuarta, que se despliega entre las estrofas XVI y XXIII, se asiste a la sumisión de la naturaleza y al elogio de los hombres de mar. La quinta y última está compuesta por la pieza XXIV, en la que el sujeto lírico retoma la primera persona y se declara hijo del Atlántico.

En cualquier caso, nuestra propuesta aquí no se orientaría a confirmar o proponer una clasificación alternativa, sino a mostrar el papel que cumplen el carácter autofundante y el sentido progresivo de las distintas escisiones en la puesta en marcha y despliegue de la estructura evolutiva presente en la Oda. Por su parte, el primero de ellos, que dirige la mirada hacia atrás, consistiría en la constatación de que las escisiones no se originan a partir de la intervención de un principio o fuerza externa, sino en la recomposición de los elementos y las fuerzas previamente existentes, lo que afecta –limitándola– a la naturaleza de la novedad resultante en cada una de las fases. Por su parte, el elemento progresivo, que dirige su mirada hacia adelante, consistiría en reconocer que el transcurso de los acontecimientos narrados en la Oda se orienta a una meta determinada desde el principio y hacia la que se dirige necesariamente, paso a paso, la fuerza desplegada en el poema. 

Para probar las afirmaciones anteriores, nos vamos a valer de dos argumentos. El primero, ya ampliamente reconocido por la crítica, es la existencia de una filiación pagana en el impulso cosmogónico que impulsa a Morales a escribir su poema. Esta no sólo se reconocería a través de las alusiones a la literatura grecolatina que pueblan la Oda, sino sobre todo en el tipo de concepción temporal que alimenta su relato, ajena a la idea de comienzo (y final) absoluto, lo que afecta desde dentro al tipo de creatividad que recorre el poema, en las antípodas de la noción creación de la nada. De hecho, la escisión se podría considerar lo contrario a la creación de la nada, pues obra siempre a partir de materiales o fuerzas previamente disponibles. 

En este sentido, conviene destacar que en la primera escisión Poseidón no es el creador de la materia –que le coexiste– sino el agente que provoca en ella una transformación. Mucho menos podemos afirmar que el dios haya originado al hombre, al que Morales nos presenta de golpe en el fragmento IX sin que quepa deducir que hubiera existido para él y su raza un momento fundacional distinguible y determinable en el tiempo. También la segunda de las escisiones se vería afectada por las consecuencias que la condición autofundante despliega sobre el concepto de creación. La construcción de la nave que ocupa la narración de los fragmentos XII al XV no supone, lógicamente, una creación ex nihilo por parte del hombre, sino una transformación que este hace de los elementos de la naturaleza, que parecen encontrase desde siempre a su disposición. Por último, en esa lógica, el Padre del fragmento final no crea al sujeto lírico, sino que, situándose frente a él en la orilla, garantiza que este pueda verse como escindido –y salvado– de la corriente –anegadora– del infinito oceánico. En resumen, ni el dios, ni el héroe, ni el Padre son propiamente sujetos dotados de una libertad creadora, sino más bien los agentes de una transformación que reclamaba su presencia para activarse, como si también ellos estuvieran en función del mecanismo de las escisiones. De ahí, en parte, el sentido teatral que las tres figuras tienen en el poema. 

Nuestro segundo argumento tiene que ver con el destino, cuya presencia cruza todo el poema, pues, como veníamos diciendo, de su lectura no sólo se desprende que nada haya sido allí creado de la nada, sino también que siempre que acontezca en su seno una transformación, esta venga determinada y dirigida por una fuerza inserta en lo ya existente. Dicha condición de necesidad queda expresada, en la primera de las escisiones, cuando en el fragmento VI Morales, que acaba de narrar cómo Poseidón provoca la transformación del agua quieta en océano vivo, opta por introducir una irradiación mecánica de los efectos de dicha transformación sobre el resto de los elementos naturales («el impulso fecundo se transmitió uniforme»). En el segundo caso, la condición destinal del héroe queda expresada en el fragmento X, que describe la fase transicional en la que el hombre, ya consciente de su tarea de dominación del mar, no ha determinado aún el modo de llevarla a cabo, la cual le será revelada en los fragmentos XI y XII, referidos, respectivamente, a su estancia en la «selva misteriosa» y a la instrumentalización del bosque para la realización de sus intereses. Lo importante para nuestro enfoque es constatar que los pasos que le llevan a tomar la decisión de construir la nave han sido marcados no por su voluntad, sino por un destino oscuro, pues al héroe, según Morales, «su instinto le guiaba a la montaña». Por último, en la escisión que tiene al Padre como agente la necesidad queda suficientemente acreditada en el segundo de los versos del fragmento final («cada vez que mis pasos me llevan a tu parte»), en el cual se puede percibir que el sujeto se ha visto arrastrado, sin que estrictamente haya mediado su libre decisión, hacia la orilla. 

En todo caso, y al margen de que los ejemplos anteriores sirvan para mostrar la necesidad que Morales imprime a las escisiones principales que salpican la Oda, es importante aclarar que, para confirmar nuestra hipótesis, la condición destinal debería poder predicarse de todo el poema, y no sólo de cada una de sus escenas tomadas por separado. El conjunto entero debería estar sometido a la consecución de una meta. En nuestra opinión, ese es precisamente uno de los sentidos que cabe atribuir al fragmento I, y, dentro de ese texto, no tanto al verso en el que Morales proclama su intención de llevar a cabo un canto al océano Atlántico («quiere hoy mi voz de nuevo solemnizar tu brío»), sino más concretamente a los tres últimos:

Sedme, Musas, propicias al logro de mi empeño:
¡mar azul de mi Patria, mar de Ensueño,
mar de mi Infancia y de mi Juventud… mar Mío!

Normalmente, y en parte como efecto de la lectura establecida en sus inicios por Sebastián de la Nuez, estos versos han sido interpretados como parte de una introducción a la Oda en la que el poeta lleva a cabo una enunciación de los vínculos que mantiene con el mar, lo que le permite, por un lado, anunciar el tema o propósito de su canto y, por otro, situar al sujeto lírico en el entramado de significaciones que pueblan el conjunto de Las Rosas de Hércules. Creo, sin embargo, que una interpretación de este tipo, no siendo errada, supone descargar de gran parte de su potencia al fragmento inicial, en el que, según nuestra opinión, queda fijada propiamente la meta evolutiva del poema entero. Veamos en qué sentido.

En primer lugar, los dos versos finales no funcionan como una mera enunciación, sino que contienen en su esquema expositivo una auténtica gradación evolutiva que prefigura la que será desarrollada en los fragmentos siguientes. Para justificar esta interpretación conviene fijar la atención en la palabra que precede a los versos: «empeño». Esta palabra, que en una de sus acepciones la RAE define como el «objeto a que se dirige el deseo de hacer o conseguir algo», tiene una posición ambigua en el texto. Podría referirse al verso inmediatamente anterior, y entonces el empeño consistiría en la intención del poeta de solemnizar nuevamente al mar, es decir, en dedicarle una oda. Según esta interpretación, el fragmento I no sería más que una introducción general al resto del poema. Pero la palabra empeño también podría referirse a lo que el poeta escribe en los versos subsiguientes, aquellos que acabamos de transcribir. Nuestra preferencia en favor de esta interpretación se apoya en dos argumentos. El primero, la existencia de los dos puntos que se abren inmediatamente después de la palabra empeño, y que impulsan inevitablemente la lectura no hacia atrás, sino a lo que está por venir. El segundo argumento también se apoya en la existencia de otros signos de puntuación: se trata de los puntos suspensivos que anteceden al último sintagma del último verso, que rompen la lógica enumerativa y le añaden, con su naturaleza suspensiva, un inesperado giro final. El último sintagma ya no sólo puede ser considerado como un miembro más en una enumeración, sino que pasa a ser su elemento conclusivo. 

En todo caso, acreditada la condición que «mar Mío» adquiere como sintagma conclusivo, quedaría aún por explicar, respecto de qué gradación y con qué objetivo lo hace. Para responder a lo primero habría que encontrar un criterio que permita leer los sintagmas mencionados antes de los puntos suspensivos en una relación de sucesión evolutiva entre sí, y a su vez vincularlos con el que los sucede como si este supusiese su cúspide. En nuestra opinión, dicho criterio existe, y consiste en asociar cada sintagma con formas de evolución cada vez más concretas de la conciencia. Que sean precisamente diferentes imágenes del mar las que den cauce a dicha representación encaja asimismo con el atributo que el poeta concede al Atlántico en su fragmento final, la infinitud, que también suele considerarse una cualidad del espíritu. En este sentido, el mar de la Patria serviría para representar la condición heredada, difusa y colectiva, de la que parte toda posibilidad de desarrollo de la conciencia individual, mientras que la Ensoñación, la Infancia y la Juventud funcionarían como fases que, ya en el plano individual, signarían una evolución simbólica que va desde los linderos de la prerracionalidad (obsérvese además que el mar de la Ensoñación no viene acompañado de adjetivo posesivo alguno) hacia ámbitos que asociamos con la consecución personal de mayores grados de conciencia y racionalidad. De acuerdo con esta lectura, el sintagma final que suceda a los puntos suspensivos debería corresponderse con aquello que, figuradamente, el poeta considere equivalente a la Adultez, que sería el siguiente escalón de la gradación, y a la que el propio Morales parece haber aludido unos versos más atrás al caracterizar el momento en que escribe su poema como «la hora más noble de su suerte». De esta forma, la plenitud de las facultades de la conciencia quedaría expresada a través de una imagen en la que el mar es objeto de pura posesión. 

Pero ¿cuál es el objetivo final de esta gradación? De entrada, creemos conveniente matizar las lecturas que hacen de este primer fragmento, y por lo tanto de la Oda toda, un esfuerzo por situar la experiencia personal del poeta en su relación con el Atlántico. La referencia a dicha experiencia (la alusión al mar como amigo de la infancia, el reconocimiento de que el poema es un nuevo intento por cantar al mar…) no funciona, como sí lo hacía en los Poemas del Mar, como cauce y al mismo tiempo objeto de la indagación poética. Ello provocaba entonces que, incluso en los instantes de máxima exposición alegórica o simbólica, el sujeto lírico no pudiese desatender nunca aquella función del lenguaje relacionada con la esfera personal: la remisión y simultánea afectación del campo de la experiencia propia, siendo para el caso irrelevante si ésta es predicable del escritor, del sujeto lírico o del lector. Aquí, y en toda la Oda, sin embargo, las referencias concretas que nos muestra el sujeto lírico son apenas un punto de partida, que no solo han sido enunciadas de forma genérica, sino que en seguida se adelgazan hasta volverse innecesarias. El mecanismo a través del cual el sujeto lírico se desprende de su experiencia personal, pero mantiene su legitimidad para seguir hablándonos e iniciar su canto al mar, es presentarse como sujeto abstracto. A este objetivo se puede interpretar dirigida la gradación que comentamos, cuyo sintagma final representaría no sólo al mar en su estado de posesión pura, como señalamos en el párrafo anterior, sino también al sujeto abstracto en su condición de poseedor absoluto. 

De esta forma, lo que se juega en la Oda, parecería indicarnos Tomás Morales en su fragmento introductorio, no es la indagación poética de un conjunto de experiencias vividas por el sujeto y vinculadas con el mar, como había sido el caso en Poemas del Mar, sino la fundación poética del tipo de sujeto apropiado para legitimar una forma particular de experiencia, determinada de antemano como objetivo, con el mar: su dominación. Por qué se ha hecho necesario para Morales desdibujar el peso de la experiencia personal en su propuesta estética y volcar su esfuerzo en la fundación poética de un sujeto como este, cuya garantía de estabilidad es la presencia de un Padre abstracto que le dicta órdenes, es algo de lo que nos ocuparemos en el último apartado de este ensayo. Antes, sin embargo, resulta indispensable hacer una breve parada para considerar algunos elementos del contexto en que fue escrita Oda al Atlántico y poder entender el alcance estético del poema de Morales sin desatender su condición mediada por la sociedad que habitó el escritor.  […]

NOTAS

NOTAS
1 Este texto es un fragmento de un ensayo mayor, de próxima publicación, dedicado a interpretar la emergencia del padre en la obra de Tomás Morales y Alonso Quesada. En concreto, se adelanta aquí el primero de sus apartados, destinado a situar la forma en que dicha figura aparece en Oda al Atlántico.

Bibliografía

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CIRLOT, Juan Eduardo (2004): Diccionario de símbolos, Madrid: Siruela

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URL: https://accedacris.ulpgc.es/ [fecha de consulta: 15/05/2021]

GUERRA SÁNCHEZ, Oswaldo (2011): «Introducción», en Morales, Tomás (2011): Las Rosas de Hércules, Madrid: Ediciones Cátedra.

MORALES, Tomás (2011): Las Rosas de Hércules, edición de Oswaldo Guerra Sánchez, Madrid: Ediciones Cátedra.

NUEZ, Sebastián de la (1973): Introducción al estudio de la 'Oda al Atlántico', de Tomas Morales: los manuscritos, génesis y estructuras, Las Palmas: Cabildo Insular de Gran Canaria.