El pensamiento crítico de José Luis Gallardo (Las Palmas de Gran Canaria, 1927-2003) se sustenta en una sólida lectura de la filosofía franco-germánica contemporánea, especialmente la que se inspira y/o contesta las iluminadoras teorías de Martin Heidegger que recorren ciertas corrientes del existencialismo, de la fenomenología y del estructuralismo y la semiótica del periodo 1940-1980. Algunos de los primeros artículos y monografías del intelectual canario reflejan su interés filosófico por esas corrientes del saber contemporáneo, como por ejemplo Dos ensayos sobre semiótica del significante (1978), Hablamos del sujeto. Ensayo sobre Heidegger y la poesía (1979), Negro sobre blanco. Poética semiótica y /o semiótica Poética (1980), o Babel-in-sularia. Ensayos de semiótica lacaniana (1981). En ellos desmenuza determinados elementos de la fenomenología aplicados a la expresión cultural contemporánea, apoyado principalmente en las teorías de Maurice Merleau-Ponty, de Jacques Lacan y de otros autores como Jean Paul Sartre, Henri Bergson, Jean Duvignaud, Marcel Detienne, Maurice Blanchot, Marcel Mauss, George Bataille, etc.
Ello le permitió ejercer una mirada crítica radicalmente moderna en torno a las distintas manifestaciones culturales acaecidas en las Islas Canarias durante ese periodo. Sus escritos sobre arte, música y literatura en esa etapa revelan una teoría fenomenológica sobre la creación insular sustentada en las corporeidad de ciertos elementos naturales como el mar y la fuerza telúrica del archipiélago. Paralelamente, su labor intelectual estuvo marcada por el compromiso radical con la cultura y la sociedad de su tiempo. Su militancia progresista lo llevó a las cárceles en los últimos años del franquismo, al apoyar públicamente a los obreros, aparceros y campesinos en las asambleas de Sardina del Norte (Gran Canaria) en septiembre de 1968. Con la caída de la dictadura se intensifica su presencia en los medios intelectuales, al colaborar en la creación de distintos colectivos culturales y artísticos. En 1976 participa en la fundación del grupo Contacto I junto con su hermano el escultor Tony Gallardo y otros artistas del momento. Poco después aparecerá como firmante del Manifiesto del hierro, que abogaba por una redefinición del arte canario a partir de los signos de su propia identidad. Al mismo tiempo, su mirada crítica se centra no solo en los autores y autoras que en aquel momento forjaban la contemporaneidad, sino que también buscó en la tradición los polos culturales en los que sustentar el pensamiento artístico y literario del momento, especialmente a través de autores clásicos como Bartolomé Cairasco de Figueroa y Antonio de Viana, pero también de los modernistas Alonso Quesada y Tomás Morales, autores que siempre estuvieron presentes en sus distintos escritos.
No menos importante en el papel jugado por José Luis Gallardo en la forja del pensamiento canario contemporáneo gracias a su participación en la creación del del Centro de Estudios Filológicos adscrito al El Museo Canario, que constituiría el embrión para la creación del seminario de Filología «Agustín Millares Carlo» del Centro asociado de la UNED en Las Palmas de Gran Canaria. Su contribución a este seminario se materializaría además en la creación de una biblioteca especializada de la que con el tiempo formaría parte su propio legado bibliográfico que ha servido durante años para la formación de distintas generaciones de intelectuales canarios formados en torno ese centro universitario.


En 1975 José Luis Gallardo funda en el periódico La Provincia el suplemento cultural Estantería Canaria. Se sumaba así el autor a una brillante tradición periodística que canalizaba en el archipiélago la actualidad cultural y el rescate literario al amparo de los suplementos, como fue el caso del decano de estas publicaciones, Gaceta semanal de las artes, del vespertino La Tarde (Santa Cruz de Tenerife) o de Cartel de las letras y las artes, publicado durante varios lustros por el Diario de Las Palmas, Las Palmas de Gran Canaria. En Estantería canaria Gallardo publicó innumerables artículos de variado signo, especialmente de arte, música y literatura. Entre estos figuraron los referidos a reseñas literarias o de exposiciones y conciertos. Algunos de ellos fueron recogidos posteriormente por el autor en algunos de sus libros, como La mirada de Orfeo y Memorias del mito.
No es el caso del trabajo que ahora rescatamos. La reseña que José Luis Gallardo escribe en su sección del periódico la provincia la estantería canaria sobre la novela El don de vorace (Taller de ediciones J. B., Madrid, 1975) aparece el 1 de febrero de 1976, es decir, dos semanas después del fallecimiento del joven poeta Félix Francisco Casanova ocurrido el 14 de enero de 1976. Desde entonces, esta reseña quedó sepultada en las hemerotecas, como muchas otros del autor.
En el texto se produce el encuentro entre la madura mirada del fenomenólogo, de rigurosa formación filosófica y de pertinaz mirada atlántica, y el joven escritor postmoderno cuya vida había quedado cegada prematuramente, pocos días antes de aparecer la reseña. Pero Gallardo no se detiene en las fuentes contemporáneas de Casanova (el pop-art, el rock, la cultura cinematográfica…) sino que bucea en los anclajes, conscientes o inconscientes, del autor en otras fuentes contemporáneas, principalmente las derivadas del surrealismo francés y de la Fantástica universal, para desembarcar finalmente al autor en la tradición insular más cercana. Reivindica, así, la adscripción de El don de Vorace a esa joya del surrealismo canario, la más aclamada y singular del movimiento surrealista en lengua española: la novela Crimen, de Agustín Espinosa.
Pero, además, el mérito de Gallardo no solo radica en el engarce que traza entre El don de Vorace y un referente como Agustín Espinosa, a quien considera una fuente insoslayable para el quehacer de Casanova, sino que enmarca su obra en los iconos fenomenológicos que el pensador ha ido describiendo a lo largo de su teoría sobre la creación insular. Particularmente destaca esta reflexión que, a la luz de la perspectiva actual puede resultar perfectamente asimilada, pero que en la década de 1970 estaba en plena reformulación, en este caso en torno al emergente fenómeno del mal llamado «boom» de la narrativa canaria:
Existe, ya se ha dicho, un componente surreal, que recorre la espina dorsal de la actual narrativa canaria. Su antecedente más inmediato lo tenemos en la famosa novela Crimen, de Agustín Espinosa. Pero el más remoto habría que buscarlo en la noche de los tiempos de nuestro primer poblamiento de las islas. En ese hueco paziano de que también hemos hablado; en nuestra añoranza de una perdida o nunca tenida identidad. O en un planteamiento naturalista, en el submundo tenebroso de los volcanes semiapagados o también en la extensión infinita de la superficie del océano, o finalmente el espejismo a que nos puede inducir la inminente proximidad del desierto.
En esta línea se construye el pensamiento de Gallardo, maestro y referente de otros intelectuales canarios (Manuel Padorno, Eugenio Padorno, Ángel Sánchez, Nilo Palenzuela…) protagonistas más jóvenes de ese brillante momento de tránsito entre la posvanguardia y la posmodernidad que constituyeron los años 1975-2000.
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Félix Francisco Casanova: Pugilato entre el Arte y la Vida. (El Don de Vorace, veta fantástica de la narrativa canaria)
José Luis Gallardo
Siempre puede parecer (y de hecho lo es) un tópico, citar la obra de un autor recién desaparecido, como prueba de la premonición de su propia y cercana muerte. Pero en el caso de Félix Francisco Casanova estamos dispuestos a correr ese riesgo. La literatura, ese demiurgo, se complace periódicamente en devolvernos la pelota, invirtiendo los términos de su pretendida relación unívoca con la vida. Goethe en el Fausto lanzó un reto sellando un pacto con el diablo: el préstamo del saber absoluto, de la inmortalidad. Félix Francisco Casanova, en El don de Vorace, renueva este reto: “Hoy es mi último día con vida (ojalá). Esta noche bajaré el telón… El demonio quiere que no se vuelva a subir” (p. 8).
En este pugilato de quién imita a quién entre el arte y la vida, es el artista el que lleva la peor parte. Realidad y fantasía son los dos extremos del segmento indefinido que llamamos literatura, o afinando un poco más, discurso literario. Poco importa que sea un filósofo o un novelista, un científico que un poeta. El autor se encuentra asido a estos dos extremos e inútilmente se debate entre vana pretensión de imitar la realidad y la ilusión de ser imitado por ella. Todos hemos sido alguna vez víctimas, activas o pasivas, de este espejismo de la literatura. Pero a veces, una de estas víctimas se torna cruenta. Este es el caso de Félix Francisco Casanova: pagar con su propia vida el tributo de la invención de una realidad. Y ahora sí podría decir con toda propiedad: “Eres el misterio viviente. En todo caso, el único que puede hablar de la muerte con una sonrisa de oreja a oreja” (p. 11).
Así, nos quedaremos una vez más sin saber a ciencia cierta dónde acaba la fantasía y dónde comienza lo real. Es el albur de destapar la proverbial caja de Pandora; el de acarrearnos todas las calamidades dejando sepultada a la esperanza. Pero este viejo mito no ha logrado impedir que el hombre persista en su afán de explorar lo desconocido, sin cuyo propósito no tendrían razón de existir la literatura y el arte.
El concepto de literatura fantástica
Es la imaginación, mejor dicho, la fantasía, la llave maestra que nos permite abrir la puerta del cuarto prohibido. En toda novela o relato, incluso en aquel que se basa en hechos reales o supuestamente acaecidos, la imaginación, tanto para el que escribe como para el que lee, es el elemento imprescindible. Pero existe un tipo de relato que se basa fundamentalmente en lo fantástico, es decir, en lo imaginativo desprovisto de conexión lógica (al menos aparentemente) con lo real.
Es aquí donde de nuevo empezamos a pisar en falso. Porque lo real, por sí mismo, puede constituir una trampa, un equívoco. Y la controversia entre lo que es real y lo que es irreal es ya larga a través de toda la historia de la literatura novelada, desde Tirante el blanco, que todavía recoge el eco de las aventuras fantásticas de los caballeros andantes; El Quijote, que realiza su magistral parodia; La Celestina, que nos abre para la literatura el mundo de las intrigas y subterfugios del amor burgués y sus intermediarios; hasta llegar a la polémica moderna, ya desde el siglo XIX, entre la novela que se autotitula realista o naturalista y la nueva novela que reniega de este calificativo.
Pero lo cierto es que tenemos que llegar a la conclusión de que la ficción más descabellada, el relato más fantástico, la situación más absurda que se pueda imaginar, lo más que consigue es describir una parábola de lo real. Así tenemos las Alicias de Carroll, que nos muestran la otra cara del espejo, atravesando el cual nos es dado percibir el trecho que va desde lo designado a lo expresado y, a lo más, la extensión, a derecha e izquierda, de lo profundo que habita el espesor mínimo de una superficie. Y La otra parte de Kubin, o El castillo de Kafka, con todo el horror, elevado al absurdo, de la pesadilla alucinante de un mundo –otro mundo– donde, impelidos a huir de nuestros propios fantasmas todavía más atormentadores. Este sería y ha sido siempre el maravilloso reino de todas las utopías.
Por otro lado, la aventura surrealista, los monstruos producto de los sueños de la razón de Goya, los dramas alucinantes y expiatorios de Brecht, etc., que han tratado, sin conseguirlo, de hallar y fijar los límites de lo real permisivo, siendo así que lo real –la realidad que nos circunda– es, como el horizonte en su totalidad inalcanzable.
Hay todavía otra faceta, pero esta ya literatura menor o subliteratura, que igualmente pretende superar la realidad. Es la que se adjudica peyorativamente el apelativo de fantástica: en verdad lo único que consigue es empequeñecer, reducir nuestra visión de lo real circunscribiéndola a aspectos marginales como lo horroroso, lo horripilante, lo monstruoso, etc. O evadirse mediante lo que se ha dado en llamar literatura de ciencia ficción.
La inversión de Vorace
Vorace, el protagonista de nuestro relato, camina en la cuerda floja, pero al revés: no busca la inmortalidad, sino su contrario. Parte de la arraigada creencia de poseer este don y busca la muerte como liberación de su pesada carga:
—¡Mi pequeño inmortal! –Marta con ojos llorosos–. ¡Nunca lo conseguirás, eres Dios, eres Dios¡
La tengo en mis brazos, los cuerpos amarrados, gritos en mis oídos. ¡Mi linda bestia ensangrentada, eres un diablo!
Mientras me recuerda una y otra vez que no puede ser aplastado como araña bajo zapato, me derramo de rodillas con mi rostro en sus rodillas… Lloro torpemente, como si fuera la primera vez que no muero. (p. 9)
El tema no es en sí nuevo. Tenemos en la literatura universal desde muy antiguo múltiples variantes o variaciones. Pero lo que sí es ciertamente original y confiere al relato inusitado interés, es su tratamiento por parte de Félix Francisco Casanova. En esta fábula hace uso de un recurso, el doblaje, que confiere al personaje un limbo de autenticidad. Vorace, el poseedor del maravilloso y a la vez aborrecido don, es un personaje doblado. No actúa como por sí mismo, sino como por voz de otro. Es un personaje dentro de otro personaje y en consecuencia se convierte en espectador, o mejor dicho, interlocutor de su propio ego. Vorace siempre se está escuchando, pero invertido. Como el que se mira en un espejo. Incluso cuando habla con otros. Entonces las frases, los razonamientos que pronuncia, con frecuencia cambian de sentido.
Esta inversión es la que presta a su relato categoría de parábola, de alegoría. Es así como aparece la realidad referenciada con diferente perspectiva. Dice Deleuze de Alicia al otro lado del espejo:
En lugar de que el gato de Cheshire sea la voz buena para Alicia, es Alicia la voz buena para sus gatos reales, Boss regañona, cariñosa y retirada. Desde su altura, Alicia aprehende el espejo como superficie pura, continuidad del fuera y del dentro, del enzima y el debajo, del derecho y el revés, donde Jabberwocky se extiende en todos los sentidos a la vez.
Algo parecido a como si Vorace dispusiera a voluntad de unas gafas del doctor Cagliostro que le brindaran una radiografía de los personajes con que trata. De ahí su aire irónico de eterna y zumbona superioridad.
El lenguaje
Como quiera que decimos que Vorace es un personaje doblado, su lenguaje consecuentemente es más bien un simulacro de lenguaje. Simulacro en el sentido funcional que le da Klossowkski a este término: de exorcizante, Es decir, que imita lo que aprehende en los fantasmas. Pero no temamos. No hay nada rebuscado. Félix Francisco Casanova emplea un decir directo, sin circunloquios ni distorsiones. A veces incluso en los pasajes, pocos, de decaimiento, demasiado ingenuo. Pero brillante: es el lenguaje de los clarividentes, de los que están en el secreto de las cosas, como el que posee el don del saber absoluto. En el empleo de las palabras, en la selección del léxico, en la apropiación de los giros, abunda en lo que en otra ocasión hemos apuntado de la narrativa canaria en general: su creencia en el poder mágico genético de la palabra en sí, en su capacidad de auto constituirse en lenguaje:
Tigre: ¿Aún sigo siendo la bestia sin pareja?
Gato: Ten las moscas de mis rizos.
Una cabeza del monstruo bicéfalo: ¡Hermoso tigre, vuelve a mis brazos le he robado el sexo a una mariposa!
La otra cabeza: ¡Tengo miedo!
Pajarraco: Estoy enamorado de Tintín.
Uro de iguana: ¡Qué trabajo más divertido!
Caballo: Mis crines son los hilos de cristal del calidoscopio.
Pinguino: … Me huele a encerrona.
Cuervo: ¡Esto es el jardín de la muerte!
Perro: Hip hip… Parece un banquete de cruces gamadas.
Elefante de mano de pantera: He caído de nuevo en el infierno.
León: Os voy a relatar el cuento del niño que descuartizó a su abuela.
Búho: ¡Vuelo al buzón de satán!
Grullas, faisanes, grillos: Nos ha salido un pariente loco. (p. 153)
Tras los pasos del surrealismo
Existe, ya se ha dicho, un componente surreal, que recorre la espina dorsal de la actual narrativa canaria. Su antecedente más inmediato lo tenemos en la famosa novela Crimen, de Agustín Espinosa. Pero el más remoto habría que buscarlo en la noche de los tiempos de nuestro primer poblamiento de las islas. En ese hueco paziano de que también hemos hablado; en nuestra añoranza de una perdida o nunca tenida identidad. O en un planteamiento naturalista, en el submundo tenebroso de los volcanes semiapagados o también en la extensión infinita de la superficie del océano, o finalmente el espejismo a que nos puede inducir la inminente proximidad del desierto. Y —en un planteamiento sociológico, político— la fuerte y continuada contradicción existente entre un núcleo muy reducido de la población, detentador, entre otros, de los bienes de la cultura, y una base mayoritaria de la misma población, sumida en el abandono y subdesarrollo en todos los sentidos. Dado esto por cierto, no tiene nada de particular el que no nos resultarán nunca nada extraños los aspavientos y alardes de André Breton en su archievocada visita a Tenerife, porque nos identificamos desde el primer momento con su peregrina visión del arte, sino también de la vida punto lo mismo que nos identificamos con Rubén Darío en la voz de nuestro gran poeta Tomás Morales, cuando incorporó los nuevos ritmos del modernismo en su grandioso canto al océano.
Pero es en nuestro joven y malogrado novelista donde esa veta surrealista alcanza un punto excepcional de depuración, igualando, al menos, la intensidad imaginativa y creadora de un Espinosa. El don de Vorace supone, para nuestra incipiente y a la vez pujante narrativa, el espaldarazo a su original capacidad antes siempre negada de fabulación. Hemos dicho igualmente que considerábamos a Félix Francisco Casanova como la vocación más prometedora. La vida, valiéndose de su opuesto, la muerte, ha venido a truncar prematuramente esta espléndida realidad. Pero este juego, trágico juego, entre literatura y realidad, entre arte y vida, no debe amedrentarnos. Antes al contrario, la plataforma tan lúcidamente recorrida por Félix Francisco Casanova en busca de lo invisible es simplemente un nuevo y más alto punto de partida. Cojamos pues el relevo.
Por último, valgan estas modestas líneas como oportuno homenaje póstumo al escritor tan tempranamente desaparecido, al que no tuve ocasión de conocer personalmente, pero con quien me sentí plenamente solidarizado desde mi primera lectura de su apasionante libro.