Rescatamos a continuación cuatro textos dispersos de Pedro Perdomo Acedo que, escritos en diversas épocas y con finalidades y presentaciones diferentes, tienen como eje vertebrador al artista canario y especialmente sus conexiones con una tradición propia. Los artistas no son otros que Cirilo Suárez (1903-1990), Colacho Massieu (1876-1954), Jane Millares (1928-2022) y Antonio Padrón (1920-1968), ordenados en esta ocasión por las fechas de realización de los escritos de Pedro Perdomo. Un artículo de periódico el primero de ellos (aparecido en España Nueva), una charla con motivo de un homenaje (no publicada y probablemente con la intención de no publicarse) para el segundo, y los poemas dedicados a los artistas Jane Millares y Antonio Padrón, que posteriormente serían recogidos en el catálogo o folleto de alguna de sus respectivas exposiciones.
Las fechas de composición de cada texto abarcan desde 1934 a 1970. El primero de ellos corresponde al año en que Cirilo Suárez expone en un escaparate de un comercio de la calle capitalina de Triana (1934) el cuadro premiado en el Salón de Otoño del año anterior; el segundo texto recogido es una charla homenaje, tras haber sido condecorado Massieu en 1946 (6 de septiembre) con la insignia de Alfonso X el Sabio; el tercero, un poema dedicado a Jane Millares, que aparece publicado en el folleto de la exposición de la artista Campesinas canarias en El Museo Canario en 1962; el cuarto y último, dedicado a Antonio Padrón, aparece en 1970 en el catálogo de la exposición antológica póstuma que patrocina el Ayuntamiento de Las Palmas, también en El Museo Canario.
La vinculación (o la atracción) por la pintura es una constante en Perdomo Acedo, algo que se vislumbra desde sus comienzos y que es muy posible que esté conectado no solo con su participación en los años de fundación de la Escuela Luján Pérez, sino que responda a una preocupación constante por los lenguajes y por la estética en sus distintas manifestaciones, a pesar de las diferencias y distintas finalidades entre el lenguaje artístico y el poético. Ya en 1923, en la Revista de Occidente, vemos su colaboración Gráficos rítmicos de un poema del Atlántico, sobre la obra de Néstor; o los vínculos fraternales con el pintor alavés Ángel Olarte, a quien le dedica algunos de sus poemas iniciales allá por el año 1921. A esa misma línea pertenecen estos textos que ahora se publican reunidos, reflexiones sobre el artista y su obra, así como textos poéticos dedicados a pintores, textos que podemos relacionar también con alguna conferencia de 1936 sobre Jorge Oramas (hoy no localizada) y otros tantos textos publicados en la prensa, pero sin firma, hecho que dificulta muchísimo seguirle el rastro a través de la prensa. Muy del gusto del poeta también fue acompañar sus propias poéticas de retratos realizados por artistas canarios, salvo los realizados por el Cabildo de Gran Canaria con motivo de la obtención del Premio Tomás Morales de 1971 y 1972 o en su último libro editado en edición no venal de Última noche contigo, que lleva el retrato de su esposa, Julia Azopardo, por Juan Ismael.
Los textos en prosa recuperados aquí, junto con otros vinculados con el arte y la pintura canaria, iban a formar parte, inicialmente, de la publicación Alrededores de una poética, pero finalmente fueron descartados, a pesar de que algunas de las reflexiones que se ofrecen bien pueden complementar esas visiones y reflexiones que sobre la poesía tiene nuestro autor y este es, principalmente, el motivo que hoy nos ha llevado a esta publicación conjunta. Además de una defensa de una tradición propia, las conexiones entre el pasado y el presente en el constante proceso creativo de los diversos artistas, la suficiencia artística canaria con su discurso propio e independiente, o algunas lecturas y matices sobre el arte canario, son algunas de las cuestiones que podríamos resaltar como punto de conexión entre estos cuatro textos.
Para entender mejor la charla-homenaje a Colacho Massieu, dado el tono de discreción que se mantiene en el texto, es conveniente saber que al pintor se le hicieron varios homenajes, y el que Perdomo Acedo menciona tuvo que ser muy formal, pues en la prensa se pide casi inmediatamente otro tipo de acto homenaje. Tal como se recoge en una crónica del momento, titulada «Homenaje al pintor Nicolás Massieu» (Falange, 8 de septiembre de 1946), se citan algunas de las frases del evento que difieren notablemente del texto original: «Mucho debe a Francia Nicolás Massieu en su aprendizaje, pero debe también muchísimo a los otros lugares por él visitados»; o la referida a la recogida de la insignia de Alfonso X el Sabio a título particular, que el propio Colacho Massieu, tal como podemos ver en el texto de Perdomo Acedo, aceptó solo como depositario de una distinción colectiva, mientras que en aquella crónica se afirma: «Y, por ello, al ostentar este galardón me considero mero depositario de lo que, por su condición, exige ostentación personal».
El poema dedicado a Antonio Padrón se publicó (no sabemos si con permiso o no del autor) con el título «Movimiento de vísceras en su animal cerámica» en el Eco de Canarias, el 14 de octubre de 1965, con motivo de la clausura en la Casa de Colón de la exposición antológica de Antonio Padrón. Sin embargo, su presentación no fue nada correcta, por lo que se volvió a publicar tres días después. En 1968 se publica con motivo del fallecimiento del artista, ocurrida el 8 de mayo de ese año. Lo encontramos nuevamente en el catálogo de la exposición póstuma de 1970; el título ha cambiado por el de «Cueva Pintada»; sin embargo, el original conservado está fechado en 1962 y no refleja el cambio del título que aparece en el catálogo.

El poema «La tierra que es el hombre» sufre también cambios posteriores y en la versión definitiva conservada se modifica la dedicatoria y se cambia el título, que pasa a ser «A Jane Millares»; la dedicatoria anterior «A Jane Millares, contemporánea perpetua», pasa a ser, «Tan primitiva y tan contemporánea», frase que refleja mucho más acertadamente, desde nuestro punto de vista, esa evolución no solo de la artista, sino de la propia tradición artística, que fundamentada en una tradición aborigen que consigue llevar sus creaciones a la actualidad con un discurso nuevo, al igual que hiciera su hermano Manolo, pero con su personal signo individual que la llevó a crear su propio lenguaje artístico.
Cuatro textos, cuatro presentaciones muy diferentes, un estilo muy personal y reflexivo tan característico de la escritura de Perdomo Acedo. Cuatro modos diversos de creación artística que nos permiten oír y conocer mejor los modos del poeta, pero también que confirman un concepto del arte canario (y de la literatura) con unas características singulares, diferentes, que le llevan a mantener su propio y particular discurso dentro de una reconocida tradición que ha estado latente y presente en las creaciones insulares con pleno convencimiento de ser en sí mismas, y ser ineludiblemente autónomas.
Alfareras de la Atalaya
Hasta hace pocos días, un escaparate de Triana acogió tras sus cristales cierto lienzo de Cirilo Suárez, que conviene comentar: «Alfareras de la Atalaya». Ya el alegre empaque del título nos conmovió no poco, cuando el lienzo fue bien acogido en Madrid. Referirse a los alfareros de la Atalaya es como hablar del jardín botánico del hotel Santa Catalina; pero como para el buen isleño ese trozo de Santa Brígida es consustancial con el recuerdo de su islote, resulta que Cirilo Suárez ha insertado su visión pictórica en lo más mollar de la sensibilidad insular. Si le siguiéramos, a través del cuadro, tal vez pudiésemos aprehender lo que hay y no hay en la sensibilidad de todos nosotros: el cálido discurrir de la inquietud isleña.
Representa el cuadro, simplemente, una cueva de talayeras: espacio cerrado en donde alienta una humanidad rudimentaria, que vive colgada, dando vista a un barranco que brinca salvajemente y sin que le interese el espectáculo maravilloso que otea desde su guarida. El espacio cerrado que nos ofrece Cirilo Suárez tiene una brecha, pues en las cuevas a que nos referimos la puerta no cierra, aísla; y por este portillo –pues portillo es la defensa de la brecha– la luz bucea en busca de alcándara. Si el cuadro «Alfareras de la Atalaya» tiene un arranque patético habremos de buscarlo precisamente en esa aventura de la luz buscando su reflejo.
Mas si la pintura tiene algo de esencial –y no cabe duda de que lo tiene– yo no encuentro esa esencialidad mejor reflejada que en ese su desriscarse en busca de colocación. Eugenio d’Ors ha hablado mucho de las formas que pesan y las formas que vuelan; pero (pensando justamente en el impresionismo o en los últimos movimientos de vanguardia) no me resigno de abandonar a su suerte a las formas que nadan. Y muchas veces me pasa encontrar, como en «Alfareras de la Atalaya», que la forma que nada es, justamente, producto de la indisciplinada luz que busca no ahogarse, ordenándose a la buena de Dios en esta cueva que es, como para los seres vivientes la campana neumática, un lugar de angustia, cono tenebroso carácter lucífugo.
No busquemos, por tanto, en este antro una matizada calidad de la pintura. Alguna vez he dicho que los matices son como ocultos senderos que recorre la sensibilidad para sorprender a las cosas en infraganti delito de contemplación. En la Atalaya todos los senderos se quiebran en el portillo y solo queda el hocico áspero de la cueva para ingurgitarse el mundo coloreado que traspase su umbral. No existen, pues, matices, que son la gala del color, la manifestación de salud que hace el pintor en sus lienzos; y como no hay matizada existencia pictórica palpamos la angustia de la luz por ir rescatando, con su mate respiración, al menos la estructura de la humanidad enterrada en el interior de la cueva. Y la estructura del cuadro ya no es lo más interesante. Como estas notas quieren hacer un poco de práctica anatómica sobre un cuadro sugestivo, que marca un momento lúcido de nuestra pintura local, hagamos con todo pormenor un examen de la estructura de «Alfareras de la Atalaya».
En primer lugar, el ámbito en que se desarrolla la escena aparece naturalmente –y en el resultado estético lo será mucho más– retorcido a modo que nuestros jayanes retuercen la vara del membrillero. Como el pintor no ha tenido más remedio que meter en un cuadro de dos metros una realidad cuyo bulto es algo mayor, se ha visto precisado a darle un empujón a la cueva y a contorsionarla. Que esta faena no es pecaminosa, antes responde a una función estética primordial, nos lo ha mostrado –por tomar un ejemplo patinado por la admiración universal– Diego de Velázquez en «Las Meninas»; aunque tal vez haya sido el Greco en su «Entierro del conde de Orgaz», quien más genialmente diera un revolcón a la realidad para cubrir la escasa superficie de un altar nada menos que con los habitantes del cielo y de la tierra. Y si no fuese porque la faena exigía demasiada prolijidad, que no es el caso, yo os mostraría en ese parabólico acierto del cretense las partes que pasan –el cadáver y lo que, por poder serlo algún día, forma su cortejo–, las partes que vuelan, y ya eso requeriría un ensayo un ensayo sobre el fervor, que es acaso la más ligera manifestación de la vida humana y podría llevarnos a un resultado que hoy quiero evitar: la de que el ángel, para serlo, ha de ser casquivano y las partes que nadan; pues es nadar aquella operación que hacemos para respirar en un medio irrespirable.
Claro que al aludir a la irrespirabilidad del medio me guardaré muy mucho de hacer entrar en esa expresión cuanto no sea de un valor puramente expresivo. No es, por tanto, misión mía señalar otro ahogo que el de la luz, pues los patéticos personajes que allí posan pueden mudar de cobijo, si así les place; no así la luz, verdaderamente malograda desde que embocó el seco arrecife de la cueva.
Sorprende el pintor en «Alfareras de la Atalaya» un momento de intimidad y recogimiento. La escena no nos interesa: cada día interesa menos en un cuadro la escena que en él se representa. La función de la pintura comienza justamente cuando la escena ha terminado; todo el movimiento que pueda sorprenderse queda recluso en los bocetos. El pintor ya no trabaja como el hombre sediento, con el agua cristalina, sino con el puro esquema de su fórmula. De ahí el error de quienes buscan en un cuadro la satisfacción visual de sus apetitos. Nada de eso. Todo arte es un resultado y, al totalizarse en el nuevo producto no quedan residuos de sus componentes. Artista que no cuente con esta ultraelaboración es artista perdido para siempre. Y lo mismo el contemplador de obras de arte plástico que no renuncie a hacer el camino de la elaboración el centro de su interés contemplativo.
Quedamos, pues, en que el pintor comienza su faena cuando la escena ha terminado. Lo único que le queda al artista es ser el regisseur que señale su final.
Mas entonces comienza justamente la gloria y el infierno del artista; en ese momento es cuando ha de demostrar el artista que lo es. Todo cuanto ha libado en la realidad, ¿puede servirle? Si pudiera servirle todo cuanto ha libado en la realidad la labor del artista sería labor al alcance de paciencia. (Convenido en que el genio es producto de larga paciencia, pero a condición de que el paciente tenga genialidad). El artista comienza a serlo en el instante tremebundo de la eliminación; creador que no tenga para su arte una función eliminatoria, parigual a la renal en el cuerpo humano, muere de mala muerte: intoxicado. El toque del artista está en quedarse con lo necesario para la expresión; y en artes plásticas se llama modelar cabalmente al acto de ir quitando todo lo que sobra.
Solo que, así como veíamos antes que no bastaba adicionar, ahora nos encontramos con que no es suficiente sustraer. ¿Qué clase de operación será, entonces, esta de la creación artística?
Yo no quisiera decir nada que pueda a nadie parecer herejía; pero el acto de creación artística es un acto fraudulento. Consiste en desviar a tierra –como se hace con los contadores de fluido eléctrico– todo el fluido vital necesario para que funcione el mecanismo sin hacer gasto vital ninguno.
No sé si me hago entender. El artista, aun cuando realiza un fraude, no es por eso un indeseable en nuestra sociedad, pues ejecuta su faena desde un punto de vista irónico. Así como muchas personas toman la luz de un contador muerto, así el artista manipula para su arte cuanto de cadavérico le ha dejado su ocupación cinegética. Lo que el artista presenta en sus manos es como trofeo es justamente un exánime faisán.
Esto en cuanto a lo que d’Ors llamaba las cosas que pesan.
Nos hemos olvidado un poco, en este rodeo, de que nos hallamos en una cueva. Mas grotesco viene de gruta; zona sombría que acaso no produzca sino delirios. Cuanto pesa tiene ese aire, como la señora de más elegante empaque al resbalar por el suelo. Y como nos hallamos en las cuevas de la Atalaya –termoestabilizadas según canta un poemilla de aguda intención epigramática original de Rafael Navarro Jiménez–, veamos en qué forma el pintor ha sido, yo no sé si con deliberado propósito, o por imposiciones de la realidad fiel al contorno descrito.
Quedamos, pues, en que la cueva se ha tragado a la luz, aun cuando lo grave es que amenaza también devorarnos a nosotros meros espectadores convertidos en momentáneos cavernícolas.
Sería prolija labor para proponérsela ahora desentrañar el tono de vida que alienta en estas figuras, a las que, en u escaparate de Triana, hemos hecho compañía algunos momentos.
Vieja es la distinción entre el hombre-masa y el hombre-fermento. Pues bien, lo que encontramos en esta gruta es humanidad-masa. Y masa femenina, con exclusión de varonía –lo que constituye otro acierto del pintor–, pues en la Atalaya se nos ofrecería ocasión de discernir el papel que la mujer representa y el volumen que en la vida total isleña han representado nuestras matriarcas. Masa femenina que en cada una de sus representantes tiene la más mínima porción de auto-ironía necesaria para no naufragar en el mar de civilización que las envuelve. Tal como viven ahora, y salvo detalles plenamente accesorios de su vida, han vivido siempre –y lo que es más grave, seguirán viviendo–. Solo el racimo de plátanos desentona con su amarilla prosopopeya. Veremos por qué.
El racimo de plátanos que está allí de incognito y como marchito, por la acre tufarada de vida que trasciende de la cueva, hace alusión al valle. La Atalaya, como una suerte especial de «cochafisco», es justamente residuo de una gigantesca transformación a que fue la tierra sometida; montaña apenas velluda y, desde luego, mal habitada. Está, pues, allí el racimo como arrastrado por una mano usurpadora para sustraerle a la navegación que todo buen racimo debe hacer.
En cambio, hay objetos que están pidiendo a gritos un lugar –brazada de hierbas, saco de paja– en la escena grutesca; y es lástima que no aparezcan, porque su ausencia impide subrayar –grotescamente– la intención restante del cuadro que, al llegar a este momento, parece como arrepentido de su primitiva intención.
De todos modos, «Alfareras de la Atalaya» significa un acertado paso de nuestra pintura. Cirilo Suárez ha tomado un poco de blanda humanidad, la ha encuadrado en un ámbito pétreo y ha mostrado, por superposiciones significativas, un palpitante trozo de vida insular. Superponiendo, es decir, con ritmo grotesco que recoge el punto de autoironía que resuman los personajes seleccionados.
[1934]
Admirado don Colacho
Admirado don Colacho: Fervorosos amigos suyos quieren que en su nombre, como entre una fresca nube de admiración, haga el ofrecimiento de tan modesto ágape. Ignoro si voy a destrabar exactamente los resortes de su fervor, pues este acto es íntimo, cariñoso y sencillo, como los que lo promovieron, y dedicado a un hombre íntimo, cariñoso y sencillo, como el que lo recibe.

Esta duple sencillez habrá de impedir, por tanto, cualquier clase de solemnidad. Nos negamos a ser solemnes, acaso para serlo de manera fabulosa; pues fabulosa ha de parecer a muchos la reunión de unos amigos en torno de un amigo en un acto extravagante que nos traslada de lugar para compartir en común la personal extravagancia de cada uno.
Nuestra musa no habrá de ser el remordimiento, sino la admiración. No aspiramos, de consiguiente, a continuar las consagraciones que han recibido usted y su obra en actos de verdadero empaque oficial y en actos de verdadero empaque amistoso. No queremos lanzarlo, sino retraerlo del lanzamiento y dejar su existencia nuevamente en aquel instante de verdadera soledad en que no le era necesario usar otro lenguaje que el de sus pinceles.
La gente, en verdad, no necesitaba saber que era usted pintor; mucho menos que nadie necesitaba saberlo usted mismo. Para que lo olvide estamos aquí, en el sanatorio de la amistad, ofreciéndole unas horas de reposo junto al mar, para cura de los superfluo.
Claro que la primera jornada de su evasión hacia su encierro la ha recorrido usted con sus propias piernas. Fue en momentos emocionantes; en aquella solemnidad oficial donde terminó usted diciéndonos muy modestamente (pero con una punta de audacia que no hacía sino subrayar su modestia) que al recibir las insignias de la Orden de Alfonso el Sabio lo había como simple depositario del arte de su isla, pues este fue quien verdaderamente las conquistó en Madrid.
Nos llenó usted de dudas, entonces, porque para muchos de nosotros el competentísimo Marqués de Lozoya se había limitado a hacer por su cuenta, que es la del Estado, la exhibición de unos púgiles que ni comparecieron todos ni estaban todos preparados para un combate a fondo. Mas sea lo que fuese, el hecho es que muchos de ellos (para ser más exacto diré: la totalidad de ellos) fueron felicitados por la buena forma que aparentaban tener. Y la cosa quedó ahí, es decir, allí.
Esta del Cabildo fue, según creo, su última lección pública de maestro de dibujo; pero allí recibió usted también acaso la postrera lección que en la vida le quedaba por recibir; y esa lección versó justamente sobre el alcance de su obra y el derrotero de su vida. Y fue verdaderamente conmovedor oír hablar de sus estancias en Roma y en París; de su desplazamiento a Buenos Aires y de otras anécdotas que refrescaron la recepción oficial con algo que, como la bohemia o la emigración, ya no era verdaderamente oficial.
Los estudiosos que en aquella ocasión trataron de su vida y de su obra no cerraron con ello el ciclo del fervor, que más bien comenzó entonces; y ese comienzo fue, como todos los comienzos verdaderamente grandes, tan irracional como un mensaje.
Sospecho que salvo usted, que se lanzó al campo inmediatamente, y que inmediatamente reaccionó como el mensaje esperaba; y salvo Gregorio Gil, que venteó la pólvora, nadie se apercibió gozosamente de que el aire oficial estaba sirviendo de vía a la transmisión de una contraorden muy urgente; y así fue como por medios tan extraños, pero tan naturales, el huésped eterno recabó sus fueros eternos. Porque usted tradujo en el acto admirablemente los misteriosos signos que se personaban en el salón de actos del Cabildo Insular, una y otra vez, como para que constase en actas misteriosas la inaplazable orden.
Ignoro si fue en persona al mismo San Huberto (patrón, a lo que alcanzo, de los cazadores), quien dictó el mensaje a que me refiero; ni si fue acto ritual de última hora. Lo único que sé es que entonces se recibió la resolución superior de retraerlo a usted de la órbita oficial del arte para retenerlo, por el resto de sus días, en los parajes en que tan excelentemente se reproducen sus naturales producciones pictóricas. Y con toda su evidencia, el […] expediente trató de advertirnos a todos que en la hora de la justicia estábamos a punto de cometer una solemne injusticia, haciéndole firmar a usted la adhesión a un dogma que toda su vida le había tenido completamente sin cuidado.
Usted, don Colacho, ha sido cazador antes que fraile; y en su larga vida, usted ha seguido siendo cazador; por eso le salvó su perro, como a San Roque, o el representante de su perro, pero ladrándole.
El recuerdo parece tan simple que uno debiera avergonzarse al recordarlo; pero es al propio tiempo tan rico en consecuencias, que ya le estoy viendo por los cerros de nuestra luz isleña más preocupado del matiz que no se fija que del lepórido que salte a su paso; o del juicio que tenga de su obra gente que comienza por ignorar que su obra existe. Pues indiscutiblemente su pintura lleva la inmensa ventaja de saber que la perdiz vuela como que la liebre corre; de que las nubes especulan con un producto tan simpe e invariable como la luz solar y que el agua es una ilusión que destila la esterilidad para que la abundancia nos haga somnolientos; y la somnolencia, lentos.
De esta lentitud quisiera hablaros: Néstor, con ser tan genial, no pudo infundirle a sus figuras el ánimo de los corredores olímpicos. Porque es el caso que nuestra lentitud es tan vieja como nosotros, acaso de la misma edad que el mundo, y que se ha querido, sin embargo, hacerla aparecer tan nueva como la radiogramola. Se trata de una inversión de lo temporal; achacamos al plátano –que tiene evolución lunar– un defecto que en todo caso depende de la constitución de nuestro orbe espiritual; de que este se encuentre tan fragmentado como esa Atlántida que, de haber existido, nos haría primo hermanos de los bereberes.
No existe, por tanto, el aplatanamiento como signo negativo, porque el platanal representa justamente el signo inequívoco de nuestra actividad. No existe tampoco la lentitud como estigma espiritual que debiera avergonzarnos, porque lo que ocurre es que tenemos el ritmo que exige nuestra especialísima actividad; un ritmo que sería de la tortuga si no fuese el de la cueva.
En estos parajes, los gandules son los únicos que trabajamos. La onda de la tierra se nos devuelve hecha fruto, y esta es la maravilla paradisiaca de las Canarias; pero esa recolección solo es posible cuando el isleño, que lleva un guanche por debajo de las aguas del bautismo, renuncia a excavar su cueva en las entrañas de la ladera para excavarla en la superficie de la llanura, y a la oquedad de arenisca de sus antiguas guaridas prefiere esa atalaya del aire, que es el platanal, en esa isla del aire, que es el cultivo de la platanera.
Andando el tiempo habremos de ignorar si la platanera precedió a la cueva, o si las cosas ocurrieron al revés; si fue antes la realidad que el sueño, porque cuando pasan los años por milenios, la electrotecnia resulta como técnica tan desusada como el candil.
A usted le ha salvado su técnica, que es tan independiente del arco voltaico como del candil. Sus cielos y sus montes –admirado don Colacho–; sus búcaros y sus frutas, son como son porque usted sabe cuánta irrealidad ha puesto en ellos su entrañable amor a lo real; y que el mensaje de la naturaleza equivale a los puntos suspensivos conque la escritura expresa sentimientos totales fragmentándolos.
Sin involucrar los términos que utiliza la crítica al emitir sus juicios, diremos que su condición de maestro y su naturaleza de discípulo le han permitido atenerse tan estrictamente a la irrealidad que su obra muestra todos los caracteres reales necesarios para hacernos creer en los sueños. El Nublo de sus cuadros es irreductible al geólogo y se convierte, por tanto, en el verdadero Nublo. Ha concebido usted un monte sin incrementar con ello la orografía de su ínsula; pero ha prescindido usted de su orografía solamente para poder enriquecer el espíritu de la isla.
No resultará, por tanto, extravagante que se mantenga esta tarde aquí la opinión de que París y Roma nada tenían que decirle a usted, salvo el idioma de las líneas, porque no había manera de acomodar su selvatique atlántica a una tradición que no era para usted muda hasta la exageración. Allí donde la oquedad es sótano, y el sótano catacumba, un buen isleño no tiene –espiritualmente– nada que hacer.
Quiero, por estas razones, dejar bien sentado el hecho de que su pintura es buena porque usted es un buen cazador de su isla; y que usted es un buen cazador porque no ignora –y bien se echa de ver ese conocimiento en la disposición de sus cuadros– que el rastro de la perdiz llega hasta el cielo, y que la huida del conejo hacia la madriguera asegura la supervivencia de su arte, porque la verdad de la caza está edificada en los gazapos supervivientes.
Ignoro cuál sea el procedimiento para esta edificación, ni cómo llega un pintor a constituirse en tal: es decir, a tener oficio; ni cómo el oficio llega a crear la técnica privativa de cada cual; pero sé que cada maestrillo tiene su librillo y cada pintor su escuela.
Que usted tiene la suya, nadie lo duda, si alguno lo ha dudado alguna vez. Sólo que la escuela únicamente le sirve al maestro que en ella enseña y aprender enseñando es la única manera acertada de enseñar. Sus largos años del profesorado oficial –como por otra parte, su larga ejercitación del arte cinegético– le han permitido hacer de Colacho Massieu el discípulo de Colacho Massieu; y que ambos pudiesen –pues al discípulo y al maestro a quienes me refiero son personas tan distintas como usted y yo– concordarse mutuamente, y edificarse destruyéndose, como le ocurre a las llamas que renuncian a su personalidad para hacerse más personales todavía en la hermandad del fuego.
Por verle a usted así, y por ver así su obra, con la plástica seguridad de que es una pintura nacida sobre volcanes y no entre brumas, es por lo que me atrevo a asegurar que usted es autor de dos de los más extraños y admirables paisajes de nuestra isla, que son: los retratos del pianista Romero Spínola y del frecuentador de libros Bernardo Gil Roldán, en los que la onda de la tierra vuelve a la tierra; y a la vez que es usted creador de dos retratos de estirpe velazqueña, los del Bentaiga y el Nublo, porque en ellos la ausencia humana está construida sobre la presencia humana.
La razón de esta transfusión de valores plásticos no alcanzo a vislumbrarla enteramente, porque en el arte hay misterios imposibles de desvelar; pero acaso sea la misma que llevó a cierto artista español eminente surrealista por más señas, a pintar un excelente paisaje que a la vez era espléndido retrato de una dama inglesa de muy alta alcurnia.
Pintura es, por tanto, la mera presencia de algo físico que una vez descubierto pierde su carácter real de tal modo que solo puede sobrevivirse existiendo en un orbe irreal. Ahora bien: para quitar hay que poner; lo irreal no puede edificarse sino sobre una base absolutamente real; la ausencia con la presencia; el olvido con el recuerdo; el recuerdo, con el amor. Solo olvidamos lo que realmente amamos; y el que siempre recuerda, nunca olvida. Y así un retrato comienza a serlo cuando tenemos la evidencia de que sirve solamente a nuestra ilusión, como un paisaje comienza a ser paisaje en el momento justo en que nuestra ilusión lo ha segregado de su realidad para colgarlo arbitrariamente en donde, con mayor propiedad, debiéramos haber depositado la americana.
La pintura es, como realidad, lo opuesto a lo pintado. Lo que puede parecer paradoja es, en términos más humildes, poder de la voluntad, necesidad de amor y maestría técnica; porque la verdad es que el pintor va haciendo una versión de lo ilimitado al lenguaje de máxima limitación, y que la pintura existe porque consigue traducir la realidad a términos de perfecta irrealidad; con lo que resulta que hay cosas que se pintan sin pintarse, porque resultan meramente pintadas, como el aire.
Usted, admirado don Colacho, sabía todas estas cosas, con muchas más; pero se las callaba, porque en su oficio el saber ocupa espacio. Como supo también a tiempo que la maestría no se adquiere sino repitiendo la misma pincelada, con una repetición sui generis que la hace siempre distinta, mejorando lo repetido, hasta lograr que réplica tras réplica la realidad se convierta en realidad de otro orden; la naturaleza en su representación.
Tal es el fruto de la vocación; de la salvadora vocación, que es quien en definitiva nos saca de la zona tenebrosa del espíritu humano para asociarnos a la zona luminosa en donde –lo mismo que en la poesía– una vibración muy tenue expresa por entero el alma humana. Y a expresa por entero porque le asigna jerarquía de huésped eterno, y es ineludible su presencia.
Cierto día nos puso usted en un brete. No sabiendo los redactores de La Provincia cómo calificar su arte, nos salimos por la tangente; y con una de esas expresiones de urgencia que son la entraña auténtica del comentario periodístico, le calificamos de «pintor de la isla». La expresión hizo fortuna y así, a través de un tópico, determinamos su emplazamiento personal en la galería colectiva de nuestra producción plástica con la mayor exactitud posible. No con la deseable, sin embargo, porque lo que la pintura fije no es sino cierta peripecia de la luz, haciéndonosla presente sin narrarnos cuento alguno.
En su dilatada obra no cabe el cuento. Entre la verdad y la ficción ha sabido usted quedarse en esa zona pura donde la verdad es luz y la ficción también es luz. Con ello entramos en el reino de lo luminoso, donde la sombra sirve para su consolidación. Lo real es blanco y negro juntamente porque, además, puede manifestarse con otros colores que distan del negro y el blanco. «El rojo paso de la blanca aurora», dijo Góngora; y es exacto que el paso de lo blanco es rojo. Con ello se afirma que permanece el imperio de la luz, su negligencia o su vivacidad –según seamos pintores o no lo seamos.
Querido don Colacho: en una atmósfera negligente usted ha encontrado diligentísima luz. Ya trabajará para usted, cuando usted no pueda trabajarla a ella.
Y ahora recuerdo que a través del alto ventanal de mi redacción me visita cada mañana un huésped eterno, que diariamente viene a testificar la urgencia de las linotipias. Sin ellas entraba también en 1492, cuando las linotipias eran imposibles que apareciesen sobre el haz de la tierra, de modo que lo único existente en aquel año verdaderamente crucial de la vida del hombre era lo mismo que en este 1946: la luz. La única realidad es la que esclarece el paso de las cosas sin preocuparse por su duración. La permanencia está hecha de realidades que huyen. El creador fija lo fugitivo, ¿mas quién lo fija a él? ¿Quién salva el paso del relámpago de la noche que lo engendra?
Querido don Colacho: lo que nosotros deseamos a sus cuadros es la constante presencia de ese huésped eterno; y que su pincel –cuando no quede ni el recuerdo de los aquí reunidos– siga hablando a todos el idioma de la luz más sencilla que haya producido la ínsula común.
[1946]

A Jane Millares
Tan primitiva y tan contemporánea
Así se empieza
a madurar la miel humana,
abeja:
mamando al pecho del hambre
las manidas azucenas
y fijándole al cacto cuanta sombra
modelaran los dedos de la tierra;
la tierra que es el hombre.
Así se crea:
caldeando los nidos de tortuga
para unir en el gozo el grano macho
al grano femenino de la arena
y en los senos livianos de la noche
ir ligando pareja tras pareja
con riñones de bisagra
para soliviar las cestas
de la tierra que es el hombre
con un silbo de sangre inconsumible
que haga muy luminosas las tinieblas.
[1962]

Cueva pintada
A ti, pintor
que ves vivir las formas en el sebo de cabras
y llamaste camello al estallido de la arcilla
en el monosílabo sendero que arañaron las ráfagas:
mejor que nadie enseñas
que el pino alado, el humo,
ahora ensanchó en las nubes los campos de la patria,
pues cada dromedario necesita de un reino
de soledad, de una noche de flor ajardinada
para cabecear sobre el año reseco;
de risco, y hembra, y agua
de Dios, agua de nadie,
¡agua!…,
y el ardoroso terror que no destruya
el artista divino que sobre el guelfo impuso
movimiento de víscera en su animal cerámica.
[1962-1970]