En mayo de 1928 se reinauguró en la ciudad de Las Palmas el Teatro Pérez Galdós, aquel que se llamó primero Tirso de Molina y del que precisamente el joven Galdós se mofaba en sus sagaces viñetas juveniles, cuando quedaba fuera de sus previsiones que fuera algún día a llevar su nombre y lo imaginaba anegado por el cercanísimo Atlántico y transitado por todo tipo de fauna marina. Los hermanos Martín Fernández de la Torre, Miguel y Néstor, se encargaron de la rehabilitación tras el fatal incendio que sufriera diez años antes y que convirtió en el centro de la trama de su obra La noche de fuego (2009) el novelista Francisco J. Quevedo. Una vez finalizados los trabajos hubo dos convocatorias de reinauguración, la primera de ellas para el selecto grupo de allegados del arquitecto y del pintor, entre los que se encontraba, cómo no, el poeta Saulo Torón, custodio ya por aquel entonces del recuerdo imborrable de sus camaradas Tomás y Alonso, fallecidos en aquella misma década y testigo privilegiado de buena parte de la vida de aquel recinto antes del pavoroso incendio. En 1966, en una suculenta entrevista concedida al periodista Cano Vera y publicada por entregas en El Eco de Canarias, Saulo Torón, desplegando al mismo tiempo su memoria y su emoción, contaba rememorando aquel día histórico:
A este acto íntimo asistió la madre de ambos artistas. La pobre estaba enferma. Tenía los pies hinchados y se anduvo todo el teatro. En un momento pidió una silla para sentarse. Tomó asiento y se quedó embelesada observando la gran obra de sus hijos. Las luces estaban encendidas. Todas. El aspecto interior de los salones, las galerías y palcos era soberbio. La madre de Néstor y Miguel seguía observándolo todo con un gesto tierno, humano y maternal, hasta que sin poder aguantar más se puso a llorar. Néstor acarició los cabellos de su madre y Miguel la miró tiernamente. Vi, observé en aquel momento, todo lo que es y representa el amor y el orgullo de una madre. Fue una experiencia que siempre he guardado (Cano Vera: 1966, cap. V)
La emoción narrada por Saulo Torón, huérfano de madre a muy temprana edad, no pierde intensidad leída más de noventa años después. La escena debió ser tan poderosa como su anécdota nos la relata. Ese embelesamiento que sintió doña Josefa de la Torre ante la obra de sus hijos, similar al que puede sentir todo el que ingrese hoy mismo en ese histórico recinto escénico o todo el que contemple la obra de estos ilustres hermanos, se amplifica en la mirada cómplice y orgullosa de su progenitora, pero también en la admiración sincera y transparente del amigo Saulo, del poeta noble, militante inalterable en la lealtad y la amistad. Los tres formaron parte de una generación irrepetible, multidisciplinar y única, cuyo talento y memoria siguen atravesando la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, que estiró el brazo del muelle para abrazarse al modernismo y empezar a parecerse a la ciudad que hoy es. Claudio de la Torre, integrante de aquella recordada cantera de creadores, primo de Néstor y Miguel e íntimo de Torón, lo cuenta con tanto lirismo como conocimiento directo (1974: 14-15):
Puede decirse que nos unían los mismos intereses espirituales y, sobre todo, la más amplia y cordial interpretación de la vida. Tomás Morales nos refrescaba con su gloria, caída como lluvia de mayo en nuestra tierra desde los cielos de Madrid y, bajo los cielos de Canarias, cultivábamos también nuestras veneraciones: la humana poesía de Don Domingo Rivero y la ejemplar literatura de los Hermanos Millares. Sobre este pequeño mundo, rebosante de ilusiones juveniles, Néstor derramaba a manos llenas las sedas y el oro de su fantasía. Vivíamos, en realidad, en un mundo dorado.
Ese mundo dorado y su constante evocación habitaron por siempre en el longevo corazón de Saulo, que estiró su biografía hasta los ochenta y nueve años, a diferencia de las breves vidas de Tomás y Alonso. Podría decirse que, sin ser ni mucho menos ajeno a las diversas posibilidades estéticas que fueron abriendo las sucesivas décadas del veinte, Saulo mantuvo una suerte de lealtad ética y en cierto modo estética con aquellos años intensos, magnificados sin duda por lo difíciles y oscuras que resultaron las décadas que sucedieron a la Guerra Civil. Muy cerca del actual Museo Néstor, en la calle Hermanos García de la Torre, también en el barrio de Ciudad Jardín, habitó Saulo una vez casado una vivienda diseñada precisamente por Miguel Martín Fernández de la Torre que se convirtió durante las largas décadas del franquismo en una suerte de oasis cultural en el que la música, la poesía y otras muchas disciplinas creativas encontraban acomodo gracias a la sensibilidad de una familia extraordinariamente sensible al arte. Curiosamente, en una carta dirigida a su querido Claudio de la Torre en 1965, Torón expresa lo siguiente (1998): «El museo de Néstor continúa entornado, la Casa y monumento de nuestro gran Don Benito, una medio entornada y otro desmoronándose en el muelle de Las Palmas… Y… vale más callar». A Miguel Martín, artífice de aquel espacio de vida y redención, dedicó Saulo una joya en forma de soneto titulada, precisamente, « «Hogar» (Torón: 2016, 269):
A Miguel Martín Fernández de la Torre
Este hogar en que vivo, pienso y sueño,
por tus manos, Miguel, edificado,
es el refugio cándido y pequeño
que tengo a mis amores consagrado.
En él gusto las mieles de un risueño
vivir, de los míos rodeado,
disfrutando los goces del ensueño
que dan aliento al corazón cansado.
En él la compañera de mi vida,
—la santa entre las santas elegida—,
derrama el don de sus cuidados fijos…
Y no hay más fin para mi dicha cierta,
que a la amistad jamás cerrar su puerta
y a su cobijo conservar mis hijos.
Y ese mundo dorado al que se refería líricamente Claudio de la Torre, que debió sustituir Torón por la calidez de ese hogar glosado en el soneto, tuvo su eclosión en la segunda década del pasado siglo, agitada por la I Guerra Mundial pero llena, en la por aquel entonces ciudad de Las Palmas, de la inquietud creadora de seres extraordinarios que fueron capaces de asumir lo que la tradición en ese momento les encomendaba. Estirando algunos años más esa fructífera década, Eugenio Padorno (1994: 45) acota dos fechas que comprenden un total de diecisiete años y que resultarían los más intensos de esta generación, marcados según su criterio, que compartimos, por la publicación en 1908 de Poemas de la gloria, del amor y del mar, de Tomás Morales, y por la muerte de Alonso Quesada en 1925. Entrarían dentro de este segmento histórico los Juegos Florales de 1910, la I Guerra Mundial, las primeras publicaciones de Alonso y Saulo y la muerte de Benito Pérez Galdós y Tomás Morales. La Guerra, vivida con especial atención en las islas y especialmente por los aliadófilos modernistas, tuvo sin duda mucha más importancia de la que en principio podría esperarse. Valga este comentario de Saulo Torón, que recrea precisamente uno de los regresos de Néstor a la isla:
En 1914. Por este año regresó a Las Palmas Néstor, después de haber celebrado en Madrid aquella célebre exposición que le llevó al pináculo de la fama. A su llegada todos sus amigos, entre los que me encontraba yo, organizamos un homenaje en su honor. En el antiguo Club Náutico. Aquel día fue también histórico. Y digo histórico porque, estando comiendo, llegó la noticia de la declaración de la guerra mundial con la entrada de Inglaterra en la contienda. (Cano Vera: 1966, cap. VI)
Histórica, como la noticia del fin de la Guerra, fue, centrándonos ya en el caso de Saulo y de Néstor, aquella amistad que ambos se preciaban de compartir y que no era otra cosa que admiración humana y artística. Entre las múltiples anécdotas que me ha relatado en todos estos años de investigación en torno a la figura de su padre Isabel Torón, hija del poeta, quisiera recordar aquella tan curiosa que tiene que ver con cómo don Saulo declinaba las amables invitaciones de sus amigos pintores, entre ellos Néstor, que, cuando le ofrecían una obra, llevado por su exacerbada humildad y su curioso deseo de pasar desapercibido respondía con un liberador «No te molestes, hombre». Néstor, uno de los liberados de esa supuesta “molestia”, fue además otro de los que intentó llevarse alguna vez a Saulo de la isla y también fracasó en su intento. Recibió el poeta invitaciones para viajar incluso a países remotos que siempre declinó, pese a la facilidad que tenía por su trabajo en una compañía del muelle, que enlazaba la isla con multitud de destinos. Podríamos decir que Saulo solo viajó por amor. Para estar cerca de la que después sería su esposa, doña Isabel Macario, se embarcó en un viaje a Tenerife (a donde volvería unas décadas después) y a La Palma junto a Juan Pulido y Dalia Íñiguez, la pareja artística y sentimental formada por el cantante canario y la recitadora cubana con quienes mantuvo una estrechísima amistad.
Una anécdota epistolar que tiene que ver con Saulo y con Néstor resulta especialmente curiosa. Tomás Morales, como se sabe, fue el autor del dibujo de la portada de Las monedas de cobre, el primer libro de Saulo Torón. A su vez, Néstor fue quien ilustró, en sus dos ediciones Las Rosas de Hércules de Tomás Morales. En una curiosa carta, Tomás le manda, sin terminar, el borrador a Torón pero dejando claro que llevaba el visto bueno de quien más sabía de ese asunto, que no era otro que Néstor, y que aquella, definitivamente, era otra época (de la Nuez: 1956, 245):
Va el borrador de la portada. Por no hacerte esperar más tiempo ¡que ya ha sido bastante! va así, es decir, sucia y sin terminar del todo. Yo pensaba pasarla en limpio antes de remitirla y resolver algunos detalles que aún no lo están (tales, el motivo decorativo de la parte superior y algunas otras, bastantes, cosas). Pero como ahora son escasas las comunicaciones, no encontrándose siempre portador de confianza, y como Néstor me dijo que no importaba que estuviese sucia… así va.
Pero en el terreno artístico, no cabe duda de que el principal nudo que amarra las obras de Torón y Néstor, es precisamente el Poema del Atlántico, también conocido como Poema del Mar que inspiró, como ahora demostraré en palabras del propio Torón, El caracol encantado, la segunda entrega poética del autor teldense, que salió a la luz en 1926, que dedicó a Tomás Morales y que se encabeza con una cita de Rubén Darío. El día 28 de julio de 1917, cuando todavía no había visto la luz Las monedas de cobre, su primera entrega poética, Saulo Torón publicó en el periódico La crónica un texto bajo el título de “Carta exótica a don Alonso Quesada”, una carta que pretendía desagraviar al amigo poeta tras unas declaraciones contra él publicadas en otro rotativo. Sin embargo, la sorpresa nos asalta cuando en plena carta, Saulo relata la llegada de Néstor al espacio en el que se encuentra. Desde ese momento, el pintor se convierte en el protagonista de lo narrado por Torón; pero ahí no acaba la sorpresa. Néstor llega con los apuntes del Poema del Atlántico que efectivamente realizó por aquellos años (Henríquez, 2002: 72):
Hago una pausa como Darío en su “Epístola a Madame Lugones”. En este momento acaba de entrar Néstor, el prodigioso Mago del color y el ensueño; viene vestido de una manera extraña y pulcra, y, como tesoro escondido, trae un rollo, bajo el brazo, de dibujos acuarelados (apuntes para su Poema del Atlántico) que desdobla ante mi vista. Quedo fascinado, absorto.
Pero ahí no quedó la fascinación de don Saulo. Entre 1918 y 1923, tal como figura en el propio título, confeccionó los poemas que conforman El caracol encantado, que, como el Poema del Atlántico, contiene un catálogo de horas y de estados que, definitivamente, tienen que ver con el alma del mar, esa que ambos, en el lienzo o el papel, fueron capaces de descifrar. Sebastián de la Nuez (1977: 518) ya señaló esta decidida influencia:
El caracol encantado es uno de los libros mejor construidos de la poesía canaria de la época. Igual que el poema plástico sobre el mar realizado por su paisano y amigo, el pintor Néstor, el poeta concibe su obra sintetizando los ocho momentos del día en el mar en cuatro, pero a los que hay que añadir (aunque sólo les dedique pocos poemas) otros cuatro momentos más que suman los ocho de la pintura.
Tal como acertadamente vio de la Nuez, efectivamente estamos ante un libro de cuidada arquitectura poética, un verdadero canto impresionista que sintoniza decididamente con una estética como la modernista que entrelaza, como pocas veces antes, la página y el lienzo. Pintor y poeta recurren a ocho secuencias, vinculadas en el caso de Néstor a las horas y, digamos, los estados de ánimo del mar, y, en el caso de Torón, solo en apariencia, a ocho momentos del día, si bien es verdad que, si nos adentramos en la lectura, descubrimos que cada hora ofrece un estado de ánimo que también deja ver la pleamar, la bajamar, la calma y las borrascas del alma. Porque casi nadie nos conoce más que el mar y sin duda alguna la fascinación que provoca un elemento inanimado que parece sin embargo lleno de vida y de alma es tan antigua como la primera contemplación del horizonte. Néstor pinta y Saulo canta. Valga el recuento de las secciones del libro: Preludio, Iniciación, Plenitud, Tristezas y Oraciones del Crepúsculo, La Noche, Las Últimas Oraciones, Alba Postrera y Final, cerrando esa partitura que también es El Caracol encantado, al que Joaquín Artiles llamó “sinfonía de amor” (1976: 307). El impresionismo pictórico y poético no duda en acudir al cambio para relatar cómo se produce, porque nadie se baña dos veces en el mismo río pero tampoco en el mismo mar. Señalemos además que en la ya mentada entrevista de Cano Vera a Saulo Torón (19966: cap. I), la foto de la primera entrega, en la que Saulo Torón aparece contemplando unas reproducciones del Poema del Mar de Néstor, contiene el siguiente pie: »Ante las reproducciones del Poema del Mar de Néstor, del cual le vio pintar los tres primeros cuadros». La leyenda elegida por el periodista para la imagen no hace sino reforzar el planteamiento esbozado. La fascinación y admiración de esta serie de Néstor despertó en Torón el interés por ofrecer una lectura análoga en su lenguaje poético. El caracol encantado fue el resultado de esa lectura.
Sin embargo hay al menos un guiño previo a Néstor en la obra de Torón, que dedicó al admirado amigo “El Faro de La Isleta” uno de los textos más plásticos de su primer libro, Las monedas de cobre (Torón, 2016: 64):
A Néstor
El Faro de la Isleta
en la noche invernal tan luminoso… refulge entre la niebla
como un astro benévolo y piadoso…
Su luz potente cambia
de reflexión; tan pronto
es un dudoso color anaranjado,
como un blanco vívido y transparente; luego un rojo clarísimo, que esplende
como un rubí gigante y fabuloso,
y otra vez el primero,
y así siempre, desde el ocaso al orto…
Entre las densas sombras
del cielo sin estrellas, tenebroso,
el faro de la Isleta
es un clarividente milagroso que señala la ruta
del buen abrigo y el feliz reposo
al inquieto marino
que en el puente sondea
el pavoroso misterio de las sombras
luchando con el mar tempestuoso…
El faro es la alegría,
el infinito gozo
del arribo seguro
tras del viaje penoso.
¡Su luz es la primera
luz del hogar que al corazón saluda en el retorno!…
Resulta este uno de los textos eminentemente más impresionistas de Torón, salpicado de imágenes, luces y sombras, que justifican claramente la dedicatoria a quien desarrollaba un trabajo análogo pero con colores, lienzo y sensibilidad. El faro, en su eterno retorno, constituye sin duda un elemento artificial que altera el paisaje y la percepción de este de tal modo que habrá que relatar todas y cada una de las percepciones que genera un cambio constante, un cambio análogo al que está sufriendo una sociedad en la que todo empieza a ir demasiado deprisa y los creadores asumen el papel de cronistas que relatan una actualidad que deja inmediatamente de serlo. Si a estas alturas del siglo XXI somos absolutamente conscientes de la continua caducidad y actualización de contenidos, hemos de entender que las primeras décadas del XX supusieron para Canarias y especialmente para la capital de Gran Canaria una constante sorpresa y un frenético paso que contrasta con la velocidad del siglo XIX. Sin duda alguna, en el XX se aceleró la historia, y el arte, como tantas veces, trató de detener con su mirada un tiempo implacable y desbocado.
Pero permítanme una reflexión más, que si bien no se despega de Saulo ni de Néstor, va un poco más allá. En la misma carta a Alonso Quesada, Saulo vierte un elogio que no puedo pasar por alto. Dice el poeta:
Este Néstor, con don Benito (el abuelo excelso) y con Tomás Morales forma la trilogía más estupenda del Arte español contemporáneo. ¿No lo crees tú? Néstor, Tomás, don Benito, son tres nombres sagrados, tres estrellas en el cielo del Arte. ¡Y, sin embargo, hay aquí quien no cree en ellos!.. (Henríquez, 2002: 72)
Podemos estar de acuerdo o no con la primera aseveración de Saulo, tan subjetiva como el arte y su recepción, pero no podemos dejar de considerar la segunda: “hay quien no cree en ellos”. Así, por desgracia, acometemos todavía el recuento de la escritura y el arte insulares y, en concreto del modernismo, de un verdadero modernismo en español, desarrollado en una orilla en la que no se acabó de entender bien la mirada que sobre aquel español necesitado de una sacudida planteó Rubén, como antes hicieron Góngora, Cairasco o Cervantes. Canarias desarrolló durante las primeras décadas del XX una actividad cultural que quizá no ha tenido parangón si juzgamos todo en su exacto concepto y si tratamos de descifrar sus singularidades más que ponderar sus lógicas coincidencias con discursos hegemónicos. A esa eclosión cultural que coincide con los primeros años del siglo pasado, se suma el trabajo mayúsculo de un autor gigantesco de la generación anterior, don Benito, y de Néstor, un auténtico demiurgo de la plástica. La admiración de Saulo por ambos rompe, al mismo tiempo, dos mitos, la supuesta desconsideración de Galdós en su propia tierra (alentada seguramente en otros momentos y desde otras realidades) y la lectura interdisciplinar y moderna del arte que supieron hacer quienes, como tantos otros, se atrevieron a rodar el horizonte un poco más allá. Otras consideraciones, quizá, no han cambiado. Canarias no parece reconocer como debiera a los que han sido capaces de palabrear el lugar del mundo desde el que somos o a los que han sido capaces de contarlo plásticamente. Por eso, esta pincelada, este pequeño diálogo entre el pintor y el poeta, trata de ahondar en esa carencia que no nos ha permitido en ocasiones dar a la obra de los coterráneos ni más ni menos que el valor que tiene.
Voy terminando. En 1955, y esta vez con Alonso Quesada por medio, ya que se inauguraba un busto en su honor, en una de las escasas ocasiones en las que se atrevió a romper su silencio público durante los años posteriores a la Guerra Civil, Saulo volvió a juntar estos tres nombres, los de Benito, Néstor y Tomás preguntando a Quesada por el más allá (Torón, 2016: 274).
Háblame, Rafael, que hable tu bronce,
que el bronce es elocuencia en muchos casos.
Dime que es verdadero
todo lo que sentimos y anhelamos;
que hay una dicha cierta
tras de este afán y este bregar de espanto.
Que hemos de vernos juntos
otra vez, como antaño,
los que en la vida fuimos compañeros,
los que en el Arte fueron soberanos:
Néstor magnífico y Tomás egregio,
cantores máximos del mar Atlántico.
-De este mar que meció también la cuna
del Abuelo inmortal que tanto amamos-.
Sirvan estos sentidos versos del poeta para, sin restar mérito a las coincidencias ni las singularidades creativas, valorar en su justa medida ese sentido fraterno de pertenencia a la vocación artística que traslucen. En tiempos como estos en los que la competitividad lastra en ocasiones muchas iniciativas que podrían beneficiarse de un impulso colectivo, resulta iluminador el ejemplo generoso y transparente de Torón. Desde la consideración cómplice de su querido Alonso Quesada, con cuya imagen en bronce establece un diálogo, pondera en altísimo grado la obra de tres coterráneos que brillaron respectivamente en la pintura, la poesía y la novela. Para ellos Saulo no ahorra piropos, mostrándonos por tanto una predisposición al encuentro y la fraternidad que, de algún modo, no resulta en los linderos del arte tan común como sería deseable. El caso es que este testimonio no es más que la confirmación extrema de que la generación que marcó artísticamente las primeras décadas del XX en la ciudad de Las Palmas mantuvo una intachable y leal amistad y camaradería entre sus miembros. Este hecho, sin duda alguna, explican la hondura de las obras individuales y colectivas que nos han legado y constituyen, por si fuera poco, un testimonio humano de altísimo valor. En el caso que nos ocupa, en esta brevísima relación de puntos en común entre Néstor y Saulo, asistimos, como sucedería en muchos casos si cambiáramos de artistas, a una admiración humana que precede a la artística, en una suerte de consideración moral del arte que también resulta alumbradora a la hora de entender cómo entendían la relación con el proceso creativo. Cada creador abrió su propio horizonte y sumó al mundo el rumbo de su obra y en cualquier caso las lecturas compartidas y la inspiración mutua no hacen otra cosa que confirmar que todo texto, y por texto también entiendo en este caso las propuestas plásticas, forma parte de un texto mayor; es decir, que todos escribimos una parte de un texto colectivo del que cada poema no es más que un fragmento. En todo caso, quien pueda leer en la especial sala que contiene el Poema del Atlántico, los versos que Torón reunió en El caracol encantado, podrá hacerse cargo de muchas de las aseveraciones que aquí he hecho, pero vivirá sin duda una experiencia que es, curiosamente, más fácil de sentir que de explicar.