Desde finales de 2019, la mayoría de los países del mundo, de forma inesperada, fueron obligados por la enfermedad coronavirus de 2019 (COVID- 19) a confinarse. Esta enfermedad ha logrado propagarse y perturbar nuestras costumbres cotidianas. Por primera vez, en unas imágenes inéditas, hemos visto grandes ciudades del mundo vacías de toda actividad humana.
Esta nueva realidad social se ha presentado también en el archipiélago canario. En las islas, hemos sufrido el impacto de esta pandemia como en cualquier parte del mundo. Fuimos confinados durante meses y aislados de casi todas las visitas exteriores. Las islas, las ciudades canarias, los pueblos y el hombre isleño se han enfrentado a un aislamiento que los mantuvo aislados por muchos meses.
Hoy quiero referirme a uno de los escritores canarios para quien el aislamiento ha ocupado gran parte de su obra poética, dramática y narrativa. Se trata de Alonso Quesada, cuya obra nos acerca a la realidad de las islas en los albores del siglo XX. Como sugiere el título de este artículo, nos ocupamos de estudiar únicamente el aislamiento como tema central en las crónicas del autor y concluiremos con adjuntar dos crónicas que, hasta donde sabemos, permanecían solo en las hemerotecas, y que hemos podido localizar en El Museo Canario, de Las Palmas de Gran Canaria.
Alonso Quesada ―Rafael Romero— vivió en Las Palmas de Gran Canaria entre 1886 y 1925. Su juventud y madurez literaria coincidieron con las primeras décadas del siglo XX, relacionado con el movimiento modernista, época en la que las Islas Canarias conocieron grandes transformaciones económicas, sociales y culturales. Alonso Quesada, además de poeta y dramaturgo practicó el periodismo con una voluntad de estilo muy evidente. Su lenguaje, su humor y su perspectiva sobre múltiples facetas de la vida en Las Palmas de Gran Canaria, destacan por su gran valor literario.
Como cronista, Alonso Quesada publicó más de 300 textos desde 1907 hasta 1924 en diversos periódicos de la ciudad atlántica: Ecos, El Liberal, El Ciudadano, La Jornada, La ciudad y La Publicidad, etc. Destacan, también, sus crónicas publicadas en La Publicidad, periódico barcelonés donde empezó a colaborar desde 1918 hasta 1922.
En estos textos, Alonso Quesada retrata la vida y los acontecimientos que tienen lugar en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Entre humor, ironía y sarcasmo se desliza una amalgama de temperamentos en los que se mezclan la gracia, la idiosincrasia y la ingenuidad del ser canario de la época.
Desde la perspectiva temática de las crónicas, el autor trata, junto a otros temas, el concepto de aislamiento, cuestión ampliamente estudiada por la crítica en relación con la poesía del autor, pero que en la prosa cobra especial relevancia. En las crónicas, este sentimiento se enfatiza de tal manera que se proyecta sobre toda la colectividad y sobre la idiosincrasia del ser canario. Para ello, el autor recurre a la descripción negativa de su espacio geográfico: la isla, la montaña, la ciudad-isla, el mar aislador, gris, monótono, silencioso, etc.
En las crónicas de Alonso Quesada, el aislamiento es una de las características más importantes de la sociedad canaria. Tal característica, antes de ser un tema literario y una de las directrices de la poesía moderna insular, es una condición social del hombre que vive en el archipiélago. En este sentido, el aislamiento es la consecuencia de una soledad interior. Es, también, una profunda y continua percepción de las limitaciones que impone el medio geográfico. Este aislamiento se formuló como una condición propia característica del hombre insular que en el siglo XX toma conciencia de este rasgo diferencial en su tradición. Cuando Valbuena Prat (2008: 48) estableció las cuatro características de la moderna poesía insular, define el aislamiento como «la conciencia de la pequeñez del microcosmos ante el macrocosmos, y su deseo de ampliarse uniéndose a él». Esta conciencia de superar las limitaciones y la estrechez del mundo insular hacia otro más grande y abierto aparece constantemente en las colaboraciones periodísticas de Alonso Quesada. En este sentido, en las crónicas se describe un conjunto de elementos que han hecho del «aislamiento» una compleja condición del hombre canario de principios del siglo XX. Esta realidad, junto al «agobio», que supone vivir en la isla, está recreado con acierto en los múltiples textos de nuestro autor:
Esta alma insular tostada de tanto sol y dura de tanto aislamiento árido, echará de menos, con dolor, un día, estos náufragos agradables, que nos han venido amenizando nuestra fría indiferencia cuatro años seguidos. (Alonso Quesada, 2010: 36)
El énfasis del autor en el aislamiento del alma insular se repite más de una vez en diversas crónicas. De este modo, el aislamiento se revela como un drama condicional y vital que caracteriza a los insulares. Incluso, Alonso Quesada habla de ello cuando se refiere a enfermedades y epidemias. La gripe, por ejemplo, rompe con el aislamiento. Veámoslo:
Al fin, el estremecimiento universal llega a estas almas aisladas, de alguna manera. Lo que no lograron telegramas espeluznantes, ni arribo de náufragos hambrientos, lo ha conseguido este diminuto y artero señor microbio. (Alonso Quesada, 2010: 51)
En las crónicas, Alonso Quesada traza visiones de aislamiento y perspectivas que van de una experiencia personal a otra colectiva. Estas visiones ponen de manifiesto el rechazo del autor y su inconformismo con las costumbres y los modos de vida en los que se halla inmerso y de la que es imposible escapar; Quesada está atrapado por ese mismo medio. Las crónicas son, en este sentido, una singular forma de afirmar la presencia del autor y su enfrentamiento con el mundo. Jorge Rodríguez Padrón (Rodríguez Padrón, 1991: 21) dice al respecto: «El aislamiento entonces se revela como drama, como el vehículo más idóneo para comunicar su inconformismo, que es la forma más viva de lucha contra la soledad desde la cual ese escritor se enfrenta al mundo».
Tal afirmación de la presencia del autor y su participación en la realidad se hace patente en muchas crónicas. La soledad del autor termina como un refugio frente a una sociedad marcada por intereses mercantilistas y escasa ambición cultural. La sociedad, siguiendo la costumbre, prefiere más a un tenor sin relevancia que a un destacado novelista. Se prefiere al tenor antes que a un Pío Baroja:
No sé si mi funesta condición de insulario bien harto de soledades pudo influir para el afincamiento de esta aversión. Quizás. Por eso acabo de ser azotado con el desprecio local, porque ahora —en unas fiestas que se han celebrado para conmemorar una conquista católica—, al llegar un tenor a la isla, me aventuré a apostrofar al rizado elemento lírico. Yo había querido que con este pretexto de la conquista hubiese venido el autor de «Paradox, rey», pero la sociedad elegante prefirió un tenor. […]
Pasó el tenor. Desde mi salvaje observatorio le he visto pasar. […]
Y yo, en medio de mi soledad, soledad anticuada y sin recursos, sentía estremecer el corazón. (Alonso Quesada, 2010: 145-146)
En otros ejemplos, el aislamiento, que también muestra la lejanía de la metrópoli, se convierte en motivo de queja porque evidencia la marginación de las Islas Canarias frente al gobierno central:
Claro está, querido lector catalán, que los que vemos ese Gobierno desde el desafortunado lugar que nos tocó en suerte somos unas cuantas personas inteligentes. Los demás, si no lo hallan conforme, no les importa gran cosa. Nosotros, ahítos de él, nos aprovechamos de los barcos extranjeros que pasan y se detienen, y nos vamos haciendo una dignidad forastera y un alma lejana. (Alonso Quesada, 2010: 103-104)
En este juego de visiones sobre el aislamiento y su formulación en las crónicas, vamos a subrayar algunos factores que agudizan este sentimiento.
1. El mar, la isla, la ciudad y la montaña
En la totalidad de las crónicas, la isla como espacio geográfico se presenta envuelta por un mar que la cerca y encierra alejándola del mundo exterior, empequeñeciéndola hasta desvanecerse en medio del Atlántico. La ínsula, como prefiere Alonso Quesada, aparece con todas sus limitaciones. Las montañas, las ciudades y pueblos se empequeñecen frente a la extensión del mundo exterior. Así, cuando autor se refiere a acontecimientos acaecidos en Gran Canaria, en la ciudad de Las Palmas o en otras islas, lo hace destacando la insignificancia de las cosas. De esta forma, los hechos se destacan en una pequeña isla de ciudades pequeñas, de poblaciones y de pueblos pequeños habitados por «hombres pequeños, de cabezas pequeñas con espíritus y emociones pequeñas» (Alonso Quesada, 1986: 357). En esta visión panorámica se advierte como diría Valbuena Prat (Valbuena Prat, 2008: 48): «la conciencia del microcosmos ante el macrocosmos». Ello genera sentimientos de angustia, de melancolía y sentimientos de anonadamiento. Es la soledad isleña la que caracteriza el hombre insular despojándolo de todas las esperanzas y ambiciones:
Este es un pequeño caserío. Nosotros hacemos de él un dibujo sentimental. Unas casitas blancas, unos pájaros ligeros, una brisa dulce y unos pobres aldeanos, resignados y humildes, que caminan sin esperanza, pero también sin emoción. (Alonso Quesada, 1986: 419)
Además, Alonso Quesada agudiza su visión sobre la isla hasta mostrarla como una cárcel natural donde el hombre está condenado a vivir. Esto se advierte en la crónica «Un alemán que se escapa», publicada el 21 de julio de 1918, esto es, unos meses antes del final de la Primera Guerra Mundial. El autor subraya cómo todos anhelan salir de la isla siguiendo la fuga del alemán:
Los periódicos de la localidad, estos periódicos tan asustadizos, han escrito hoy unas palabras terribles: Un alemán que se escapa. […]
En el Casino de la ciudad han dicho: —«Anoche se escapó un alemán. Es una gente admirable»—. Los ciudadanos de la ínsula sienten una profunda admiración por los alemanes que se fugan. Ellos, los insulares, también anhelan fugarse. La ínsula es como un inmenso presidio. Hay un mar de tres días que es una reja de hierro. (Alonso Quesada, 2010: 25)
Esta visión sobre la isla como prisión tiene que ver con la propia experiencia personal de Alonso Quesada. En una carta, Miguel de Unamuno le dice: «Le veo suspirando en su jaula, en su isla —tanto la exterior y geográfica como la interior— y suspirando por libertad» (citado en Santana, 1970: 30). La sensación de encarcelamiento, que había percibido en el poeta canario, será experimentada por el propio Miguel de Unamuno más tarde, cuando la dictadura del General Primo de Rivera lo destierra en la isla de Fuerteventura, en 1924. (Armas Ayala, 1963: 335)
De este modo, la isla se convierte en presidio, «jaula», territorio donde se vive el destierro o espacio en el que no puede sortear el sentimiento de aislamiento.
Asimismo, se evidencia en otras ocasiones, sobre todo cuando el autor dirige su mirada hacia las montañas áridas de Gran Canaria, contempla la «magnífica soledad de las montañas muertas» y percibe «esa perspectiva del infinito, que solo se sospecha sobre los montes pelados y solitarios». (Alonso Quesada, 1986: 405)
Junto a las montañas, la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria también es un lugar solitario y aislado. Las calles, los barrios, las plazas, las esquinas, las casas son espacios donde siente una soledad silenciosa que agudiza el aislamiento. En las crónicas, todos estos territorios vienen acompañados por el adjetivo «solitario». Así, los paseos de la Plazuela de la Alameda se han quedado solitarios, el hogar de Don Antonio es silencioso y solitario, y la ciudad es un lugar solitario donde es inútil e imposible toda defensa.
Sin duda el gran motivo que contribuye a este sentimiento es el mar. Tan recurrente en la poesía de Quesada o en sus obras dramáticas como Llanura, su presencia es muy acusada en las crónicas. El mar es el telón de fondo del paisaje y donde se detienen los sueños. Los barcos, símbolo de la libertad y del deseo de desaislarse, desaparecen en el horizonte del Atlántico. El mar es, como indica Alonso Quesada, «una reja de hierro» (Alonso Quesada, 2010: 25) que impide cualquier deslizamiento hacia la libertad. Es el horizonte del drama. En la crónica «El capitán se queda sin barco» donde se acentúan estos caracteres que hemos venido señalando sobre el mar:
El capitán busca en el horizonte las puertas de su camino. No se ve nada. Atardece. Y el mar terso es el metafórico cristal de siempre. El alemán ve ponerse el sol y llora, bien que no es más que una sola lágrima, una lágrima recta, disciplinada y firme. Acabado el llanto, el capitán se levanta de su roca y emprende el camino del puerto. (Alonso Quesada, 2010: 76)
En otra crónica, titulada «En el solar atlántico, Los náufragos o la indiferencia», el autor vuelve a insistir sobre esta característica: «El mar está solo ahora y es un aburrimiento navegar sin los demás barcos amigos. ¡Acabar de una vez! Sobre los mares flota un silencio de hastío enorme». (Alonso Quesada, 2010: 35)
En otro texto se hace énfasis sobre la particular situación de ser extranjero en un contexto social caracterizado por el aislamiento. El autor, en un intento de soñar más allá de las islas, se enfrenta con un mar límite de sueños:
Yo no he visto jamás un millonario. Un millonario es, para mí, como el lejano dolmen funerario de un guerrero escandinavo o el profundo secreto tumbal de una pirámide egipcia. Todo lo grande que yo alcanzo a ver del mundo es el Atlántico y la punta afilada de mi anhelo rozando el polo. Lo demás es la vida pintoresca que hace alto en este paraje. Vida bulliciosa y casi barata. Hombres y mujeres, sin otro interés que el momentáneo y decorativo. (Alonso Quesada, 2010: 120)
En suma, la soledad, tristeza y melancolía que depara el mar caracterizan la vida de los insulares. También determinan las inquietudes del propio Alonso Quesada: «Nos pasamos la tarde frente al mar, que estaba gris, aburrido y solitario». (Alonso Quesada, 2010: 253)
Se trata, como es evidente para los conocedores de su obra, de una visión que no solo se desarrolla en sus crónicas, sino que es un tema general en autor. En El lino de los sueños, como ya hemos destacado, escribe:
Campos de Gran Canaria, sin colores,
¡secos!, en mi niñez tan luminosos…
¡Montes de fuego, donde ayer sentía
mi adolescencia el ansia de otros lares!…
Soledad, aislamiento, pesadumbre… (Alonso Quesada, 1915, 130)
Como en «Puerto de Gran Canaria» de Tomás Morales, el autor escapa de la soledad y del aislamiento ante el puerto, siempre cosmopolita. Olvida aquí la soledad. La presencia de los barcos extranjeros, la vida mercantil y bulliciosa del puerto, la visión exótica que representa la vida del puerto hacen olvidar la soledad interior; también la exterior. En «El recuerdo oloroso» vive su soledad, va y viene del puerto:
Habíamos huido al puerto […]
Nos pasamos la tarde frente al mar, que estaba gris, aburrido y solitario. Llegó la noche y retornamos a la ciudad, cuando la gente pasaba con sus trajes nuevos que parecían tan mustios como las pisadas alfombras de flores. No quedaba nada. Sólo el recuerdo del olor de la tarde. (Alonso Quesada, 1986, 253)
En otra crónica, el autor, por medio de un personaje, exalta la presencia de un avión de Lefranc en el puerto, convirtiéndolo en enlace de las islas con el Nuevo Mundo:
Hay un señor que necesitaba tener el avión en el puerto. Este señor había cambiado su cotidiana parla por una nueva en que barajeaba el avión de Mr. Lefranc y los aviones de «Nuevo Mundo». Y ahora, sin el avión, tendrá que decir por una sola vez: «El avión se ha ido». Antes decía, diariamente: «¡Hombre, dicen que hoy sale el avión!». «No ha salido hoy». «No salió ayer». El señor que necesitaba tener el avión se ha quedado silencioso en su butaca sin saber qué decir. Ya dijo «El avión salió» y después ¿qué nueva cosa dirá? (Alonso Quesada, 2010: 223)
2. El silencio y la monotonía
En medio de este «tubo» aislado, monótono y provinciano, aparecen otros elementos que reflejan el aislamiento. Así, en las crónicas, el silencio y la monotonía son frutos del mismo. Como no sucede nada y como hay un tedio y una angustia que generan «aplatanamiento», el autor ve cómo reina un silencio hondo y prolongado en la isla, un mal de difícil salida. De este modo el silencio, junto a la monotonía, se convierten en otra modalidad que se manifiesta en la condición del ser aislado. Es un silencio profundo y milenario, una monotonía aplastante y opresiva, que reina sobre la isla, la ciudad, las calles, las plazas, las casas, los hombres e incluso sobre las cosas. Veamos unos ejemplos:
Hemos salido a la calle: El mismo señor de ayer, la misma mujer de las noches pasadas. El mismo cielo; las mismas estrellas. Acaso una estrella nueva que no hemos visto, que no veremos jamás. Y en las esquinas oscuras, las tartanas de siempre, con el tartanero durmiendo sobre los bancos… Un señor que pasa y dice: «Buenas noches», y otros hombres que salen a la diez desperezándose de las reboticas. Las boticas también se cierran temprano. iOh, qué silencio sin silencio! (Alonso Quesada, 2010: 141)
Es que el Sr. Camejo de quien está aburridillo es de él mismo, y solo en su casa, siente el silencio de su propia desabridez y no puede resistirla. En la calle, alzando la voz y oyendo el ruido de los carros se le quita al Sr. Camejo su aburrimiento. (Alonso Quesada, 2010: 166)
La insistencia del autor en el estancamiento de la vida en la ciudad, al describir la inacción isleña, dramatiza la vida y la hace imposible. De esta manera la monotonía se presenta como una situación general para los isleños. La presencia del silencio es inmensa. Es otra forma de presentar el aislamiento. Si la monotonía y el silencio hacen imposible la vida en la ciudad isleña ¿quién, por así decir, vive la vida? El autor, en uno de sus paseos nocturnos, despoja a los isleños de la vida. No hay seres vivientes sino «sombras que se arrastran». Aquí, asistimos a uno de los párrafos donde la monotonía y el silencio, sustitutos del aislamiento, deshumanizan a los isleños:
Nosotros cruzamos la ciudad. La ciudad está sola, pero las ventanas entornadas, parecen ojos bizcos que nos miran atravesados. Por todas estas ventanas asoma la luz y se nota que en las habitaciones hay una gente callada, amulada sobre un sillón o sobre un canapé. ¿Duermen? ¿Y si duermen por qué no se acuestan en sus camas? Estos hombres son como sombras que se arrastran. Su aburrimiento sale, como un vaho denso, pernicioso por las ventanas entreabiertas y se extiende por la ciudad. (Alonso Quesada, 2010: 388)
En las crónicas el silencio refleja la despreocupación social y hace que la vida se convierta en monótona y el trabajo lento y pesado. De esta atmósfera emanan sentimientos como «la melancolía», «la angustia», «el aburrimiento» y «el tedio», que se revelan como poderosos mecanismos que determinan el comportamiento. De esta forma Quesada nos habla del «Sr. Camejo está aburridillo», de otro que «está jeringado» y del Sr. Robaina, que «está molido». Sobre el molimiento señala: «¿Es que ellos han nacido ya molidos del vientre de sus madres?… No, no. Es solo el espíritu lo que está molido. Lo ha molido un molino negro y silencioso que mueve el diablo». (Alonso Quesada, 1919: 54)
Con la indolencia se desmitifica en las crónicas al hombre canario de los siglos anteriores. No se trata del guanche fuerte, bravo y valiente de Comedia del recibimiento de Cairasco de Figueroa:
Aquí, pues, de la próspera
fortuna está gozando un fuerte bárbaro,
que por sus méritos
alcanzó la corona y regía púrpura,
y en la terrestre máquina
es celebrado el ejercicio bélico.
Doramas es el ínclino
nombre de aqueste capitán indómito.
Si os parece, llamémosle,
que dé la bienvenida al Ilustrísimo. (Cairasco de Figueroa, 2005: 31)
Al contrario, las crónicas de Alonso Quesada retratan un ser indolente y perezoso. A través de la descripción de una serie de escenas diarias, el autor describe a un ser que tiende siempre hacia la inercia, la dejadez, la pereza y la inactividad. Estas visiones las expone por medio de un humor en el que no falta la ironía. Crónicas como «Robaina está molido», «No tengo ganas de moverme», «Niña no me relajes», reflejan, además, el desprecio que siente el autor hacia estas costumbres y vicios de su época. La pereza se manifiesta en el mínimo trabajo. Los isleños lo evitan con cualquier pretexto. Tampoco quieren moverse. En el ejemplo siguiente el autor invita a unos «amigos» a dar un paseo. Estos se muestran impasibles:
Nosotros vamos a un casino para invitar a nuestros amigos a dar un paseo. Uno por uno nos dicen que no tienen ganas de moverse. Buscamos entonces a nuestro compañero de tresillo que está leyendo el Diario, el único periódico que se lee aquí. Pero nuestro compañero nos responde lo que los amigos del paseo: «No me muevo de esta silla ni a tiros». Aquella noche nadie quiere moverse. Y esperamos al siguiente día. Nos ocurrirá igual. Nuestros compañeros, nuestros amigos, no tienen ganas de moverse. (Alonso Quesada, 1919: 72)
La crítica del autor a este estado de inercia y dejadez se agudiza con ironía burlona y con tono satírico cuando retrata cómo el isleño se siente «molido» por el olor del incienso:
—Es que estoy molido —responde el ciudadano. Se me han quitado las ganas. El olor del incienso me ha dejado molido.
La esposa no comprende bien cómo un olor tan amable y tan sagrado, puede moler nada. La esposa sabe que sólo muele el molino, pero como el esposo asegura que muele también el incienso, ella se calla y no medita, ni pregunta más. (Alonso Quesada, 1919: 27-28)
Esta pretendida tendencia del insular a relajarse, a no moverse y, estar siempre molido y «aburridillo», hace que el escritor llegue a negar la existencia del «señor del parque»; prototipo de cualquier insular. Aquí el autor no solo critica la pereza y el aplatanamiento, sino que, a fuerza de estos dos factores, la vida del isleño está dominada por una monotonía perenne; esto hace que Alonso Quesada se enfrente a unas existencias inauténticas, las de los individuos que le rodean, algo que le conduce a sostener la inexistencia del «señor del parque». Veámoslo:
El señor, a fuerza de voluntad, ha logrado una pequeña y ficticia existencia. Y piensa que existe. Y como se palpa y hasta en alta voz para oírse, cree realmente que es un ser vivo. Y he aquí todo lo que él cree que es. Primero: tenedor de libros. El señor se cree lleva los libros de un comercio porque se sienta todos los días en una mesa y escribe un diario. Después, cree que es casado, porque ha engendrado diez hijos, más tarde cree que va al parque porque está en el parque. Y nada de esto es cierto sino en la cabeza del señor. Si el señor no tuviera esta pequeña imaginación que le hace soñar estas cosas no pensaría que existe. Y ya sabemos que puesto que “pienso, luego existo”, no existe quien no tiene un pensamiento acondicionado. (Alonso Quesada, 1919 78)
En esta atmósfera en la que la pereza y la indolencia son los principales motores de la vida insular, describe cómo el tiempo y el espacio también sufren las consecuencias del aislamiento. El tiempo en la isla va hacia atrás y no hacia delante: «en la ínsula ir hacia delante es ir hacia atrás». También el espacio permanece estático bajo un cierto sentimiento de melancolía: «El mismo cielo; las mismas estrellas. Acaso una estrella nueva que no hemos visto, que no veremos nunca». (Alonso Quesada, 1986: 205)
Por último, hay otro elemento que sobresale y que plasma el impacto del aislamiento en los isleños. Es la personificación de algunos seres y de las cosas inanimadas que se vinculan con el propio estado espiritual del escritor. El farol, por ejemplo, es un instrumento que alumbra el camino a los transeúntes en las noches oscuras, silenciosas y solitarias:
Yo soy sentimental, yo soy un pobre farolito que cuida tu pierna o tu mano, amigo, en las noches sin luna.
«Soy, en las ciudades solitarias, el único amigo de los trasnochadores. ¿Qué sería de vuestras almas sin el farolito de los escombros?…» (Alonso Quesada, 1986: 152)
Las máscaras en bailes de fiesta o en Carnavales sirven para proyectar su actitud no solo individual sino también colectiva. El autor no baila porque se siente solo en medio de la muchedumbre. El tedio no puede ser sino el reflejo de la soledad: «Y la máscara siente pena y yo siento tedio» (Alonso Quesada, 1986: 14). La misma proyección de la orfandad, que se desarrolla en su obra poética, se manifiesta en torno a una ventana:
Nos detenemos frente a la ventana. El hombre tuerce, entonces, su ruta y se aleja…Ha tenido más miedo que nosotros. Ha pensado que podíamos gritar y que podríamos auxiliarnos de aquella ventana misteriosa que no deja de iluminar toda la noche. Pero la habitación está solitaria; hemos llamado, hemos gritado…Nadie ha respondido. La casa está vacía. Pero la ventana abierta, luminosa, sola en medio de las sombras, es el refugio espiritual de los que vagamos en la noche. (Alonso Quesada, 1986: 148)
Otro ejemplo de cómo el isleño se entrega a la soledad es el caso del capitán alemán que quedó sin barco. En unas líneas de gran genialidad, Quesada hace participar al lector en la angustia del aislamiento. El capitán, al quedarse en la isla, lejos del mundo castrense alemán se siente solo frente al mar y, mientras sigue envuelto en su soledad, siente la necesidad de romper este aislamiento e imaginar otro alemán que le acompañe en su melancolía y soledad:
El capitán desde la playa, sobre las rocas, está pensando en hacer otro alemán para que lo acompañe en su melancolía […]
El capitán busca en el horizonte las puertas de su camino. No se ve nada. Atardece. Y el mar terso es metafórico cristal de siempre. El alemán ve ponerse el sol y llora, bien que no es más que una sola lágrima, una lágrima recta, disciplinada y firme. (Alonso Quesada, 2010: 90)
Otra forma que se plantea en las crónicas como alternativa frente al aislamiento es la necesidad de superarlo. Esta forma se ve cuando el autor deja de un lado su soledad y participa en la vida diaria. Las crónicas son un ejemplo de ello. No se trata de la literatura romántica con su visión poética sobre el aislamiento y la búsqueda de la soledad isleña, al contrario, Alonso Quesada penetra en este ambiente insular; comunicando su inconformismo y su rechazo a esta condición. Así, la patria no es el almendro ni la roca de la que habló Nicolás Estévanez (Estévanez y Murphy, 1878: 22, apud. Reyes González, 2015: 180-184), sino es un lugar que limita, cerrado y agobiante. Alonso Quesada quiere romper con el aislamiento, viajar, encontrarse con otros horizontes más amplios y serenos: «Y como estamos metidos en una insignificante provincia nos animan a que salgamos de ella: «usted debe marcharse a Madrid; allí encontrará más campo». (Alonso Quesada, 1986: 130)
En este afán de salir de la isla y no resignarse al aislamiento surge, como hemos mencionado antes, el puerto como lugar de contacto con otras culturas y adonde huye el autor en sus horas solitarias de aburrida vida en la ciudad. En una crónica confiesa «Habíamos huido al puerto». Sin embargo, ante la imposibilidad de salir y de romper con este aislamiento, aparece la esperanza como el último refugio de los insulares. La esperanza se manifiesta en la crónica «La carta mágica». En ella, los insulares imaginan y sueñan recibir una carta que nunca ha de llegar porque nunca va a ser escrita. Así, en vez de dejarse abatir por la soledad y el aburrimiento, imaginan una carta que debe llegar. El autor dramatiza esta situación y hace que el hecho de no recibir una carta caracterice la vida de los insulares. En esta crónica se describe la esperanza como símbolo de la resistencia de la sociedad.
Esta carta es la misma carta de todos. Está detenida lejos, dirigida a todos los isleños que no han escrito carta ninguna, para que no pueda ser recibida. Un isleño que por rara casualidad la reciba, perderá en el acto todo su prestigio de hombre de cartas. Porque la verdadera importancia es no recibirla para poder decir: «No he recibido carta», y darse el tono de que está en lo posible recibirla […]
Cuando el isleño no escribe esta carta y la echa al correo, y la respuesta llega, será un hombre perdido. Pero si no la escribe y no la echa al correr y no recibe a donde no la ha dirigido y la respuesta no llega y el isleño puede decir, con toda la explosión de su petulancia: «¡Hombre, no he recibido carta!», entonces puede aspirar a un busto o al nombre en una calle en el Puerto. (Alonso Quesada, 1919: 135-136)
En fin, se puede afirmar que el aislamiento como característica de la sociedad canaria de principios del siglo XX es un motivo central no solo en su obra de prosa, sino también en su obra poética y dramática. En El lino de los sueños, en Llanura y en las crónicas se plasman las diferentes visiones sobre el impacto del aislamiento en la vida de los canarios. Alonso Quesada lo trata desde un triple enfoque: el impacto geográfico, la presencia del mar y la condición del propio corazón del autor como «islote».
Estas crónicas que introducimos son publicadas en el periódico Ecos, que Alonso Quesada dirigió desde su fundación hasta 1917. Estos textos no han sido publicados en ninguna de las cuatro ediciones de la obra completa de nuestro autor hechas por Lázaro Santana. Las dos crónicas vienen publicadas bajo el epígrafe habitual que Alonso Quesada utiliza para sus textos periodísticos: «Crónicas de la noche»
Crónica de la noche
En uno de estos callejones escondidos de Vegueta hay siempre, a la puerta de una casa diminuta, un braserillo encendido. Nosotros somos amigos de una vieja vestida de negro que enciende un brasero en la acera de la calle todas las noches. La vieja tiene el brasero para asar hígado y venderlo.
Una de estas noches, ha venido un amigo de estos extravagantes y se ha asomado a la ventana, desde la calle. El amigo nos ha dicho: —«acompáñame a comer carajaca». Nosotros no sabemos lo que es carajaca, pero como esta palabra sueña a alguna cosa dulce, vamos a acompañar al amigo. Nos ha llevado el amigo junto a nuestra amiga vieja. Entonces hemos podido saber que la carajaca es el hígado asado que aquella buena mujer vende.
Nuestro amigo ha cogido un trozo y se lo ha comido con fruición. A nosotros nos ha dado un vuelco el vientre. La mujer es buena y pobre pero tiene las manos sucias. El hígado que ella vende tiene un aspecto trasnochado. Quizás el jueves vende hígado del lunes, o este lunes hígado del martes.
Pero el amigo, que es glotón, no piensa en estas cosas. Se nutre de carajaca hasta que ya no queda en las parrillas ni un pequeño trozo. Después saca unas perras, paga y nos vamos.
El amigo nos dice: —«Me gusta la carajaca, lo que no tienes idea.» todas las noches come de esta vianda. Nosotros, como dice el amigo, no tenemos idea de lo que a él le gusta la carajaca. Y esta carajaca la hace nuestra amiga la vieja para su más entusiasta cliente.
Toda la inquietud del amigo consiste en comer carajaca. Cuando nos dirigíamos a comprarla, nosotros hemos hablado al amigo de algunas cosas actuales, por ejemplo, de la neutralidad, de los Estados Unidos, de las timbas insulares. Nuestro amigo no contestaba. Él caminaba a nuestro lado, como obseso; parecía dominado por una idea terrible. La idea era la carajaca. Estaba pensando si encontraría o no carajaca. A él no le preocupaba nada, no le ilusionaba nada. Cuando deja su trabajo honrado y sale por la noche a dar un paseo, así como otros van a tomar un café, él va a comer su carajaca. Es el postre de nuestro amigo.
Si alguna vez este amigo se viera en peligro de muerte, él no sentiría perder la vida; en el instante supremo no acordaría sino de que no iba a comer más carajaca nunca.
[Ecos, 25 de Mayo de 1917]
Crónica de la noche
Esta noche por nuestra calle de Triana, silenciosa y en sombras, va deslizándose lentamente un entierro largo, una sucesión interminable de grupos, con el mismo paso acompasado, una procesión de Viernes Santo —tal la del «Retiro»— lenta, aburrida, cansada, como de los cuerpos que han recibido el «Estropeo» de todas las procesiones de la semana de Pasión. Y, a pesar del aspecto, los grupos de esta noche andan en diversión; son gentes que van a distraerse al Parque, admirando las películas, con la misma consecuencia y la misma resignación con que van a distraerse al Cementerio el día de difuntos admirando los adornos de los nichos. Y están luego en el Parque, que se llena con el aluvión de todos los barrios, apretándose y tropezándose con toda consecuencia y todo fervor cumpliendo religiosamente el rito de la distracción, procurando cada uno aprovechar escrupulosamente el instante de diversión que puede estar a su alcance ahora y que ya no encontrará más en la semana. ¡Oh, si la diversión pudiera recogerse y guardarse, si fuera como un objeto usual y perdurable, que pudiera esconderse ahora en el bolsillo y utilizar cualquier día, cuando nos haga falta! Y sin embargo, esta gente que ha recogido con tanta fatiga y tanta molestia, su pedacito de distracción, la guardará cuidadosamente en el recuerdo y más tarde un día entre los días, podrá decir con nostalgia reviviendo la emoción pasada: ¡una noche, en el Parque…! Y esta noche en el Parque han visto unas hazañas detectivescas en la pantalla del cine y han escuchado un cuplé que toca la banda con un estribillo estúpido y monótono: —«¡Serranillo, serranillo…!»
Y al retirarse, muy lentamente, muy mustiamente, como en un entierro, llevan guardada en el fondo del alma la emoción de esta noche y miran hoscamente al transeúnte como si temieran que fuera a arrebatársela. La emoción perdurará sin marchitarse escondida en un rincón de estas almas. Y mañana, un día de carnaval, cuando se atrevan a dejar su compostura amparados en un disfraz grotesco, la emoción, la diversión de esta noche les saldrá sin querer atronando en el hiriente estribillo: — «¡Serranillo, gitanillo…!»
[Ecos, 17 de septiembre de 1917]