El misterio de la carne: la poesía de Juan Mederos

Resulta realmente asombrosa la recepción sobre la figura de Mederos y su poesía, a lo largo de la cuesta actitudinal de las décadas.

José Miguel Perera

Investigador y poeta

No es fácil. No es fácil hablar de Juan Mederos. Y no lo digo tanto por lo poco que de él, como persona de carne y hueso que existió, sabemos; aunque también. Lo largo así, desde el principio, más que nada porque uno no sabe bien hasta qué punto –para un caso tan especial como el suyo, de voluntaria invisibilidad y castración pública, al menos literaria– nuestros largos procesos de convivencia y de fisgueo investigativo con sus textos, como un calvario necesario de conocimiento y profundización, no se tornan un modo de vulneración de la intimidad. Da igual si vivo o muerto: hay siempre una incomodidad éticamente entrañada para algunos de los que nos dedicamos a desenvolver e interpretar, porque sabemos que todo es merodeo, que todo es barrunto y que, sin remedio, estamos condenados a la perenne inexactitud. Lo que no quiere decir, por cierto, que cualquier afirmación o lectura sea igualmente válida, o que –en tantas ocasiones– no se pueda clarificar o más ver lo que es o fue verdad, mentira, encubrimiento o favoritismo. Sea como sea, y más para esta ocasión al soco del particularísimo Mederos, no queremos partir nuestro viaje sobre sus letras y alrededores sin inscribir explícitamente, y al unísono, entre todos los huecos de estas líneas sucesivas, la potencia de un sacrilegio, la duda de una hipotética e injusta infracción…

Por contra, como humanos preocupados por la literatura y la existencia, así como por el devenir histórico de ambas, del que en buena medida somos parte, resultado y motor, asumimos la otra mejilla del costado anterior descrito: la del olvido como sótano de castigo y postergación, de desmemoria y silenciamiento. Y por ello es que, a pesar de todo, especialmente por el alto valor que posee la escueta poesía de Juan Mederos, y unísonamente por la preñez que contiene su irradiación para entender mejor el recargado contexto literario que la rodea y merodea, creemos que merece mucho la pena volver a convocarlo e intentar dar más pistas, algunas hasta ahora no barajadas, en torno a su figura y palabra. Todo ello a partir de algunos textos inéditos que ofrecemos como «Anexo», de algunas noticias desconocidas que hemos ido recopilando y, por encima de todo, junto a lo anterior, con una interpretación de sus poemas desde nuestro exegético ojo birollo.

Algunos datos biográficos de juventud

Apenas se saben tres o cuatro cosas salpicadas sobre él, entre otras que Juan Mederos Sánchez nació en la capital grancanaria en 1926 y que moriría en el mismo espacio en una fecha desconocida. Si nos fiamos del pie de foto de Antidio Cabal y nuestro protagonista en el anexo de imágenes que contiene Liverpool y otras cosas. Sobre poetas canarios hacia 1940, de Jorge Rodríguez Padrón (libro que mencionaremos en más de una ocasión), debía estar vivo todavía en 1992, lo que da a entender en cierto modo la singularidad que ya adelantamos (constante y constitutiva en su vida) puesto que un año antes se había presentado su Poesía completa provisional (así lo subraya el editor, Eugenio Padorno) sin que hubiera un nimio rastro suyo, ni de lo lejos… El editor, en el prólogo de este libro, explica al respecto:

(…) la última vez que tuve ocasión de hablar con Mederos, fue en el verano de 1984… Tenía grandes dificultades para andar; su memoria (para la referencia de aquel libro raro o para aquel otro traductor impecable) seguía siendo prodigiosa. Después, en un nuevo retorno nuestro a Las Palmas [Eugenio y su mujer, Berta, vivían en París], el poeta, como nos advirtió algún amigo, se había recluido en su domicilio a cal y canto. De todos modos, intenté el contacto; fue inútil; alguien a él allegado me comunicó que no recibía visitas ni atendía llamadas telefónicas (Mederos, 1991: 15).

En octubre de ese mismo año de 1984, recoge Padorno en su reciente Carnet de estadía temporal [Diario de París. 1983-1988] que contesta a una carta enviada por Juan Mederos, «que me ha pedido que lleve lo que encuentre del moralista Vauvenargues» (Padorno, 2021: 82); anotación que –unida a lo escueto que nos llega desde bocas diversas (los idiomas que manejaba, los conocimientos y las lecturas varias hasta el fin, su interés vivo por el aprendizaje…)– da a comprender que en su persona siempre se mantuvo la insaciable sed del saber, infinito e inalcanzable horizonte que se detecta como uno de los generadores de su verbo poético temprano y –como diremos– probablemente único.

Estudia en el Colegio del Corazón de María y en el Instituto Pérez Galdós de su ciudad natal, y en eso quedará su formación reglada. Por su cuenta aprenderá inglés, francés y alemán, conocimientos lingüísticos que contribuirán para la consecución muy tempranamente de un puesto administrativo en el ámbito del comercio marítimo, que ejercería durante décadas. «Me he empleado en una oficina porque hace falta dinero. La vida está cada vez más cara y a mí ya me estaba llegando el agua al cuello», dice en un documento inédito hasta hoy que aportamos en el «Anexo» (documento C), una carta enviada a Ricardo Lezcano en abril de 1946, que anda en Madrid, en la que se denotan con evidencia las carencias económicas de él y su familia en aquellos complicados tiempos de posguerra. La cosa debía ser efectivamente así y durante un tiempo pues lo confirma Juan Manuel Trujillo (figura clave en este contexto grancanario, del que en breve comentaremos) con una carta dirigida a María Rosa Alonso, en noviembre de 1947, en la que nos enteramos de que Mederos ha conseguido un trabajo en Madrid (por medio estuvo su amigo Cabal, en aquellos tiempos estudiante fugaz en la Universidad Central de la capital de España, del que también hablaremos): «Es pobre. Para ayudarle a pagar los gastos del viaje, se ha hecho esta edición de cincuenta ejemplares de sus últimas poesías (…) el viaje es inminente», y a continuación pone la que dice ser la dirección del domicilio del joven –para el envío del dinero, si quisiera contribuir la tinerfeña–, por aquella época en los aledaños de Triana, mas parece que después pasaría a ser por largo tiempo en la zona de las Alcaravaneras[1]El epistolario entre Alonso y Trujillo (figura en la que estamos trabajando, desde hace tiempo, Miguel Pérez Alvarado y yo) lo conocemos gracias al valiosísimo archivo de María Rosa Alonso y a la generosa persona que vela por él, su sobrina … Seguir leyendo.

De izquierda a derecha: Agustín Millares Sall, Magdalena Cantero, Juan Manuel Trujillo, Juan Mederos y Ventura Doreste. 1946

Antes de todo esto, Mederos debió ser un joven que, como casi todos en el contexto bélico y posbélico, habría de adaptarse a la nueva situación tan complicada, en lo social altamente dirigida y controlada por los agentes del régimen. Es normal que lo veamos, por ello, como lógica consecuencia de este viento, siendo parte de la Juventud Masculina de Acción Católica (periódico Falange, 20 y 21 de julio de 1939) cuando apenas tenía trece años[2]Para no agrandar en exceso el apartado bibliográfico final, optamos por incluir la mayoría de las referencias hemerográficas, entre paréntesis, en el propio suceder de la redacción de nuestro ensayo.. Sin embargo, amén de estas generalidades compartidas con la mayoría, nuestro estudiante de Bachillerato debió ser un imberbe especial por diferentes razones, pero más que nada por sus inclinaciones hacia el universo de las letras y de la literatura, ámbito en el que iba a tener como profesores –entre otros– al peculiar director continuado del centro, el docente de latín Manuel Socorro, y a uno de los personajes claves del mundo literario y educativo de toda la posguerra: el sacerdote Joaquín Artiles.

Muy probablemente animado a participar por Artiles desde el aula, Mederos Sánchez ganará en tres años consecutivos diferentes premios en el marco de la Fiesta del Libro de la capital grancanaria: uno sobre el libro durante el siglo XX (Falange, 2 de mayo de 1943), otro con un trabajo sobre un poeta canario (Falange, 25 de abril de 1944) y varios más en la edición del año siguiente (Falange, 24 de abril de 1945), con textos entre los que se encontraría el publicado poco después en el mismo medio y que se aporta como escrito anexo (documento A): una llamativa crónica creativa que muestra en cierto grado las inquietudes existenciales y literarias del grancanario. En ella se fabula a partir de las conocidas «Endechas a la muerte de Guillén Peraza» y de un naufragio acontecido en las costas canarias, todo unido por el sino de la muerte y su herencia presente entre la banda sinfónica del mar.

Apenas medio año después se publicaría, en el mismo rotativo, su primer poema conocido, «Piedra junto al mar» (13 de enero de 1946, un ejemplar donde asimismo aparecen versos de Cabal y Joaquín Blanco), que no fue incorporado en su libro posterior y que también registramos como adjunto. Para este estadio de existencia e inquietud vital en el que andaba a estas alturas Juan Mederos (con sus problemas económicos y su animada ladera interior, enriquecida y removida entre intercambios dialécticos junto a compañeros –Juan León, José Luis Gallardo y, sobre todo, Antidio Cabal– de similares inquietudes, relativas bohemias y espíritu disconforme, entre otros factores especulables), se acercan iluminadoras y elocuentes las palabras que comenta a Ricardo Lezcano, con un sesgo iconoclasta e inconformista que probablemente dé a entender algo de las raíces profundas, desde temprano, de este tan llamativo y enroscado perfil de nuestra historia literaria: «Por aquí estoy hecho un poeta bastante maldito. He dejado de estudiar. La verdad que es extremadamente aburrido el ir todos los días a escuchar a unos señores cuyas clases eran peor que un bostezo»; apreciación rotunda en la que coincidiría, como veremos, con alguno de sus desinquietos colegas.

Juan Manuel Trujillo y Antidio Cabal

En una carta de Trujillo a María Rosa Alonso, de 1944, hace alusión a sus clases de literatura, aunque no sabemos hasta qué punto lo que expresa es literal o se lanza en un sentido figurado. De cualquier manera, sí sabemos que Trujillo se convirtió en una de las piezas fundamentales de la literatura canaria de la primera posguerra, especialmente en lo referido a la isla de Gran Canaria y a los más jóvenes (paralelamente, la capital santacrucera tendría como cabeza visible, animadora y didacta, la figura del sacerdote Sebastián Padrón Acosta, además de Pedro Pinto de la Rosa como difusor con la revista Mensaje); y lo será no tanto por su acción estrictamente de escritor, sino desde otros dos aspectos principales en la configuración de cualquier ambiente sociocultural: como cerebro inspirador y ejecutor de dos de los existentes marcos de publicación creativa (Colección para 30 bibliófilos, con Ventura Doreste, y Cuadernos de Poesía y Crítica, junto al mismo Doreste y Agustín Millares Sall), y como maestro y consejero de lujo de chicos que pasaban por su librería y tertulia, situada en la casa familiar de la zona del Puerto de la Luz (c/ Salvador Cuyás, 21). Amén de las diversas informaciones orales sobre este hecho evidente, nos lo confirma el concreto ejemplo de Mederos con su elemental carta a Lezcano: «En poesía creo que voy mejorando algo. El otro día llevé algunos poemas a casa de J. M. Trujillo para que los mandase a Mensaje y creo que no desagradaron mucho». Recordemos, además, los desvelos de Trujillo percibidos en la misiva citada cuando explicaba la situación personal precaria del poeta, de lo que se induce que la proximidad singular con él iba más allá de un mero interés cultural y estético. «Sentía un gran afecto por Juan Manuel Trujillo, que había sido su mentor, y por Lola de la Torre, su mujer», en palabras de Padorno (González y Pérez, 2009: 48).

Tal debió ser su peso y consideración por aquellos tiempos –al menos para una mayoría de jóvenes durante un transcurso relativamente continuado– que se suele comentar, reincidentemente, que su marcha a Cuba, junto a su mujer, a finales de 1948 (y no antes, como se ha escrito más de una vez), supondría un relativo cambio de rumbo en los movimientos literarios canarios de posguerra; aunque realmente las nuevas direcciones tomadas por algunos se deban más a alejamientos y diferencias ético-estéticas entre todos ellos, ya con anterioridad a su marcha, de tal modo que parte de los que lo habían rodeado en los años previos, especialmente Ventura Doreste, quisieron abrir un camino de mayor autonomía e independencia, y que va a tomar forma como gesto público más evidente –que no único– en la conocida Antología cercada de 1947.

Más o menos así lo interpretará, tantísimo tiempo después, Antidio Cabal, que será el gran compañero de Mederos durante estos años, en el instituto y en el día a día de andanzas, discusiones y diálogos al través de la ancha trayectoria de la que fue testigo el ininterrumpido frente marítimo de Las Palmas. Gallardo (1978: 41-42) ha dado noticia de la tertulia que ellos (más jóvenes que otros cercanos a Trujillo como José María y Agustín Millares Sall, el aludido Doreste, Pedro Lezcano…) hacían, ante la desembocadura del Guiniguada, en el bar Moderno, una posición estratégica que hasta ciertos límites los diferenciaba espacialmente, y en parte cosmovisionalmente, con aquellos otros jóvenes de más edad, además de –por supuesto– con los ya mayorcitos que se daban cita, a tiro de piedra, en el conocido y mítico bar Polo. En la citada carta a Ricardo Lezcano, expresa estas significativas líneas (que merecerían un matizado comentario imposible de llevar a cabo en este contexto) sobre su vivencia en el ambiente literario capitalino:

En tu carta me dices que eres conocido ya en los medios literarios madrileños y yo te digo que ya somos conocidos Antidio y yo en Las Palmas. Cuando nos encontramos con el vate Perdomo [Pedro Perdomo Acedo] nos saluda siempre con una agradable sonrisa, y todo se resuelve en palmaditas en la espalda y apremiantes deseos de que nos convirtamos en excelentes poetas. La verdad, esto es un mundo feliz. La vida literaria aquí es, como dice Blanco [¿Joaquín Blanco Montesdeoca?], «descojonante y pedestre». Yo me aparto en lo posible de semejante bazofia, porque no siempre estoy de buen humor.

Más arriba acercábamos los nombres subrayados por Gallardo que daban silueta al contubernio, aunque casi con total seguridad hubo más gente en esos alrededores díscolos –digámoslo así–, próximos a los susodichos, sobre los que debería hacerse un repaso más minucioso si deseáramos mejor entender el aire de esa recargada sincronía histórica; por ejemplo, descifrar algo más sobre un nombre de sumo interés en todo esto y absolutamente olvidado: Juan Fuentes González.

En una entrevista en 2004, en Canarias (La Opinión de Tenerife, 22 de mayo), Antidio Cabal hace una síntesis clarificadora donde se aúna cómo vivía él y este grupo la atmósfera cultural y educativa rodeante, así como su férrea y fiel amistad nutriente con el compañero y excéntrico Mederos:

En Las Palmas desarrollo toda mi formación inicial y allí acabo el bachillerato de la época, no sin discrepancias con el sistema educativo del momento, aunque tengo que decir que tuve mucha suerte con mis estudios, los profesores del instituto eran falangistas y franquistas hasta la médula, pero al fin y al cabo se habían formado bajo la educación republicana. En estos años se va formando un grupo de amigos con inquietudes poéticas. Ahí es cuando llego a establecer un lazo estrechísimo con el poeta grancanario Juan Mederos, al que, después de muchos años, en un regreso mío desde América, llegué a ver una sola vez más, de una manera extraña, y luego le perdí definitivamente la pista.

Los jiribillosos pasos del joven Cabal, algunos de ellos detectables en medios escritos de los cuarenta, y más que nada el número considerable de poemas suyos dados a la luz en prensa y revistas, nos proporcionan una medida más o menos precisa del protagonismo que tendrá como persona clave para la traducción de todo lo que se meneaba en la poesía grancanaria del momento. En este sentido, se presta clarificador lo que deletrea Manuel González Sosa a comienzos de 1992, otro poeta constitutivamente singular que era atento testigo silencioso, en primera fila, de los movimientos de aquel ambiente y de este peculiar grupo, sobre todo cuando algunos de ellos alcanzaban textos al tagoror social: «Leer lo que iba dando [Cabal] a conocer al público era como asistir muy de cerca al desarrollo de un talento poético que progresaba llamativamente en los términos de un vivaz proceso germinativo».

Algo había, entonces, de cabecilla visible –por su fuerza, por su ímpetu, por su mayor descaro celebratorio– en Antidio Cabal, pero ya leímos en sus propias letras el apretado abrazo en el que andaba con Juan Mederos. Para nuestro tacto interpretativo, esta estrechez amical engloba un hondo planeta existencial mucho más trascendente y grave de lo que han planteado hasta ahora unos y otros. Pero solo podría estrictamente entenderse desde una profundización prolija de sus poéticas, en Cabal con especial incidencia en sus iniciales libros (si bien su entraña entera parece andar prácticamente incrustada en una misma columna vertebral lírica), donde incluyo también su primerísimo e ignorado (parece que hasta por él mismo) Lenta madrugada (Cuadernos de Poesía y Crítica, 1946), que tiene un significativo prólogo de Mederos y que –como otros sustanciales elementos– será comentado con lentitud en otra adecuada coyuntura[3]Es nuestra intención retomar en un segundo ensayo, que continuaría y ampliaría varios guiones de este, una reflexión ancha y detenida sobre el contexto literario de los años cuarenta que rodea a Juan Mederos, donde no podrán faltar las … Seguir leyendo.

Antidio Cabal (izquierda) y Juan Mederos en el domicilio de este. 1992

El ánima exenta de Mederos, su recepción y sus textos

Resulta realmente asombrosa la recepción sobre la figura de Mederos y su poesía, a lo largo de la cuesta actitudinal de las décadas. La calidad literaria de un jovencísimo poeta que ciertamente llamó la atención parece unirse, mientras pasaba el tiempo, a una suerte de oscura atracción dialéctica que se alimentaba mientras mayor era la resistencia del personaje real que envejecía y se negaba a la exposición. Una oculta culpa socioliteraria recorre el tiempo grancanario a partir de 1947 en una comunidad cultural que mira con pena y rabia, a partes iguales, la decisión personal e inentendible –en la mirada de las normalidades– de una prometedora pluma que era ya visiblemente madura y que madura, casi tal cual, quedaría. Son las proyecciones de nosotros los otros las que pretenden forzar una imposible presentación de la piel de quien, por carácter o deseo o túnel confuso, decidió apartarse. Sin embargo, insisto, en ciertos rincones capitalinos se deja caer el rastro perturbador del cuerpo Mederos, y en ellos va dejando la estela de su ánima exenta para –sin pretenderlo– recordar un pecado, una falta, un círculo abierto, otra falla incomprensible de la historia…

Salvando las distancias, pero con algunos paralelismos de fondo (en tanto que memoria perviviente de una genialidad frágil y retenida, circunstancialmente y taponadamente mostrada a sus coetáneos), la estela de Juan Mederos nos sugiere algunas diagonales de Domingo Rivero, para la diacronía de la poesía canaria ambos rescatados por insistencia de rememoración, por acción matraquillosa de una incomodidad que desajustaba la conciencia colectiva de unos y otros, los testigos directos y los testigos que escucharon testimonio. Y mientras aquí y allá los otros proyectaban su ademán posible, quizás deseable (ese que es probable hoy se acerque más a nosotros, los lectores, que su persona misma), el humano Juan Mederos Sánchez iba y venía sin saber muy bien lo que el universo, con él, se traía entre manos… No es fácil, no, acabar de entender todo esto, terminar de asimilar la forma en que se puede estar tan presente desde una ausencia elegida o irremediablemente conformante; o quizás –precisamente– por el irreprimible atractivo (morboso o solidario, según sea recibido en esta sociedad que tantas transformaciones iba sufriendo en paralelo a su vida) de la elección de esa ausencia.

Dos libritos, dos apenas libros (más que libros apenas) publicó, de escasos ejemplares: Elegía a Miguel Hernández (1946) y Poesías (1947). El primero asombró y sigue llamando a tantos, y más tanteando lo muchacho que era. De los apelados fue Vicente Aleixandre, que no solo envió entusiastas cartas a Mederos (una incluida en 1991 dentro de la edición de sus poemas recopilados), sino que además pareció quedarse prendado, por lo menos entre 1946 y 1947, de ese augurio de genio y de la sonrisa por la estancia de nuestro autor en Madrid (que nunca llegaría –por contra– a producirse), tal y como sabemos a partir de las disculpas que le envía al través de Ricardo Lezcano en otra epístola de enero de 1947 («Juan Mederos, que usted me cita, que me escribe unas simpáticas cartas, está, él creerá, olvidado. No hay tal; no hay más que aparente silencio»[4]Archivo del Museo Canario: Fondo Ricardo Lezcano Escudero: Epistolario: ES 35001 AMC/RLE 005.); y también por lo que expresa Cabal en 2005 (La Opinión de Tenerife, 29 de octubre): «(…) yo quise arrastrar a Juan Mederos a Madrid, donde lo esperaba Vicente Aleixandre. Me preguntó varias veces por Juan y me habló muy entusiasmado de la poca poesía que había llegado a su conocimiento». El segundo, Poesías, según lo dicho por Trujillo a María Rosa Alonso, es probable que hoy benditamente pueda ser leído gracias a la aciaga razón de que había que recaudar el contado dinero para su viaje, su frustrado viaje.

Los demás textos salieron en dos revistas de aquellos tiempos, Mensaje (número 16 y 19, ambos en 1946) y Luces y sombras (número 2, 1946), a los que unimos algunos pocos más puestos asombrosamente por el autor y/o sus confusas sombras en manos de José Luis Gallardo, en los años setenta, y otros tantos más en las de Eugenio Padorno, aproximadamente a comienzos de los ochenta (saldrían a la luz, eso sí, una década después). Nosotros aportamos ahora algún otro poema desconocido en el «Anexo» (documento B, D y E) de este ensayo, donde explicamos su procedencia.

La Elegía fue alabada desde la revista Halcón de Fernando González y en un textito de Servando Morales (Falange, 8 de febrero de 1947) en el que anotaba la sencillez de estos procederes y una cierta melancolía, la misma con la que «Juan Mederos mira las cosas, buscando paso a paso un punto perdido». María Rosa Alonso escribió, antes de 1950, sobre cada uno de los cuadernos del poeta, aunque solo se suele aludir al primero, más que nada por la llamativa expresión admirativa que utilizó para calificarlo: susto de poeta. Nadie dice nada del segundo, sobre las Poesías, también en Revista de Historia (1949), en el cual da noticia de su intención de viaje a Madrid (ya manifestamos que la tinerfeña estaba enterada, por Trujillo, de las razones de la venta del cuaderno), «angustiado como tantos otros por la opresión insular», pero enterada de que se había quedado, definitivamente, «atado al potro del tormento» como Quesada –dice–. Aporta algunas apreciaciones no positivas sobre determinados aspectos de sus últimos versos y termina con la confianza de seguir estimando en él «una promesa firme y de elevado estilo para el movimiento poético de las Islas». Llama la atención que, al poco, el tinerfeño Antonio Dorta, fuera de las Islas, en un texto previamente editado en el tinerfeño La Tarde y titulado «El grupo de Las Palmas» (Diario de Las Palmas[5]A partir de ahora: DLP., 6 de enero de 1951), sitúe a Mederos y a Antidio Cabal como «ya antiguos en mi conocimiento y amistad», sin duda por la evidente e inclinada mediación de su amigo Trujillo; y que, sin embargo, todavía en 1951 esté leyendo por vez primera a Ventura Doreste, Lezcano, los Millares…

Recorte de una parte del artículo de Paulino Posadas. 1955

Un lustro después, en 1955 (DLP, 14 de julio), el periodista Paulino Posadas, antes de irse a la Península, haría un primer amago de avivar su sombra, o no dejarla desaparecer, con «Juan Mederos, poeta de la magua», así definido y físicamente retratado con sus características gafas que le daban una expresión fija que mesturaba la risa y la ironía. Un año después, en el mismo medio informativo, relata una anécdota de la cotidianidad capitalina con un tal Paul Lukas (DLP, 18 de abril de 1956), un dandi que veraneaba por Canarias y que tendrá una viva discusión con Mederos, por mera muestra de conocimientos, en la barra de un bar, espacio privilegiado donde –parece– suele ser convocada la sombra principal de la que hablamos… «Conocido por todos nosotros desde hacía muchos años, se le podía localizar en algunos bares de la ciudad, leyendo invariablemente ante un vaso de güisqui, y siempre solo. Tenía fama de poseer un carácter irritable», expresa Padorno en Palabras en el Istmo… (González y Pérez, 2009: 48).

Juan Sosa Suárez (DLP, 5 de febrero de 1965), diez años después, se pregunta por Mederos en tonos que serán habituales a partir de ese instante, y lo hace a propósito de otro joven poeta de aquellos lustros, Tomás Arroyo Cardoso: «¿Y qué se ha hecho, en publicaciones y recitales, del estro de este Juan Mederos (…), del que poco o nada sabemos después de la aparición, en el año 1947, y editada por Imprenta Minerva, Perdomo, 7, su brevísimo pero ardiente cuaderno de Poesías? ¿Le podemos considerar perdido o por el contrario solo ausente de toda manifestación, recitada o publicada, de su poesía?». El mismo autor, ahora con su característica firma Belarmino (columna Tertulia canaria, de El eco de Canarias[6]A partir de ahora: EEC., 18 de junio de 1968), en un texto sobre Felipe Baeza, afirma que Mederos es «otro poeta auténtico y sin engañifa». Un año antes, Lázaro Santana (DLP, 20 de abril de 1967), por los Sonetos andariegos de González Sosa, llama pertinentemente la atención de la ausencia de esta estrofa en su estilística, mueca inhabitual en poetas del cuarenta.

Algunos de sus poemas conocidos serían incluidos en suplementos y revistas, en uno y otro momento, una tendencia perceptible especialmente a partir de la publicación de «Entre los muertos» en la revista malagueña Caracola (octubre-noviembre de 1965, en un número especial de poesía canaria), a la que continuaría la de «Elegía de las cosas» en el histórico Cartel de las letras y las artes (DLP, 1 de septiembre de 1966), que insistirá en reproducirlo en 1969 (28 de noviembre), así como «Habitante del mar» en la último época de Cartel, en 1992.

Un mojón clave en todo este recorrido por la molesta y pegajosa sombra de nuestro protagonista es la encuesta a varios escritores que Eugenio Padorno llevó a cabo en el repetido marco cultural del Diario de Las Palmas, a partir del 8 de agosto de 1969, al son de la curiosa y polémica antología de poesía canaria gestada por Lázaro Santana, donde sería incluido llamativamente Juan Mederos. Resulta significativo que para Jorge Rodríguez Padrón (22 de agosto de 1969) sea inadecuada esta inserción, por lo escueto de su obra en comparación con otros: «(…) nos parece injusta –aparte la valoración– la inclusión de Juan Mederos, poeta que, a decir del propio antólogo, solo ha publicado una breve colección de ocho poemas y una Elegía a Miguel Hernández, y quien, además, no ha vuelto a publicar hasta el presente»; y digo lo de significativo porque a día de hoy es un ensayo del propio Rodríguez Padrón –ejecutado unos treinta y cinco años después de la encuesta– lo más completo, serio y positivamente valorador que se ha escrito sobre la obra del excéntrico poeta: «Un poeta isla: Juan Mederos» (Rodríguez Padrón, 2005: 179-233). La intervención de Ventura Doreste en este mismo sondeo (12 de septiembre de 1969) muestra, sin nombrar, una clara animadversión hacia Mederos, con algunas alusiones previas y un remate: «(…) todavía lamento más ciertas inclusiones que no responden a la severidad de ese criterio [de Lázaro Santana]»[7]No hay que perder de vista que Santana, en su «Introducción. Diez notas sobre poesía canaria» a la antología, afirma que antes que Ventura Doreste, Diego Navarro, Agustín Millares y Manuel Castañeda, «mayor interés tiene Poesías de Juan … Seguir leyendo. Poco después sería sumado en otro recuento de poesía canaria hecho en Dakar por René L. Durand.

A pesar de que vemos y sabemos que siempre estuvo en el aire, es a partir de ahora cuando realmente comienza a expresarse en los foros públicos, con más o menos asiduidad, sin tanto recorte, los quilates de su poética y la pena por su desaparición de la plaza literaria; elementos que irán agudizándose –por contraste valorativo– a medida que se iza a mayor altura la bandera de la importancia –sean más o menos exactos los argumentos– de Antología cercada en tanto que gesto vertebral y atrevido de una época. Apenas nada se ha dicho de que la originaria y más explícita reivindicación en esta frecuencia descrita se debe a José Quintana, quien propiamente se pone a interpretar por vez primera los rasgos identificativos del estilo mederiano. Quintana es el autor de la antología 96 poetas de las Islas Canarias (siglo XX) (1970), conglomerado de escritores contemporáneos en el que es acomodado Juan Mederos, con dos poemas y un fragmento de la Elegía, y del que expresa rotuladamente: «Mederos va por otros cauces (…) es un adelantado en la poesía de las Islas, con una temática que saldría un año después en Antología cercada». Le sorprende sobremanera e insta a lectores y especialistas a que se fijen en él. Pero Quintana no se frenará aquí. «Ensayos de literatura canaria 1975. VI (Amnesia carpetovetónica de la poesía postbélica)» (EEC, 25 de mayo y 1 de junio de 1975) repetirá y seguirá la perpendicular trazada favorable al poeta callado y aventajado que, para él, carga en y con sus textos el peso del dolor humano de las guerras mundial y civil:

(…) la Elegía a Miguel Hernández tiene una dimensión larvada que ya pregonaba abiertamente nuevas formas en la poesía insular y una mayor contención en el cultivo del verso. Mederos se nos aparece con verismo, al tiempo que más independiente en lo ideológico que sus congéneres epocales, con menos subordinación a presupuestos personales (…). Sorprende que, en aquellos días en que se vivía por un lado el mundo garcilasista y por otro la creciente influencia poética de Vicente Aleixandre, nos encontremos con una poesía fresca, libre de prosaísmos y amaneramientos, ausente de ripios, al tiempo que dotada de un álgido vuelo de autenticidad considerable, que no contradice su testimonio de calidez humana, como reflejo del momento vital de un poeta (Juan Mederos) (…). ¿En qué situación sugeridora nos podríamos situar para la valoración ética de una época cubierta plenamente de amnesia? ¿Cómo hallar algo válido para poder entender esta poesía y a este poeta marginado y ordenado al ostracismo?

El antólogo, que hace notar todo lo que bulle alrededor del caso Mederos y de su ánima andante, apela directamente –para una posible clarificación de esos temblores– al cuerpo vivo y voluntario transeúnte del oficinista: «Mederos está vivo y capacitado para responder. No es cuestión nuestra…» (Sebastián de la Nuez saca también a relucir como recuento, sumado a la corriente a favor que empieza en ese tiempo, el nombre de Mederos: EEC, 17 de junio de 1975, ciclo «Cuatro siglos de literatura canaria» en la Casa de Colón). Claro que no parece que lo vea del todo igual a Quintana el amigo de andanzas José Luis Gallardo (quien retoma explícitamente el dardo lanzado por aquel, al que cita), pues al paso vendrá en 1976, en el sonado Primer congreso de poesía canaria de La Laguna, a tomar en parte la palabra del poeta para reivindicarlo, ya directamente confrontado desde el título, como «un poeta ausente en la Antología cercada», convirtiéndose en «una presencia por omisión» que «hemos tardado su tiempo en darnos cuenta». Da interesantes detalles de su persona, más importantes todavía a medida que pasa la historia, pues poco más hemos venido a saber de aquella carne palpable:

En medio de la barahúnda, Juan Mederos permanecía silencioso… Es un hombre introvertido (…) permanece quieto tras los gruesos cristales de sus gafas. Lee mucho (…). Matiza. Es un hombre sencillo, de extracción modesta, que tiene por ambición primera el comprender el mundo. Cambiarlo ya es otra cosa. No cree desde luego que el arte lo vaya a cambiar por sí mismo (…). Se mantiene aparte, en la bruma. Una isla. Y así ha permanecido en nuestra poesía: como isla (Gallardo, 1978: 43).

Es interesante también su interpretación sobre el verbo de esta poética y sus positivas diferencias en relación a los otros líricos de sus mismos días. Una de ellas es la mayor interiorización de lo tratado, por mucho que la referencialidad a la que señalan todos en la existencia (las duras, castradoras y sufrientes condiciones humanas) sea análoga. Pero Gallardo afina todavía más, con un milimetrado matiz oportuno:

Juan Mederos tiene la rara virtud, como poeta, de no dejar transparentar fácilmente la profunda politización de su poesía (…). Los otros quieren hacer arte de su experiencia (real o imaginaria). Mederos vive su experiencia ya a nivel de arte. Para Mederos los seres, las cosas, los acontecimientos son opciones de arte, de poesía, que buscan su expresión en forma y contenido (en su unidad). Claro que esta realidad que Mederos produce es una realidad distinta (Gallardo, 1978: 46).

Portada de la Poesía completa de Mederos

Por mucho que en este instante se quisiera poner sobre la mesa al poeta confrontado, por ausencia elocuente, con Antología cercada y sus miembros, también es verdad que José Luis Gallardo (que le sacó cuatro poemas inéditos a Mederos, entre los desconocidos que poseía) renegó a entrar en menudencias personales y específicas[8]Gallardo lo volverá a recordar en –entre otros rincones– un texto sobre Juan Hidalgo (La Provincia, 20 de febrero de 1986); también el 9 de septiembre de 1993, en una necrológica sobre Agustín Quevedo: «recuerdo como si fuera ayer aquellas … Seguir leyendo. Eso sí: a partir de esta su raya dibujada iba a sucederse una serie continuada de claras manifestaciones alrededor del enmarañado asunto. Las hizo Luis Jorge Millares, en La Provincia, durante esa misma anualidad (23 de marzo de 1976) y en la siguiente (10 de marzo de 1977); pero sobre todo insistiría en ellas Alfonso O’Shanahan. «Ese gran repúblico» (9 de diciembre de 1986), una página en homenaje a Ventura Doreste cuando muere, lo acusa de la ausencia de Mederos, idea que suaviza y matiza en 1991 (DLP, 1 de abril), con la duda de que, aunque no hubiese sido marginado, por su carácter igualmente Mederos se hubiera esquinado.

Esto se publica después de la primera presentación (en marzo de 1991 en la ULPGC, con Antonio García Ysábal –otro que dijo estar tras él desde 1957–, con su editor Eugenio Padorno y con el poeta de su generación Manuel González Sosa) del gran acontecimiento en torno a Juan Mederos: la salida en la editorial Alegranza de Ysábal, gracias al empeño de este y Padorno, de sus deseados poemas tras casi cincuenta años de opacado silencio, donde se incluían en torno a la docena de inéditos, amén de los textos conocidos[9]«Los poemas que reproduje en el tomito Poesía completa [1991] estaban escritos en un montón de trozos de papel que me entregó un día en una caja de zapatos (…). No creo que aquel volumen (…) sea tal; fue lo que él quiso, para sorpresa de … Seguir leyendo. La edición se había retrasado en más de una década, pues Mederos le había confiado los nuevos textos a Padorno sobre 1982 para editarlos en Mafasca para bibliófilos (se da una pequeña noticia de esta inminente salida en Canarias7 el 30 de enero de 1983, con la curiosidad de que la idea original fue llamar al libro Diálogo). No obstante, la cosa de las fechas y las poesías del deseado vate tiene más redondeles y aperturas, y sospechamos que todo esto comenzó a gestarse (¿con los mismos protagonistas?) por lo menos dos o tres años antes. ¿Cómo lo sabemos? Por un texto de Juan José Laforet de octubre de 1980, en El eco de Canarias, en el que altavocea sobre Mederos que «hoy intenta reivindicarlo todo un amplio sector de la literatura insular», para seguidamente añadir:

Según nos ha informado el viento callejero, tan de su gusto, pronto la magia de la imprenta y las linotipias, nos regalará con una cuidada edición de sus Obras completas. Quizás la antología más breve, pero por otro lado de las más suculentas. Allí estarán su Elegía a Miguel Hernández, sus Poesías de 1947, la correspondencia con Aleixandre y con otros importantes autores; y quién sabe, si acaso, también nos encontramos con algún nuevo trabajo de este hombre y poeta que, a través de los años, supo regalarnos con la amistad y la serena reflexión surgida de sus primeros poemas.

Tras la segunda presentación, el 3 de abril en el Centro Insular de Cultura (CIC) del Cabildo de Gran Canaria, O’Shanahan volvió con el asunto al día siguiente en una crónica de lo que se manifestó durante el acto, en el que estuvo José María Millares, uno de los participantes en la Antología cercada. Según lo recogido, Millares Sall dice que Ventura Doreste quiso meterlo en la antología, pero que Mederos se negó (lo repetirá el autor de Liverpool en varias ocasiones: por ejemplo, en una entrevista en Diario de avisos el 18 de mayo de 1997), y que las raíces de su negativa se retrotraían a que Doreste quiso publicar una antología de poesía social (tal cual lo dice O’Shanahan) en la colección que llevaba con Trujillo, pero este se negó. Lo hizo, entonces, por su cuenta y Mederos se negó como actitud de fidelidad a su apreciado Trujillo (esto es confirmado por Cabal en la entrevista citada de 2005; es más, afirma que fue «invitado con insistencia»). O’Shanahan comenta que Padorno, en el acto, no acaba de aceptar la versión de Millares, aunque ni él ni Lázaro Santana, también allí, la discuten. Y a partir de aquí aterriza de nuevo, salteadamente desde Costa Rica, un no del todo olvidado (por su amigo del alma y por algunos otros como González Sosa) Antidio Cabal, aunque ciertamente muy lejos del ansia colectiva en la que había sido enmarcado por algunos Juan Mederos. A Cabal se le preguntará, al menos en una ocasión (en la entrevista varias veces referenciada), sobre estos menesteres, y una de las cosas que expresa es que todos se conocían, los mayores y ellos, y que era Doreste el que se mostraba más displicente –es la palabra que utiliza–. Ante el interrogante sobre la Cercada, el autor de Campo nublo expone la siguiente y prolija reflexión que tiene un ancho interés sobre todo porque es capaz de hacer recuento de las diversas percepciones que, pasado el tiempo, cada cual poseía; una exhibición genuina del funcionamiento de la memoria según las perspectivas de cada cual:

Lo viví no de cerca, sino dentro. Como hecho doloroso e inesperado fracturó, sin violencia pero con profundidad, la relación entre nuestros hermanos mayores y nosotros. Juan Mederos, invitado con insistencia, se negó a participar porque consideró –y es su palabra textual por la que respondo– que se tramó a través de una traición a Juan Manuel Trujillo. Es la acotación de Juan Mederos. La mía no es menos radical, pero es más comprensiva: los hermanos mayores habían crecido, creían tener y tenían peso propio, y se rebelaron contra el padre para hacer casa aparte. Dicho con cierta ingeniosidad, decidieron casarse con ellos mismos. En lo que creo que fallaron no fue en la causa sino en el modo de llevarla a cabo. Me parece que no supieron encontrar la manera más ecuánime para independizarse. En cuanto a mí, no fui invitado a figurar en la antología. Esto lo niega tajantemente José María que, no hace mucho en el tiempo, me recordaba que él en varias ocasiones me instó a participar y que yo me negué. Juan Mederos, por su parte, insiste en que yo tengo mala memoria al respecto, que sí fui invitado. Pero mi opinión es que creo que José María Millares se acoge a la memoria del corazón y Juan Mederos a la de un afecto de hermanos. Yo sigo sosteniendo que los dos se equivocan por la vía del cariño.

Cada lector que enlace, lea con detenimiento, reflexione y –si se ve capaz, restando proyección a su propia imagen, restando en lo posible sus deferencias– conclusione. Fuera como fuese, y para cerrar este estirado escalón por más de medio siglo entre amagos y borrones de mito maldito y de intentos por explicar un silencio expresivo de enmarañados orígenes, anotemos dos guiones más: primero, la curiosidad de que algunos jóvenes poetas aunados en torno a La Plazuela de las Letras del CIC (entres otros, Oswaldo Guerra, Federico J. Silva, Antonio Becerra o J. Rafael Franco) tuvieran como uno de sus puntos de unión y reivindicación la presentación en la ULPGC, meses atrás, del libro de Juan Mederos (La Provincia, 30 de enero de 1992); y después, la trascendental publicación en 2005 de Liverpool y otras cosas…, de Rodríguez Padrón, un libro desde ese momento imprescindible para entender con más holgura y matices del bifrontismo habitual la poesía de los años cuarenta en Canarias, que incluye –como adelantábamos– el mejor de los ensayos sobre nuestro centro de radiación lírica en este ensayo.

Anuncio en el Canarias7 de una de las presentaciones de la Poesía completa

El hombre fallido

Apresuramos líneas atrás lo asombrosa que fue la aparición de su temprana Elegía a Miguel Hernández: por lo joven que su autor era y por la cierta osadía de hacer mostración –todavía con el cuerpo caliente del poeta pastor, sin pantallas, y aunque no fuera el primero en hacerlo– la efigie de tan connotado lírico en los tensos años previos, poelíticamente hablando. Y es cierto que en esa primera prueba literaria (de la que es proyección y ampliación la «Elegía» publicada en Mensaje, el documento E de nuestro «Anexo») notamos determinados procedimientos menores de cierta ingenuidad, como los propios esquemas volcados de la poética hernandiana concretada al través de sus famosos versos, con variantes evidentes de los originales tercetos a Sijé. Pero no es menos verdad que en estos cuatro poemas primeros de Mederos andan ya verticalizándose –en rincones y constantes en hálito– unas formas poéticas repletas de posibilidades para el corporal despertar lector y la precisión cambada de lo imposible.

Es aquí y solo aquí, en bloque concebido, donde atisbo esa puntita de juventud irrescatable para un verbo futuro; porque, por lo demás, su poesía entera y recuperada se nos aproxima –ya lo insinuaba más atrás– en considerada madurez, sin apenas interrupciones ni interferencias en la contenida promesa que reportan sus motores. Y por eso dejaba también caer que, por mucho que se haya afirmado la pervivencia silenciosa, agazapada, de la creación poética de Juan Mederos (eso de que siguió escribiendo en los años devenidos), tenemos la impresión de que todos los poemas que de él conocemos fueron esbozados de alguna manera allí, en sus inicios de los cuarenta racheados; o, en todo caso, si algunos hubieran tenido su arranque posterior, responden a un idéntico generador y empeño germinativo, a un exacto universo obsesivo que lo atrapó sin remedio desde tan prematuros andurriales del espíritu y las palabras. Y así, a pesar de los pesares de la cosa literaria, de los aspavientos o guiños de su excentricidad y de la recortada producción sembrada, su desestabilizante sombra verbal siguió y sigue tajantemente en movimiento abriéndonos la boca del pasmo que suscita y propaga. ¿Por qué? ¿Qué recorrido arcano muestra y reserva? Intentemos traducir, acaso aproximadamente, algunas de las hechicerías que Mederos, para enredarnos el gusto, nos derrama.

Un hombre fallido, un hombre a medias e incompleto, una persona a la que le falta siempre algo, restado… (Pero no por ser el raro Mederos, sino porque sus poemas aprietan la extraña y contundente condición –¿sincondición?– humana). Todos esos son intentos de expresión por concretar uno de los cimientos que peregrinan a lo amplio de la poesía de Juan Mederos. Las razones de tremendo boquete de vida son muchas, y más que nada se arriman nucleares para entender el concepto de existencia y poesía en nuestro protagonista. Una avanza rectamente desde su famosa Elegía: la invasión de la muerte y los muertos en los pulsos traumatizados de quienes siguen respirando después de las guerras (mundiales, civiles, municipales, familiares…), del dolor extremo, de los malamañados sufrimientos y de las injusticias en una sociedad que habrá de sobrevivir y renquear sobre enfrentados e incomprensibles elementos, muchos bajo sospecha desde heterogéneos frentes mentales y sociopolíticos, y no todos adscritos al poder oficial.

«Entre los muertos» (Mederos, 1991: 39), poema de su segunda entrega, acerca diáfanamente esta línea lanzada. Es un texto enormemente corporal y terroso, cárnico, de altas graduaciones orgánicas que van a ser marcas reiteradas de su poética (no es baladí anotar que los versos referidos llevaron primeramente el significativo título de «Sabor a tierra», como se puede comprobar en la explicación al documento C del «Anexo»). La voz hablante asume el puesto de un difunto en vida que se ha instalado en la paradojal biografía de los muertos injustamente, «como si un otoño espeso y triste / se albergara en mi cuerpo, o como un viento / reprimido en su vuelo por la sangre». El compromiso asociativo de vivir muertamente, en la memoria de un desgarro que activa la acción comprensiva y el deseo solidario, promueve al nacimiento de una palabra que aboca redención y que se reanima al través de la tierra y la sangre semilleras del mundo que encarnan los finados, barro súbito e insomne. Una germinación –en su afán de justicia– que fuerza paz, letra artesana y sílabas manufacturadas, rajadas e incompletas de quien se sabe grito y alma troceados. Porque en este campo de minas con anhelos de abrazos el yo no encuentra correspondencia; como «La joven ante el espejo» (Mederos, 1991: 40) es –más que complementario reflejo– fracción y falla, sin equivalentes ni fusiones («mi/te» y «yo/tú»), torsión y distorsión disyuntivas.

Otra de sus Poesías, «En este instante» (Mederos, 1991: 42-44), lleva la enseña de los difuntos como guías de la existencia. El poema parece contener aire de sueño, como si se observara sonámbulamente un globo terráqueo que gira irremediable y sin pausa hasta que, abrupto, «tras las ventanas / yo contemplo mis muertos», y entonces «en este instante / la tierra se detiene». Nada puede parar el aluvión del tiempo hecho historia derivada… menos los muertos (ahora «marineros caídos / navegantes caídos»), aquellos a los que las elegías cantaban para su justa resurrección. El mundo, estrechado en sus márgenes y limitaciones, se frena y –para quienes se ejercitan del lado de los que ya no están– la mirada agrandada es elevada cual drónica perspectiva de pájaro, coligado amorosamente con el universo. Ahora cabe, por momentos, una raja en el cosmos por la que se capta todo tiempo y todo espacio, con capacidad de contemplar desde la isla sumergidos corales trágicos de la otra punta del orbe: «Solo yo, desde el aire, / te veo prisionero / y atado de por vida, / allá, en Australia, / entre los arrecifes / que son tu propia muerte». Entonces, entonces sí que el deseo se hace futuro posible al través de la acción cifrada en la fe y la rememoración de los que irracionalmente padecieron, para que el universo entero –con luz y oscuridad regeneradas– se reúna:

Más allá de la isla,
del mar y el arrecife combativos,
junto a la nube alzada,
ojos que no son para ver,
manos abandonadas,
sangre y venas suspensas,
en este instante,
quisieran abarcar toda la tierra:
los anchos continentes
y las altas montañas;
los espacios sin eco
y la nada de Dios.
En este instante
tierra y sombra son una entre mis brazos.

La falta es también pesar, carencia y ausencia de todo aquello a lo que el fallido humano no llega, no puede llegar en la reticencia de sus límites finitos, frontera de los corazones y los mundos que en la poesía de Juan Mederos se destapa en orillas o extremos, riberas («La ribera en que me tienen / sometida y atada y sin tus voces», en los monólogos casi prosificados entre Orfeo y Eurídice: 57-59) o labios («Por tu ribera voy cantando apenas, / (…) y busco la penumbra de tus labios», en el antológico titulado «Sin palabras»: 48); estos últimos –entre otros indicios más– de recordación aleixandriana, nos dice Rodríguez Padrón (2005: 212). A las personas, aunque lo deseen, no les ha sido dada la maestría del absoluto conocimiento, del saber completo; y aunque haya experiencias y vivencias extremas e intensas que nos entreabren las puertas a un trato con lo ilimitado e inconmensurable (el dolor excesivo, la supresión arbitraria de lo seres queridos, la irracional violencia, el adiós definitivo, el amor incondicional…), nuestra posición constreñida no acaba nunca de desinstalarse, al menos mientras se ejerza con carne y hueso.

            Sin embargo, como antes se inscribía, está «la nada de Dios» o similares concepciones profundas y trascendentes de la existencia, de cálculo inviable, que atrapan con garra suave pero firme para el convencimiento o la confianza. Pueden revelarse en un anhelo de altura, en aspiración de mejora, en antojo por la felicidad, en captar la otra cara de las apariencias… y además pueden revelarse en rebelión: contra la parálisis, contra las desigualdades, contra la inflexibilidad que aminora, contra el mando de los que olvidan su condición de seres efímeros, nadapoderosos y falibles… Contra los que olvidan que es imposible entender todo y el todo, contra los que olvidan que la existencia respira entre indefinidos pulmones de misterio.

Elegía a Miguel Hernández. 1946

Porque, como se advierte, nos movemos en un arco de espiritualidad y religiosidad, que puede entrar con sus derivas en un sentido cósmico de admiración del universo, infinito inabordable: «Estamos en el centro de la noche. / ¿No brillan por nosotros las estrellas? / ¿Y el mar cercano acaso por nosotros / no abruma el sueño con su voz errante? / Sus círculos en torno nuestro teje / la noche, y yo desde su centro escucho / el contenido aliento de las almas», en «Anagnórisis» (Mederos, 1991: 73-74), camino sobre la vía unitiva, hondura de la noche y la contemplación sanjuanista –casi– donde dialogan el cuerpo y el alma («¿En qué otros sitios viste disfrazada / en cuerpo extraño el alma con quien hablas?»). Es la noche y el sueño que se mezclan de augurio para la entrada en la otra dimensión de altura, «Sima de sueño» (Mederos, 1991: 78) en la que la ansiedad apostrofa, imperativamente, al filo del deseo de unión:

Déjame que me entregue prisionero,
deja perderme y que, extraviado, ande
por tibias galerías y penumbras
que bajo de tu amparo crecen, hondas.
Deja contigo irme, sueño, abajo,
alcanzarte en tus nadas, que ya puedo
tocar en tus postreros límites,
oh bosque de la noche.

La declinación de la voz poética refleja sed de enamorado que arriesga su paso hasta una femenina entidad, otro norte que abduce y se apropia de la voluntad para la transformación radical de la identidad, que queda ahora no solo fragmentada, sino por instantes sustraída («Yo siempre en ti, vestido de tus ojos, / hablado por tu boca, perseguido, / seguido siempre por mi sombra tuya», en «El buscador de tus reflejos»: 75). Transubstanciación, exterior radical de sí mismo en el texto «Ascensión» (Mederos, 1991: 76-77), una aceitosa deriva mística que pone el pie afuera: «voy, que para ello hasta aquí he venido». Pero, de momento, no dejemos que se marche del todo y hablemos, por tanto, de la carne, de la rozada y retenida y dolorosa carne.

El misterio de la carne

El hombre fallido (pues hombre es la palabra utilizada para el humano; también en una mujer de la época como Pino Ojeda aparece en ocasiones con esta acepción; y en los dos puede que resuenen los ecos paralelos a «Al hombre», de Sombra del paraíso de Aleixandre) está hecho de carne, tierra y sangre, tres vocablos del glosario esencial de Juan Mederos, aparte de sus derivados o campos semánticos afines. En el hombre que no es Dios ni infinitud, incapaz ante lo inapresable y desbaratado cósmico (que a veces olvida ensimismado en sus abismos mentales: léase al respecto el inédito «Olvido de la tierra»: documento D del «Anexo»), aviene como contraste e interrogante una profundización de su estricta condición. Otra de las elegías, esta vez de las cosas (Mederos, 1991: 52-53), se vuelca clarificadora para el entendimiento de las cláusulas como ser cárnico, ya que se trata de un canto a los objetos que, reflectantemente, provoca ante ellos un reconocimiento de sí mismo («Oh el oscuro hallazgo de las cosas»). Tiene algo de existencial, de riveriano proceder matérico en los enseres de la cotidianidad como cuerpos que también nos hacen parte de la conciencia del mundo; y que, proyectados, parecen tener una especie de alma trasera que se diluye con la luz de la tarde, para la consumación final entre la noche.

Aún así, y a pesar de la sabiduría que da el reconocimiento de esta deficiente condición, quien ha vislumbrado –aunque oblicuamente– la lanzadera de lo probable, el roce de la utopía, los hallazgos del espíritu… nunca suele quedar conforme ni inmune. No suele haber comodidad en la tensión humana que quiere saber, que no se resigna solo al pan y al agua, que no se resigna solo al pan y al agua de su exclusiva persona. Por lo que la condición cárnica suele conllevar, dialécticamente, una condición paradojal: una suerte de unamuniano existencialismo agónico en el que se tiene la sensación de vivir y no vivir exactamente, viviente razonado pero –a la par– transeúnte de las periferias del entendimiento, en una lucha constante del tiempo entre lo que se es, lo que fuimos y lo queremos o vendremos a ser… Sí pero no, antitético principio que acciona –para el conocimiento y adentramiento en este forcejeo cotidiano– la condición poética, el verbo que se enrosca en los esfuerzos para el intento de comprensión y sentido, para el intento… Ya se sabe que las palabras consuetudinarias no bastan. Con ellas queremos y voluntamos, mas no podemos… Solo la cambadura de su sino, quizás –la exprimidura de sus procedimientos, tal vez–, pudiera dejar señalar en tentativa o ensayo.

Tentativa y fracaso verbales (ensayo y error, que diría Cabal) como (in)seguridad humana… El mentado «Sin palabras» es un poema contradictoriamente con palabras a una segunda persona que también es voz que habla de tapado en los ambientes del sueño y de la niebla, otras dos sustancias identificatorias de lo mederiano que se dan la mano con la poética de su coetánea Pino Ojeda. Silencio que es ceguera, oculta expresión en donde surge la enérgica sombra de los poemas en Juan Mederos, una espalda muda que se pega a todo como huella de lo que no está pero –lo sabemos– que acosa siempre empujando por caer al través de los aludidos rebordes o linderos:

Y busco la penumbra de tus labios,
la sombra de las alas de tu voz,
solo quiero mensajes de silencio
en tus palabras hondas.
Así, a mis ojos oculta y a mi boca,
llena de un hondo resonar de estrellas,
podría hallarte quizá, y quizá tenerte.

Y entonces, entre afonías y afasias, el cuerpo se va esculpiendo interrogante y las seguridades se tornan preguntas progresivas alante y atrás; las inseguridades se vuelven no saber, y –sin fin– el desconocimiento se enfila biología desorientada y agujero largo (Rodríguez Padrón, 2005: 214, especula, con tino, si acaso la causa primera de la dimisión literaria de Mederos estuviera relacionada –precisamente– con este radical envite suyo ante las palabras).

Se ha llegado, ahora sí, a un punto de no retorno, a otra condición, quizás (in)condición: la palabra poética como estatuto forzoso para la respiración de la agónica y paradójica estructura humana, que gusanamente tiende a infinito, o lo codicia… («¿Por qué la carne agusanada se enamoró de la estrella?», suena aquí con fondo de Alfonso García-Ramos). Es la proclamación necesaria del poeta que ha descubierto que sin palabra torcida, sugerente e imperfecta no hay maneras de existencia digna para una vida que cabalga, sobre eriales y celestes, entre retenidas manadas de bellos burros majoreros. «Se siente entre los hombres / un aliento de fuego. / No puedo hablar y tengo / en mis labios posada / la voz más verdadera»: en estos versos rítmicamente ligeros va su poética, de título evidente («La poesía»: 56), en la que se explicitan varias de las cuestiones que hemos ido desmenuzando, como el redoblado estatuto de las cosas, la escisión identitaria del hombre y la ilación irremediable entre poesía, espiritualidad y religión. Solo la poesía puede ex-presar algo de ello y aquello, y si humanos desinquietos somos habremos de ser poetas, o algo que se le acerque…

¿Quién, hombre, te dijo
que callases la boca,
que fueses en silencio
en medio de otros hombres?
Sobre los sueños tuyos
vuelan como de un ave
unas alas, despacio,
y el calor mismo de Dios
te enciende entre las venas
un fulgor: poesía.

Es la hora de las aludidas antítesis y las abultadas paradojas, que son la parte dura y resistente de la espiritualidad; y es la hora de los protuberantes recursos del estilo: las repeticiones, las anáforas y paralelismos, los hipérbatos primeros y las enumeraciones reiteradas en los andares, el polisíndeton ajustado, los toboganes del encabalgamiento… El ritmo, que ablanda y todo lo es, asume en Mederos la perseverancia del endecasílabo integrado en sus pieles, que se combina tanto con las disposiciones fónicas como con algunos procederes modernos de obtención de la música de las poéticas, internamente vertebrada como cuerpo prieto[10]Por espacio y metodología interna, desisto de entrar a comentar en este ensayo algunas particularidades del estilo de Mederos, que nos llevarían a detenernos en, por ejemplo, las diversas valoraciones –implícitas o explícitas– que se … Seguir leyendo. El son que es «Canción» (Mederos, 1991: 35) empuja el cuerpo hacia lo alto y hacia los otros, pues la armonía ayuda a la conversión invisible en «ángel, pájaro o nube», y amorosa (verbo y adjetivo) para que la expresión inferior del tormento de la vida de los muertos y de los vivos se alce y contribuya a su liberación de vuelo: «Y puesto ante mi vista, / pájaro o nube, / levantan vuelo decididas alas, / y alzan los ojos / los rostros más caídos de la tierra».

Como consecuencia, por ese sinuoso trayecto, la falla del ser permanece abierta a los componentes divinos, a aquella sustancia embaucadora que lo hace desbarajustarse en su concreción pero que, solo así, en ese transcurrir, le hace entender su propia posición pasajera, inevitable y acogida, en la materialidad rasguñada: «mis ojos, cada día, cada hora, / cada instante; mis manos, mis cabellos, / mis rodillas te hacen, te sustentan, / tierra, mundo que gira, cielo alto». El cuerpo que fue joven, que envejece y se debilita, en su esfuerzo diario de fatiga en fatiga, soporta la cruz de su existencia cual Jesucristo, «El Desdichado» (Mederos, 1991: 79) que «desde que a la tierra vino / tuvo ceniza en el labio». Ceniza, otra palabra clave, resto de fuego que se hace apenas nada y recuerda al hombre su limitación y humildad (humus y «barro, tierra prometida»), sus errores y equivocaciones. Desde ahí, bajura aceptada, sin embargo, contribuye vigorosamente a soportar y remontar el universo: «Pero yo aquí, Dios mío, con mis ojos / ebrios viendo las nubes, cielos, aguas, / sustentándolos –como a ti, mi Dios, / también– con estos hombros fatigados».

La ceniza en la boca humana puede subvertirse afán de la expresión, a partir de la belleza «en diamante» por la modulación atrevida de las letras, que siempre andan atornilladas –en Mederos– a la ética de los muertos que dijimos. Es el trayecto vertical entre Dios y la tierra que remueven las arterias y la sangre en nuestros cuerpos horizontales, desde la sombra a la luz y viceversa, con ala y pluma (ascenso y escritura):

De vena en vena salta como un pájaro,
y ruiseñor de noche en mí se anida
y me canta en el alma hasta la muerte (…).
Vuela, vuela hasta mí, cércame el rostro
con un batir de alas incansable (…).
Dame ala y pluma para desatarme
del polvo y del camino, y de los aires
hacer morada eterna de mis ojos,
a ti unido, en ti alto, clara, pura,
honda belleza de perfil secreto.
(Mederos, 1991: 82-83)

Por este cauce hemos ido llegando cerca del conocimiento secreto de la existencia, que no tiene que ver con magia acomodaticia ni beatitud barata de ciencia infusa, sino con la orientación «del misterio como única verdad existencial» (Rodríguez Padrón, 2005: 213). Se trata del descubrimiento de una comprensión poelítica intensa en la que al menos poder llevar dignamente la vida sin tener que venderse a las simplificaciones y maniqueísmos del mundo, ni tampoco a las mercaderías interesadas y castradoras de instituciones, grupos o individuos. Esa es su «Ciencia» (Mederos, 1991: 49-50), un poema de beneficios extraordinarios para el alma, y donde entendemos por su mano directa casi todo lo que se ha amagado en los párrafos previos, el misterio de la carne que, encadenado en sucesivas generaciones de muertos injustamente y de dolor, intenta expandir sus limitaciones lo más alto posible para la respiración y la esperanza, para la reversión del sufrimiento y para poder convivir entre sombras y fantasmas, en el rostro de Dios…

CIENCIA
Yo conozco el lenguaje de la piedra,
la fiel palabra de la rosa, el nombre
del misterio escondido tras los cuerpos.
Y sé también por qué la sombra espesa
quiere ser cuerpo y quiere separarse
del muro donde solo es vana sombra.
Sé de la voz postrera de los muertos:
cuando ya no comprenden el lenguaje
de los vivos, nos hablan con palabra
de sueño, con palabras de riberas
tendidas hacia el sueño de otros muertos.
Conozco carne de mujer, conozco
el sabor de una lágrima y la oscura
especie de sangre derramada.
Sé de la guerra, de la muerte, sé
del ansia de los hombres por Dios, sé
de ciudades de muertos, descansadas.
Pero aún queda escondida tras los ojos
tanta niebla de espectro, tanta muerte,
tantas voces sujetas en la sombra
a unos labios de muerto, descarnados,
que un vino espeso de silencio, a medias
solamente diría los secretos
de los labios que en nieblas derruidas
nos llamaban. El vuelo de los ángeles,
la palabra callada de las cosas,
como sombras perdidas vienen, solo
como sombras de nada, como espectros.

Con Eugenio Padorno. Foto: Adolfo Keim

Ciudad y naturaleza

Ya lo comentábamos: ni santurronerías ni despreocupación ni ventura indefinida… Abrirse paso en el deseo y la consecución imposible no quiere decir que no existan momentos de flaqueza, descontrol, duda, fragilidad, incapacidad o, directamente, vuelo en falso, caída de altura. En rememoración del Altazor de Huidobro, como así señala Rodríguez Padrón (2005: 219), con otro de sus acordes elegíacos habituales, ahora futuristamente «Elegía aeronáutica» (Mederos, 1991: 41), Mederos procesa una especie de choque frontal con la realidad monolítica, de pérdida de la inocencia o de la alada santidad como ángel caído, en un descenso kilométrico al través de estigmas dejados por el aire «para que el suelo / note apenas / el leve golpe / de un cuerpo contra el seno de la tierra». «Moribundos», «muerte en volandas» como proyectiles que, enfilados descendentes, van a dar a un paisaje urbano infernal, «gran ciudad maravillada» sobre escombros.

La atrevida imagen de ruinas metropolitanas no es ocasional en una perspectiva panorámica de la poesía del poeta canario. ¿Por qué? Porque lo urbano en Juan Mederos es sinónimo de falsedad o mal, deriva frustrante de los orígenes del hombre religioso, al que contrapone los «hombres labradores», «hombres libres del aire y de la tierra», en su fundamental texto «Hombre de la ciudad» (Mederos, 1991: 60-61). La urbe moderna, destrozada literal y metafóricamente a la par, no deja desarrollar al ser humano su más compleja y fértil dimensión, aquella de la que hemos ido hablando en los párrafos sucesivos. El urbanita que él es se siente recortado en sus pulmones, vive en máscara. En este contexto aniquilante, duda de su propia humanidad, y como si no estuviera del todo claro afirma: «hombre soy»; para luego certificar que «hombre envuelto en sangre y venas; / amasado con el barro del primer / mundo; / pero no soy hombre de tierra, / boca que done su palabra en vuestro / suelo. Soy extranjero entre vosotros». La condena urbana acorrala y priva de libertad, es un «mundo prisionero» que produce «ojos de cárcel» y «muros de castigo», y de todo ello devienen la soledad maligna, la humillación de los rostros, la opresión y el sobajamiento del espíritu y la materia: «muchedumbres de hombres solos, mudos, / con la frente marcada de cenizas, / con los ojos marcados de silencio, / solitarios con otros solitarios (…) / hay aquí conmigo / otros hombres, hombres que ignoran que haya habido / nunca una rosa, tallos siempre enhiestos». Las ciudades andan repletas de las peores y más paralizantes resacas del pasado, donde se han vertido las mayores violencias que hoy solo producen alienación e inmovilismo en los «muertos de mi calle / y de mi casa», él mismo moribundo que embiste contra atávicas y espantosas veredas.

La persona ha quedado cuarteada en «la ciudad perdida» (Mederos, 1991: 64-65) a la que se canta, en el fondo, como última posibilidad de recuperar todo lo que se esfumó dejando preguntas sin respuesta alguna, paisajes derruidos donde lo humano se esfumó… Es la guerra particular, la guerra civil y mundial, grupal, íntima y política, de una «ciudad de viento y lluvia impetuosa / que se murió conmigo»… El alma ahora es un campo que se abre apaisadamente desde la seca tos del pecho al horizonte, llena de escoria oscura y rastros babeantes y babiantes, y algunas ánimas que penan a la intemperie extremamente desconectadas del universo… Entonces, a pesar de todo, desde lo más abajo de los pulsos, por aquella incondicional condición (sincondición) fallida e inentendible del hombre, el trampolín del deseo (Mederos, 1991: 47) quiere «buscar en la ciudad desierta el grito / que quedó sorprendido ante la niebla, / preguntando en silencio nuestro nombre». En medio del vacío y del terrible mutismo, una mota de luz. Y si desea y se quiere encontrar, aunque sea escarbando en el cero al través de las palabras poéticas y sus cambaduras, las manos siempre tenderán a las potencias de la esperanza:

Pero te espero cuando el monte en fuego
te acostumbre a la aurora más nombrada;
pronto te espero, viva, pronto, luego
te aguardo ya, recién nacida, alzada
sobre la fosa que te hizo un ciego.

La esperanza está en la naturaleza, en el campo abierto, mas existe un paso intermedio, camino de lo probable, que es el mar (Mederos, 1991: 62-63). El humano ser se siente fija piedra al sol clavado, modelando su silencio en el elocutivo sonar de las mareas, como leemos en su desconocido «Piedra junto al mar» (documento B del «Anexo»). La mar, aunque urbana sea, por fuera, parece tallar el lado corporal del nervio del misterio, una masa sobable de lo infinito. Por eso insiste, reinsiste: «Eres distinto» (así también inscribe Aleixandre en su «Destino trágico» del aludido y cercano en el tiempo Sombra del paraíso). Y desde el zafarrancho del vivir pastoso e imposibilitante, su agotado cuerpo semierguido pide vivir con ella (la mar), con él, moralesianamente rematando: «mar distinto, mar nuevo, mar de mares». Por eso se declarará «habitante del mar y su cautivo» (Mederos, 1991: 84-85), remedo calmante de Dios, mas no divino… Ante él la posición sufriente se retrasa y disminuye, por mucho que su presencia rotunda le siga generando multitud de preguntas sin respuestas.

Volvamos aupados por la música flecha de las olas: la esperanza está en la naturaleza, en el contraurbano campo, que es aire respirable de la liberación de los pueblos y las ciudades. Por eso en la poesía de Juan Mederos se anhela ser árbol rural de buena tierra (Mederos: 1991: 36), con sangre y barro dilatantes y contrayentes, para una raíz fuerte que posibilite sin miedo los zigzagueos y las estaciones («vida y muerte en un solo año»), y sobre todo que ayude al vertical tirar al aire de sus troncos. Todo, en la naturaleza, asciende «hacia la libertad del aire» (como se llama un poema) en afanes de las hojas por los crecientes cuerpos leñosos. Es el sino de Miguel Hernández en su elegía, es el sino y el signo de Mederos: hacerse cielo al través del soplo oxigenado de las ramas altas que desahogan, pero siempre desde la paradójica condición (in)aceptable de ser hombre, de ser tierra y cepa adonde van los muertos, aquellos muertos, para alimentar el arco endeble de la existencia.

Y paradojalmente siempre activas –en ambos extremos– hojas y raíces, tensamente en movimiento opuesto, y así se sucesiva la vida… («hosca tierra de muertos demandaba / el siempre libre espacio de tus pétalos»: 37). Por eso es que «Con Dafne» (Mederos, 1991: 88-89) su «lugar se halla entre los rosales», en el mundo de la tierra y su belleza, haciéndose piel y «enmascarando / lo que tiene de humana, para ser / nada más que una hoja desvelada, / una raíz bañada por la lluvia». Por ende: «escarbaré raíces en lo hondo» (hondo, otra palabra enseña mederiana), pero para más elevarse cual «tallos de verdor atento». Su destino es revertirse y vestirse de naturales decoros («cubrirán de edificios vegetales / mis dedos y mis brazos y mis hombros»), como flor en el arrastre del tiempo y su periódico laboreo. Allí, en el elevado sitio donde poder administrar las venas del misterio con la sangre humana procreadora, en el principio del verbo, se encuentra su firme pie «continuamente / buscando lo distinto y lo invisible»: la otra faz doblada de las cosas, el disimulo de toda realidad, el lado oculto y mago de lo cotidiano; cosmología religiosa en la inconmensurabilidad del universo que nos hace chiquitos, cogollo, apenas nada…

«El contemplador» (Mederos, 1991: 69-70) es, precisamente, un canto cósmico desde la isla en agradecimiento a «la mano de Dios que hizo la tierra» con su «espacio de planetas», «mares de infinito / rostro», volcanes, lluvia… Es un sí a la vida, al sentido grueso del universo y todos sus elementos: «yo toco día y noche, yo recorro, / yo contemplo y yo beso siempre y siempre»; y siempre, insisto, a pesar… Aflora el amor a la tierra y lo que da, incluido el dolor, el insoslayable sufrimiento, «el calor de la ira y su dureza», «las fieras del bosque», todo observado como lo hiciera «el hombre más antiguo». Es, asimismo, un reconocimiento del propio cuerpo humano (de nuevo con riverianas tinturas) y de sí en el centro contemplador de la creación divina.

Y a este cuerpo no ágil sobre ti,
sobre tu triste espalda calcinada,
sobre tus huesos de terrena estirpe,
a este cuerpo que a diario trato y toco,
a estas manos lejanas de la rosa,
a esta frente, esta sangre, este cabello
también contemplo, tierra que lo formas;
también miro estos ojos con mis ojos,
también me miro a mí, también sorprendo
al escondido pensamiento mío
mezclarse con tu barro y con mi sangre.

El deseo mederiano es la utopía del Génesis, del «Primer día del mundo» (Mederos, 1991: 51), era cruda sin violencia que, porque ya no es, se presenta posibilidad por contrapunteo con el presente de las víctimas y la insoportabilidad (urbana). Las sonrisas y las alegrías son restos de aquel parto «con temblor de tormenta sobre la tierra en éxtasis», rebañaduras del Paraíso en la «gracia de Dios» que el poeta ve redoblada en cada vegetal, en cada planta, en cada brote, siempre acompañados. Por eso la madre (tierra, barro, parto y sangre) es la inyección que generó la flor en que se ha convertido la voz poética, y cuando ella no está se advierte directamente la soledad y la aniquilación, una detracción en el reconocimiento de los orígenes (Mederos: 1991: 71-72), pero a la vez –en esa profundización consciente– un peldaño más para el crecimiento ilimitado de toda carne junto a todo misterio.

Libro de Mederos anunciado en Cartel. 1991

Remate

Por todo lo sinuosamente desandado, es inevitable no insistir en este remate sobre la profunda espiritualidad y la transparente religiosidad de la poesía de Juan Mederos, que Jorge Rodríguez Padrón señala pero no subraya, y en todo lo que en ella se menea a nosotros nos parece que el subrayado es imprescindible y necesario para un más adecuado entendimiento. Hemos ido acariciando cómo en sus textos se detectan continuas huellas de implicada trascendencia en su concepción de la existencia, en la que nunca los humanos quedan completos. Parece haber siempre particulares rebosos que los desbordan y que condicionan enormemente su constitución, y entre otros es más que evidente la fuerza intercesora de los muertos y sus sufrimientos, que siguen reclamando redención y justicia en el ético compromiso de las palabras. Seguramente sea ese el mayor empeño de la poesía, como nos lo recuerda –en sus modos–, a mitad de los cuarenta, Pedro Perdomo Acedo en una brillante conferencia en El Museo Canario a la que es probable asistiera el mismo Mederos:

(…) pues si al poeta, especialmente al lírico, le cabe un altísimo rango, frente a los demás cultivadores de las otras artes, es porque a él tan solo le está permitido en vida proceder a una suerte especial de resurrección. Solo que lo que resucita es su «antimundo»; lo que resucita no es su vida, sino el sueño de esa vida. Y solo resucita lo que real y verdaderamente ha muerto; solo alcanzaremos lo que real y verdaderamente hayamos dado. El mejor modo de poseer es entregarse plenamente (Perdomo Acedo, 2003: 60).

No hemos logrado encontrar en nuestra insistente búsqueda por periódicos y cuevas, de ninguna de las maneras, unas manifestaciones de José María García (alguien que también estuvo por los alrededores de nuestro poeta) que incluye Rodríguez Padrón en su magnífico ensayo. Mi interés por ellas aumenta cuando –una vez analizados sus versos desde mis limitadas manos– logro oler una temblorosa y automática conexión entre las principales estructuras de lo mederiano y lo que García –con sutiles menudeos anecdóticos, pero muy pertinentes para el caso– expresaba:

Se refiere García a la gran espiritualidad de su amigo, para quien «todo sentimiento quedaba en él [en Mederos] elevado a la categoría de lo divino, y cualquier acto humano, como el comer incluso, era un motivo para su vergüenza. De ahí, quizá, su rotundo fracaso como hombre al enfrentarse con la vida» (Rodríguez Padrón, 2005: 185).

Aunque pueda poseer no pocos tiros de heterodoxia con respecto a la oficialidad católica, el lenguaje y la experiencia predominantes que inyecciona Juan Mederos van progresivamente desembocando en lo cristiano, tal y como se ha ido leyendo diagonal y pausadamente, tal y como se puede aprehender sin disimulo ni titubeo en «Diálogo del hombre con Dios» (Mederos, 1991: 86-87), un poema de penetrante hondonada dividido en tres partes con el que, por su posición erguida en el conjunto, podemos cerrar nuestro particular intento de aproximación a este llamativo punto de vista literario.

Estamos frente a una plegaria de anafórica insistencia para empezar, que tiende al cántico oracional como iniciático tránsito hasta las rachas de Dios. Una especie de altavoz crístico hace la convocatoria divina junto a todos los otros hombres diversos, inclusivamente, los tocados por la imposibilidad y la ausencia especialmente: los que no saben, los que temen, «los que quisieran, mas no pueden», «los que no quieren, mas quisieran», los que no están y los que vendrán… Hay un tono profético iluminado de apocalípticos tiempos, donde se pide directamente la inspiración divina para el salto («que sonase / tu voz junto a la mía en este canto»). Sigue, en la segunda parte, la tonalidad apelante y apostrófica, una voz que mientras solicita se estira por la fuerza de su timbre y casi adhiere el cuerpo pobre a lo divino: «Heme ya aquí, Dios mío, junto a ti, / tan cercano a tu sangre y a tu aliento / como un cuerpo de hombre puede estarlo». Las señales místicas otra vez suceden, se suceden, entre otras las marcas de la pasividad del sujeto («Dios mío, ¿qué peldaños / y qué escalas de aire me han subido?»); y, además, asalta la pregunta de la hipotética posición de semiángel, pues ángeles y arcángeles (Mederos: 1991: 76) son los únicos con boleto para el infrecuente intercambio («Hombres de mi aliento / y de mi raza pocos hay que puedan / contemplarte»).

El tercero y último poema, en definitiva, en el mismo dial y en gemela frecuencia, es expresivamente agónico y repetidamente paradójico, lucha y amor con intensa graduación de ardor entre Dios y el hombre («Tu voz, siempre tu voz en contra mía»). Los tres primeros versos son un exacto reflejo de esta cadena de chispas, desde la perspectiva de la carne humana, entre arañazo y abrazo sobrehumanos: «Pero junto a ti sé que estoy seguro. / Tu voz me hiere con un dardo helado, / pero junto a ti sé que estoy seguro». Misterios de la carne, sin duda, que se molinan y arremolinan en la poética voz desplegada y sugerente de la misteriosa persona que fue y seguirá siendo Juan Mederos.

Bibliografía

ARCHIVO DEL MUSEO CANARIO: Fondo Ricardo Lezcano Escudero. Epistolario: ES 35001 AMC/RLE 005 (carta de Vicente Aleixandre de 20 de enero de 1947) y ES 35001 AMC/RLE 016 (carta de Juan Mederos de 7 de abril de 1946).

ARCHIVO MANUEL GONZÁLEZ SOSA: Juan Mederos: Dossier de prensa. Biblioteca Municipal de Guía de Gran Canaria.

GALLARDO, José Luis (1978): «Comentario a la obra de un poeta olvidado: Juan Mederos, un poeta ausente en la Antología cercada», Primer Congreso de Poesía Canaria. 1976, Santa Cruz de Tenerife: Aula de Cultura de Tenerife.

GONZÁLEZ, Belén y Bruno PÉREZ (2009): Palabras en el Istmo. Conversaciones con Eugenio Padorno, Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea.

GONZÁLEZ SOSA, Manuel (1992): «Antidio Cabal, encuentro/reencuentro en El Museo», Museo Canario, enero-abril, p. 12.

MEDEROS, Juan (1946): Elegía a Miguel Hernández, Las Palmas de Gran Canaria: Cuadernos de Poesía y Crítica.

MEDEROS, Juan (1947): Poesías, Las Palmas de Gran Canaria: Imprenta Minerva.

MEDEROS, Juan (1991): Poesía completa, edición de Eugenio Padorno, Las Palmas de Gran Canaria: Alegranza.

MILLARES SALL, Agustín; Pedro LEZCANO; Ventura DORESTE; Ángel JOHAN; y José María MILLARES (1947): Antología cercada, Las Palmas de Gran Canaria: El Arca.

PADORNO, Eugenio (2021): Carnet de estadía temporal [Diario de París. 1983-1988], Madrid: Mercurio Editorial.

PERDOMO ACEDO, Pedro (2003): Alrededores de una poética, edición de Guillermo Perdomo Hernández, Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria.

QUINTANA, José (1970): 96 poetas de las Islas Canarias (siglo XX), Bilbao: Comunicación Literaria de Autores.

RODRÍGUEZ PADRÓN, Jorge (2005): Liverpool y otras cosas. Sobre poetas canarios hacia 1940, Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria.

SANTANA, Lázaro (1969): Poesía canaria. Antología, Las Palmas de Gran Canaria: Tagoro.

Cabecera del suplemento Letras Canarias, del periódico Falange, el día en que se publicó su prosa sobre Guillén Peraza

Anexo: textos inéditos y rescatados

Ante una silueta tan especial como la de Juan Mederos, a la que rodean más silencios que palabras, nos parece meridiano dar al lector interesado cualquier texto que tenga que ver con él, y más si proviene de su propia mano. Por eso aportamos los siguientes escritos, poemas y no poemas, que contribuirán a un conocimiento mayor de su enigmática y atractiva figura literaria.

A. [Falange, 1 de julio de 1945. Posiblemente fuera un ejercicio de ensayo narrativo premiado en un concurso por la Fiesta del Libro de esa anualidad]

Historia y leyenda de Guillén Peraza

I.

Allá, en la lejana Castilla, han plañido las damas. Fue en un altivo castillo, fue en un claro palacio, fue junto a un ventanal que daba a un huerto cerrado, florecido, a la primavera: han plañido del triste infortunio del noble doncel Guillén Peraza, recién muerto en la isla de La Palma, perdida en la distancia y en el azul del Océano.
           ¿Dónde están las sietes islas engastadas en el Océano?
           Tras las nieblas blanquecinas de los mares, junto al desierto, adormidas en un largo día de verano, en donde todo es azul, tibio, y es tal la pereza y lentitud del sol que es sueño y molicie la misma vida.
           Mucho tiempo ha estuvieron escondidas a los navegantes tras las nubes tenaces, como joyas preciadas; y solo los rubios marinos de Europa arribaban a sus costas cuando el temporal enemigo desviaba las naves. El glauco mar murmuraba, ronco en los escollos, humilde en las playas, la leyenda ignorada de la Atlántida. El sol de verano, en la cálida pesadumbre de una tarde, iluminó los mares de encendidas gemas de sangre.
           Así entró en la Historia el laberinto apartado de las siete islas.

II.

La cámara sumergida en dulce oscuridad. Altos sitiales. Recias colgaduras. Lienzos ennegrecidos de los que emergen pálidos semblantes. Un rayo de luz atraviesa una vidriera multicolor. Silencio.
            Sentado en un noble sitial, don Guillén de las Casas señala con un punzón marfileño las siete islas de Fortuna, en una carta geográfica deliciosa, de imprecisas noticias: aquí está el gran desierto, poblado de bestias feroces en el que el triste beduino acampa, bajo su tienda; al lado está el reino donde diez mil esclavas negras bailan noche y día para halago y placer de su señor.
            Fernán Peraza escucha el cansado hablar de su pariente, entrecortado de ahogos, que le atenazan la garganta.
            –Bien podíais ir a talar la vega de Granada; mas esta es ocupación de caballeros galantes. En las islas no tanto podéis ser cumplido señor como guerrero ilustre. A vos os la entrego.
            Guillén de las Casas calla, anhelante, como enfermo. Ha colmado sus estantes de viejos códices, miniados, labor casi secular de un viejo monje. En un rincón, destaca la testa pensativa de un Séneca; y si os asomáis al balcón, veréis relumbrar el sol de junio en las platerescas piedras de su palacio. En el fondo de la estancia, Guillén Peraza observa callado.

III.

No me podrán quitar el dolorido sentir…
Garcilaso

Y he aquí que estos versos que cantó Garcilaso en la isla del Danubio, y buscan la silueta fugaz del doncel, el que pasó la alegría apagada por los patios interiores de su casa, rumorosos de fuentes sonantes y por las huertas inmensas, cuando de atardecido se apagan todos los ruidos, para que se oiga solo el clamor unánime de las hojas de todos los árboles, como un canto de tristeza, en la penumbrosa soledad.
            Su vida fue ímpetu breve, pasión breve, que tronchó el soplo funesto de la Muerte. Su vida tuvo la sabiduría superior de un juego en el que se hagan inclinaciones, genuflexiones, haya una imperceptible sonrisa a flor de labios, y corra un ligero viento de tragedia por entre los jugadores.
            Y he aquí su figura conservada por todos los cronistas. Alto, cenceño, el rostro pálido, y la alta frente enmarcada por rubias guedejas. Los ojos no eran azules, que entonces recordarían los de la helada Alemania; ni negros, como los de la morisma; fueron verdes, para que las doncellas canten en amoroso deliquio, lejos de azafatas y pajes burladores, en lo más escondido de sus retiros, esta canción, que evoca el alma del amado:

Despertad ojuelos verdes
que a la mañanica lo dormiredes.

            Talle y figura como para ser doncel en la alquitarada corte, de puro artificiosa, «del muy prepotente don Juan el II», como cantó en versos sonoros Juan de Mena.

IV.

Tres naos parten de Sevilla. Las sombras de un tibio atardecer, casi noche clara, se pliegan sobre los minaretes, mezquitas y blancas casas de la ciudad que fue árabe. Y entre el grito de la marinería, las tres naos se deslizan por el río Guadalquivir, padre de Andalucía.
            Mandan las tres naves sabios marinos de Vasconia. Antón Saiz tiene bajo su mando la nave capitana, la que lanza en el mástil, para que se llene, glorioso, del viento marino, húmedo y cortante, el morado estandarte de Castilla; aquel navío grueso, de andar premioso, como grave matrona, es una ancha urca holandesa. Y siente el pánico de los vientos libres que restallan impetuosos en sus velas hinchadas, acostumbradas a la tranquila navegación de los canales. Por ser de mucha cabida lleva la tropa. La pilota Pedro Loyarte.
            Y hay un aviso que danza, sobre las olas, pequeño y ágil, nacido en un oscuro puerto del golfo de Vizcaya, y en cuya negra cubierta ha prendido la extraña flora de todos los puertos. Este lo pilota un inglés de cabellos rojos y claros ojos húmedos, en los que parece estar diluida el agua de siete océanos. Es Stephen Harris, huido de la alegre Inglaterra por cuestión de amores. Allí se dejó una pierna, y con su pata de palo renquea por la cubierta…
            Siguiendo la costa africana se podrá tocar el ensueño monstruoso de la India, entre vaharadas de opio –Buda inmóvil, un joyel en la frente muda–. O la nación China, más vieja que Roma, tranquilo imperio que Marco Polo visitó en Catay.
            Mas aquí hay siete ricas preseas para Castilla; y la marinería bulle al descubrir el pico del Teide, nevado, con sus cumbres envueltas en nieblas, solo en la sacra soledad de las alturas, más alto que ningún otro pico de España. Y Fuerteventura. Y La Palma, verde paraíso.
            Y las tres naos dejaron el tumulto de las olas para refugiarse en el seguro de un puerto, guardado por rocas intactas, que refulgían al sol dormidas en la viva claridad de la tarde. Y las siete islas eran siete promesas calladas.

V.

Sabemos que hay mucha leyenda en Guillén Peraza, que evita y confunde con rigor neoclásico Viera y Clavijo. Su romance es como para gritarlo desde una piedra escueta, al mar, al cielo, al infinito. Está hecho para que lo reciten cálidas voces. La muerte fue pronta y la tierra está aún caliente de su sangre joven. Y luego la maldición sobre la isla, que es un llamamiento al desierto cercano para que inunde con sus arenas muertas el verde suelo isleño. Y sin saber por qué, hemos establecido un nexo entre esta historia truncada de Guillén Peraza y la tumba de unos marinos muertos en una tormenta cercana a estas islas. La tumba es un delicioso lugar romántico. Rodeado de rejas retorcidas está el nicho, en cuyas piedras ya centenarias crece verde musgo. Y hay un sencillo epitafio que dice: «Aquí yacen los marinos de la goleta… que naufragó el año 18…». Todo esto tiene el ademán patético de las cosas viejas, olorosas a años remotos y perdidos. Y he aquí que viene a nosotros todo eso que constituye como la herencia insobornable, y de la cual no nos podemos desprender. Son la canción del pirata, que todos hemos querido recitar ante el mar, víctimas de una falsa emoción romántica, y pugnando porque el navío de las velas hinchadas se nos mostrase en el horizonte solitario; y también el viaje frustrado de Baudelaire a la India, del que trajo bellas poesías y ese apretado gesto de amargado que le vemos en todos los retratos.

¡Blancas velas en el mar! Una tarde canaria, el vecindario bulle porque entra maltrecha una vieja goleta, con el velamen destrozado, y siete cajas negras sobre cubierta, que pregonan la muerte en el navío.
            Un pelotón de marinos lanza sus disparos, al aire, como queriendo invocar el nombre de los siete muertos. Y dicen que los ancianos cañones de la plaza al contestar con su fragoroso estampido la salva de los marineros, tuvieron algo así como una cierta emoción de aventura y juventud. Y la ciudad lejana dormitaba, sumisa, hermética, cerrada en sí misma, de anchos portalones claveteados, y solitarios balcones voladizos.
            Todo esto sucedió hace mucho tiempo. Tanto que el rastro lo hemos de buscar en una de esas calles en las que el miedo anida, y se mira con precaución inusitada la boca negra de los zaguanes.
            ¿Han plañido las damas en algún puerto de nieblas, cuajado de mástiles, lleno de gabarras que cruzan sus aguas negras? No sé. Mas digamos con el romance que

Todo lo acaba
la mala andanza.

            Y hace más de un siglo que los siete marinos calientan sus pálidos restos al sol vivífico, cerca, muy cerca del mar… Tan cerca que por la noche solo se oye su bárbara, profunda, interminable sinfonía.

B. [Falange, 13 de enero de 1946; en el mismo ejemplar hay otro poema de Cabal, sonetos de Joaquín Blanco y de Antonio de la Nuez, así como un texto sobre Tomás Morales de Juan Fuentes González. El poema lo daría a conocer González Sosa en al menos una de las presentaciones de la Poesía completa de 1991, no así en el artículo de prensa del guiense titulado «El caso Juan Mederos» y publicado días después en Archipiélago literario, del periódico tinerfeño Jornada, el 13 de abril de 1991, que he podido consultar en el Archivo Manuel González Sosa que custodia la Biblioteca Municipal de Guía de Gran Canaria. No fue reproducido en el volumen. ¿Por autoexigencia de Mederos, como planteaba el mismo González Sosa en su texto?]

Piedra junto al mar

Junto a la espuma de los mares blancos
sueña la piedra su grisura triste
de noches lentas, y el tormento oscuro
de tanta sombra escondida en nubes
de plata sollozante en las alturas.

¡Silencio de las piedras! Voz perdida
de siglos de locura sin palabras,
y su queja de pájaro enjaulado
es un triste callar sin esperanza.

La espuma lava penas y sollozos
de tristes corazones sin latidos.
¡Oh la espuma dorada de veranos
de pereza y silencio sobre un cuerpo!

La piedra calla siempre su tristeza.
Indiferente a nubes, lluvia o lágrima
torna siempre al encanto desolado
de un silencio nacido de silencio.

Mas ya el sol, primavera de los dioses,
es el canto sonoro de la piedra.

Final de la carta de Juan Mederos a Ricardo Lezcano. 1946

C. [Carta de Juan Mederos a Ricardo Lezcano, firmada en Las Palmas el 7 de abril de 1946. Archivo de El Museo Canario: Fondo Ricardo Lezcano Escudero: Epistolario: ES 35001 AMC/RLE 016. Se trata de cinco cuartillas: una con las palabras manuscritas dirigidas a Lezcano, que se encuentra en Madrid en ese momento, y las restantes con cuatro poemas a máquina, uno de ellos desconocido hasta ahora: «Olvido de la tierra», que ofrendamos a continuación. Los otros tres son «Sabor a tierra», que en sus Poesías llevará el título «Entre los muertos»; «Elegía», que se ofrece en este mismo Anexo y que dio a la luz la revista Mensaje; y «Ciencia»].

Sr. D. Ricardo Lezcano:

Amigo Lezcano: He recibido tu telegrama y tu tarjeta postal, y tu soneto no saldrá en Luces y sombras, como deseas. Tienes razón en decir que Luces y sombras no vale para nada. Pero, a pesar de todo, es un índice bastante exacto de cómo está la poesía por estas islas. Antidio y yo hemos mandado algunos poemas para esta revista, con el deseo sincero de mejorarla. Vamos a ver si lo consigo.
            Por aquí estoy hecho un poeta bastante maldito. He dejado de estudiar. La verdad que es extremadamente aburrido el ir todos los días a escuchar a unos señores cuyas clases eran peor que un bostezo. Me he empleado en una oficina porque hace falta dinero. La vida está cada vez más cara y a mí ya me estaba llegando el agua al cuello.
            En poesía creo que voy mejorando algo. El otro día llevé algunos poemas a casa de J. M. Trujillo para que los mandase a Mensaje y creo que no desagradaron mucho.
            En tu carta me dices que eres conocido ya en los medios literarios madrileños y yo te digo que ya somos conocidos Antidio y yo en Las Palmas. Cuando nos encontramos con el vate Perdomo [Pedro Perdomo Acedo] nos saluda siempre con una agradable sonrisa, y todo se resuelve en palmaditas en la espalda y apremiantes deseos de que nos convirtamos en excelentes poetas. La verdad, esto es un mundo feliz. La vida literaria aquí es, como dice Blanco [¿Joaquín Blanco Montesdeoca?], «descojonante y pedestre». Yo me aparto en lo posible de semejante bazofia, porque no siempre estoy de buen humor. Dile a tu hermano que no se olvide de este canario, y que cuando publique el libro que me anuncias, me lo mande, que tenemos dinero, si es que tiene algún libro a su disposición; adjuntos a esta carta te envío dos poemas, los menos malos, me parece, de los que he hecho justo ahora. Me interesa tu opinión y la de tu hermano sobre ellos, si es que no te molesta.
            Un abrazo,
                        Juan Mederos

D.

Olvido de la tierra

Nadie siente la tierra, nadie quiere
al mundo llamar tierra; en un olvido
de la dura materia vive el hombre,
a solas, lejos de los mares, lejos
del claro manantial, de los caminos
que ciñen la montaña, olvidado
de la lluvia, del duro viento, a solas
vive sin ver la estrella, prisionero
de sí mismo, amarrado a la madera
que acaso ya no sepa que fue árbol.

Entonces, ¿quién apurará el aroma
profundo de la tierra?; inatendidos
crece la flor y crecen los rosales;
canta el agua en la fuente y no recuerda
por qué canta. Los pájaros que vuelan
en el aire, no saben por qué vuelan.

La respuesta prendida está en los labios
como gota de lluvia en los cristales.
Pero el hombre no quiere responder.
Solamente la muerte quizás pueda
juntarlo con la tierra. Acaso pueda
meterle tierra por la sangre para
que así crezca más grana la amapola;
quizá un canto de paz por los senderos
pueda acunar el sueño de sus ojos.

Juan Mederos

E. [«Elegía» es un poema dado a conocer en el n.º 16 (de abril-mayo-junio 1946) de la revista tinerfeña Mensaje, como consigna Eugenio Padorno en la «Bibliografía activa» de la Poesía completa. Sin embargo, no fue reproducido en el volumen. ¿Autoexigencia del autor?]

Elegía

Ya copiaron tu risa y tu desvelo
el pájaro, la fuente y la azucena.
Ya te fuiste a la cita, sin recelo.

En campiñas de nieve se serena
tu sonrisa sin ángel, desterrada.
Un cristal sigue, te acompaña y llena

de albo frío la senda enamorada:
y delgados puñales de granizo
ponen blanca tu sangre lastimada.

¿Qué tempestad, qué lluvia te deshizo,
breve galán de noche, tan de prisa,
que pudieron tejer, de oro macizo,

a tu frente de luto, ya sin brisa,
lumbre de nueva aurora y cementerio
de crespón sin aliento a tu sonrisa?

En procesión de aparecidos, serio,
galopando entre tarde y mediodía,
llegó el ciprés a ti, llegó el misterio.

Caía sobre ti lluvia sombría:
el gris silencio de las aguas era
en tu cuerpo dolor de noche y día.

Tu dolor, que asombrado dolor fuera
de muerto sin camino y sepultura,
ya crece sobre tumba en primavera.

Y crece y se adelanta, sin premura,
el dolor de la tierra, desmedido,
en tus huesos y sobre tu figura.

Como en barro de tristeza retenido
me pareces, galán de muerte cierta.
Asombrado de ti y de mí, no olvido:

muero tu muerte y hablo tu voz yerta.

NOTAS

NOTAS
1 El epistolario entre Alonso y Trujillo (figura en la que estamos trabajando, desde hace tiempo, Miguel Pérez Alvarado y yo) lo conocemos gracias al valiosísimo archivo de María Rosa Alonso y a la generosa persona que vela por él, su sobrina Magdalena Alonso.
2 Para no agrandar en exceso el apartado bibliográfico final, optamos por incluir la mayoría de las referencias hemerográficas, entre paréntesis, en el propio suceder de la redacción de nuestro ensayo.
3 Es nuestra intención retomar en un segundo ensayo, que continuaría y ampliaría varios guiones de este, una reflexión ancha y detenida sobre el contexto literario de los años cuarenta que rodea a Juan Mederos, donde no podrán faltar las enmarañadas cuestiones que todavía pululan en torno a la configuración de Antología cercada.
4 Archivo del Museo Canario: Fondo Ricardo Lezcano Escudero: Epistolario: ES 35001 AMC/RLE 005.
5 A partir de ahora: DLP.
6 A partir de ahora: EEC.
7 No hay que perder de vista que Santana, en su «Introducción. Diez notas sobre poesía canaria» a la antología, afirma que antes que Ventura Doreste, Diego Navarro, Agustín Millares y Manuel Castañeda, «mayor interés tiene Poesías de Juan Mederos» (Santana, 1969: 61). Incluye en el libro su poema «Elegía de las cosas» (Santana, 1969: 97) que, por otro lado, Doreste sugiere en la entrevista que es muestra clara de «absoluta dependencia» de la lírica de Jules Supervielle; conexión que –si se le quita la rotundidad simplificadora– consideramos con tino y que aviva todavía más el interés de la tonalidad verbal del propio Mederos.
8 Gallardo lo volverá a recordar en –entre otros rincones– un texto sobre Juan Hidalgo (La Provincia, 20 de febrero de 1986); también el 9 de septiembre de 1993, en una necrológica sobre Agustín Quevedo: «recuerdo como si fuera ayer aquellas descubiertas por los campos de la poesía, que a veces confundíamos con la misma vida, en compañía de Juan Mederos, el prematuramente desaparecido Juan León, Antidio Cabal, toda una generación que luchó y se estrelló muy temprano contra el muro…». En 1979 (La Provincia, 22 de noviembre), el año en que salían las obras completas de la poeta, afirmará que Chona Madera también debió incluirse en Antología cercada.
9 «Los poemas que reproduje en el tomito Poesía completa [1991] estaban escritos en un montón de trozos de papel que me entregó un día en una caja de zapatos (…). No creo que aquel volumen (…) sea tal; fue lo que él quiso, para sorpresa de todos, que se publicara» (González y Pérez, 2009: 48-49).
10 Por espacio y metodología interna, desisto de entrar a comentar en este ensayo algunas particularidades del estilo de Mederos, que nos llevarían a detenernos en, por ejemplo, las diversas valoraciones –implícitas o explícitas– que se hicieron de las propuestas de escritura vanguardistas en las circunstancias de la primera posguerra. Como creemos que es un motivo notable para traducir con más precisión el papel de Mederos en aquel contexto, lo dejaremos pendiente para el anunciado ensayo que complementará a este.